Las zonas del carácter / Poemario
de Carlos López Dzur
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Breve antología de este libro

No venga el mercader

No venga el mercader a robar
el secreto de esas dos piernas que son
los pilares del Templo de la Dicha.
No vengan las hachas a cortar de sus árboles
y dejar como escombros sus ramajes.
No suban a sus penachos, no derriben
sus nidos, sus cortezas, no entren
a su tronco ni vean sus venas
ni su savia caliente,
si no aman su raíz.

No venga nadie que no la necesite
a ofrecer más de lo que quiere.
No prometa las mentiras
que la muerte concede
como vida que le falta.
No vengan los más vivos que ella
a despreciar el árbol que ella vive,
el don de su olor propio, inefable,
exclusivo, mágico,
tan salvadoreño.

En la danza de Nut

La madrugada dentro de mí
ella la enciende
aunque sea oscura la noche sobre el mundo.
Con sus uñas, escarbó en mi tierra
y sacó un corazón, no florecido.
Su lengua como ápice se metió
en mi saliva y escribió sus serpientes.

Por eso tengo un nombre del origen
y participo de la Danza de Nut
y ella es el Cielo y la Nube que me cubre
y yo estoy bajo sus pechos, bebiéndola.

Con sudor de sus brazos, me enroscaré
en su geografía, resbalaré en su arcilla
y armaré la tersura con mis soles.

Ella es semilla y sol,
ritual de raíz y lluvia y, claro,
bailadora, frenesí geotrópico,
ova y valva, polen y útero.

Ni modo que me crea el primero

Ni modo que me crea el primero,
el único, el postrero, que madrugó
a saber que ella es un árbol de vida.

No soy el carpintero que techa su libertad
y la habita en un pequeño recuadro
y le hace jaulas ni soy el músico
que rimará sus cantos por vanidad
de reducirla a pentagrama.

No es musa que irrumpa, por encargo,
a la página alegre de mis existenciarios.
No es satanás erotizada, una culebra,
que ha salido del reino de lo oscuro
a fundar mi sexo con su sexo.

Ella es libre y por eso la quiero.
No es una diaria hostia consagrada al deseo;
pero acelera algún espacio de la noche
y es una llama y olor en carne viva
de lo desconocido y esplendor,
a veces ciego, pero siempre profundo.

La misión

¿Cómo nos consolaremos, nosotros, asesinos entre los asesinos? ... ¿No es excesiva para nosotros la magnitud de semejante acción?: Federico Nietzsche

Sacaré del madero mi cruz de poeta
y la llevaré por el mundo:
«¿No véis oscurecer
cada vez más, cada vez más?»

De una retaguardia de piadosos transmundistas
seré la burla, sujeto de su Olvido, ya que el olvido
también duele y revienta, iré adelante no
como Simeón, el Cireneo, que no lo olvide él...

¡La cruz es mía!

Besaré a las rameras que ninguno procura.
A ellas lavaré sus pies, han sido fieles
al placer que satisface, a los nobles apetitos.
Animaré a los que tienen por inquietud
la bancarrota, sumaré alegrías
como ceros a un cheque y que lo cobren
como audancia millonaria, con riquezas
de atman-buddhi, sin menor cuantía.

Echaré mi red a la mar, no pescaré fascinaciones.
Quiero dolores que sean como perlas
y que valgan la pena
y ostras que hayan sido heridas por el sol
no por residuos del estanque.

En la casa del luto, levantaré al que duerme.
El trabajo es alegría, tapiaré los sepulcros
del que muere en el bolsillo cada día
y del Seol de los miserables
haré miseria y lanzas que visiten
sus costillas; ellos han de ser los frágiles
entonces y los dolidos y explotados
los robustos de piernas largas y ágiles
como las niñas campesinas
de los bosques.

Las zonas del carácter: Indice

Pigmalión

A mis jebotas hieráticas, en cueras,
yo las busco; yo rescataría sus movimientos.
Quiero arrancarlas de las poses,
hacerlas catenarias, llevármelas del templo.
En comparsas de endorfinas las espío.
A Mirón, a Fidias, a Lisipo,
a todos los tengo por testigos.
Sobre todo, a Clará, cheo clará, claro.

Yo visito museos, a mis ideas
las contemplo en el bronce y el mármol.
Son mis amigo/as los momentos
con forma, a veces las simetrías,
a veces, el barroco y el expresionismo,
misterios no eucliadianos
de la geometría, fractals,
réplicas infinitas:
la belleza del Caos.

La boca es un lobo tremebundo...

¡Nada come y se jacta!
¡Con pan duro fue vencido!
Por eso... ahora somos
los crujidos del duedeno,
desperdicios siderales,
féculas, ortigas, lo indigesto,
y no sabemos consignas preambulares.
Ni sabemos llorar
ni sonreir.
Nada sabemos...

Hemos estado hambrientos, pordioseros,
desesperados en el fondo del bostezo.
Avergonzados, sospechosos,
sin saber si estar agradecidos...
La geografía nos dio alguna vez
su dignidad de espacio manso,
volumen en la esfera
y advenimos a otro rincón
vomitados, violentos
desde el fondo de la Nada...

Uno al otro nos miramos
mansamente, dibujados en sociedad,
sin firmamento como dos colegiados
truncamente burlados por el infinito.

En miseria del ser-ahí,
papando de la angustia sus moscas,
¡ay! la rebeldía se apaga
y de la llamarada
del corazón oscurecido nada queda.
Ni histrión por remanente al que decir:
¡Fuíste mío; causal de mi fracaso!

La muerte abre su boca y nos espera
si no queremos ser
ni aún haber-sido... o siendo.

11-09-1996

Zu-sein / Habérselas

Util es todo aquello de lo cual uno se puede servir: Martin Heidegger

Zorrillo tonto, despojado, soy.
Clueco pío entre nidales y empalizadas,
zafacón del tenderal, huérfano perdido,
ser en extravío, cantáro lleno
de todo y nada, en zafariches, muino.

¿Dónde estás, Pastor,
que en descarrío te llamo?
¿Cuál es tu presencia, Zorro viejo,
que en el lenguaje me pierdo, sin sustancia?

Enséñame, Zu-Sein, los quiénes
a que hablo, si soy relativamente a
no sé a qué mansedumbre.
El rasero me trajo de narices.
Si el existir es habérselas no existo.
Si encarar es vivir yo estoy agonizando.
Si hacer frente es palpitar, yo estoy inerte
y me apago en el mundo tenebroso de los útiles.

¿Dónde estás entre el Delfín y el Cisne,
dónde te constelas que a tu noche
con estrellas no la veo
ni en el Sur ni en el Norte?

Zorro viejo, padre del perro bravo,
autor capcioso de la fuga y la escapada
y rival de las cárceles del mundo,
muéstrame los peces
con el cofre de hueso
y sus agallas salvajes y poderoso escudo?
Díme qué existe debajo del pantano
y cómo se aúlla de rencor
en los desfiladeros.

13-9-1996

En la muerte de Chato

In memorian: a Victor Emilio

Fui primero por él, la oveja negra
de tu casa, zángano infantil
lleno de lodo... ¡él era mío!
él que se dio postín con la noche y la gavela
y a todo dijo adiós y supo irse
con alegrías de zorro por los montes,
con la boca rabiosa y satisfecha.

Un día, cuando tú estabas ausente,
casi olvidándolo, yo mandé por él
al herodes de la Muerte
y lo hice beber sangre de sus hígados.
A Chato lo premié con el honor
de estar conmigo y saqué las tulangas
de su boca soñadora de dulzura
y lo mandé al hospital, a costa de su ira,
sus maldiciones y odio...

A él sí me lo llevé.
De tí no quiero nada todavía.

II.

Tú conocíste ya las zonas del carácter.
Eres menos frágil, gozas
con emociones subterráneas
y tus ojos están abiertos noche y día
y te atarea el destino
y juegas a las consignas.
Huyes de mí, me eludes, aborreces
mi sombra, me apaleas, me versas
morringuero y cotudo.

Es difícil matarte y darte palos;
te lanzas entre farolas por una muerte digna.
Crees que mereces el mundo que no tienes,
uno justo, solidario, placentero,
donde haya dignidad bajo los soles,
donde haya amor con oleajes de luna.

Tú sí eres un listo, Carlos, aún en quebranto
y por eso te abjuro, no te quiero.
A otro elegiré que pueda herirlo;
a otro que te hiera cuando muere.

III.

Yo voy hasta las sombras
donde crecen las audacias del ánimo.
A los más pintados, tatuados de jenipa,
descabezo, los tuerzo.

Yo quito la ilusión de sus imágenes,
sus qualias alterados, sus victorias,
visiones alucinatorias de escondite.
Si ellos, con los dedos me mienten
por seudafia, yo les pudro los dedos.

Al montonero, con metralleta en mano,
con el tiro de un cobarde, lo descuento.
Cosido a balas lo dejo por gracia
del más torpe cagarriche con gatillo.

Yo voy más allá de tintes de copey y jagua.
Ninguno se me esconde, ninguno sobrevive;
yo les pudro las caras, yo les quemo
con pústulas el rostro y hago el ácido
la sed de la epidermis;
con cirugías estéticas no me elude nadie.
yo hago polvos las máscaras, Palilo.

Todo el que huye es mío.
Todo el que canta, jactado por fáciles alegrías,
dirá elegíacamente: ¡Muerte, me cagaste!
Me gustan los inocentones y los temerarios.
El que no quiere morir, me enoja y tienta
y yo voy y lo mato, lo persigo.
Le doy mi dulce trago amargo.

Soy el dolor de muelas de muchos valentones,
guapos de esquina, curros de barrio.
En las cárceles me doy festín, suplo
navajas y fileros largos.
Al guerrillero lo mato en la manigua.
Al policía granuja, como al patriota artero,
los sumo a los heroicos pendejetes
a los que mato, yo soy más narco que el narco,
yo soy el hampa insorbornable de la Muerte.

IV.

Fui primero por él, la oveja negra
de tu casa, zángano infantil
lleno de lodo... ¡él era mío!
Tú lo querías porque fue como el niño
que no crece, crédulo, soñador,
caprichoso; a cada niñaja de su rumbo
quiso engañar con besos, acostarlas,
olvidarlas, tirarlas de su lado
(yo estuve con él, viendo su lado oscuro;
yo comencé a ser Herodes al matar su inocencia;
yo te pegué con el martillo en la frente,
¿recuerdas? te noquié, te levanté
aquel chichón que fue como tu marca ciclópea
de espíritu, un ojo de ajna chakra,
señal de tu monte mágico en la muerte.

Utilicé su mano de niño,
su temerosa mano; por golpearte lo premié,
lo hice majo, azotador, travieso,
más fuerte que tus versos,
más fino que tus oídos, ya por sí agudos,
pues han soñado lo sagrado en la pobreza,
en la santa y fuácata casa del maestro.

Tú lo querías y se fue, lo quité
de tu lado para que no se llenara de palabras
ni de libros, como tú...
¡No sabes, Carlos, como odio tu silencio
desde entonces; no sabes cómo odio
tus palabras, Carlos, tus lamentos!

V.

Siempre rondé la casa de la asmática
(la mitad de la muerte es dolor y agonía).
A Yuyita, tú la querías como a tu propia alma.
Así querías a Chato, el más travieso,
la oveja negra de tu casa.

Una vez le quemaste el pelo, ¿recuerdas?
Tiraste kerosene en una esquina
del fogón cuando él se arrimó, desprevenido,
al fuego; tras las tres piedras calientes, víste
las llamas subiendo a su cabeza
y te asustaste; víste su muerte.

Yo soy la muerte traviesa
y contigo también juego y me plazco.
Yo fui en el gas, tu mano, quise probarte;
entonces supe que hasta la vida darías
por él, tú lo querías.

Por eso lo abrazaste y corríste a él,
lo llenaste de besos y apagaste
cada greña encenizada, casi llorando;
¡Te asustaste, pendejo! ¡Pobre Carlos!

¡Así son mis simulacros, niños importunos
como flamas; a riesgo de coquipelarse
con un puño de fuego; no así los infiernos
que tengo prometidos!

VI.

Una vez se tostaba el café,
o más bien, los garbanzos que como té beberían aquellas sangüijuelas adventistas que el Sábado alabaron, ¿recuerdas?
se alababan a sí mismos, sí, mentira
y, además, bebían de tu café y de tu trabajo
(¿qué palabras dieron a tí, mi pobre Carlos?
sino clamores por tu arrepentimiento,
el Juicio Final viene
y a Dios te encaras, con corazón rebelde,
emplazando el fin del asma
de tu madre; al pastor dijíste, mentiroso).
Se fueron siempre bien servidos,
orondos, anchos, de tu casa.
Llamaron el reposo su joder, prohibir,
gesticular, adoctrinar y hacer predicaciones...

Desde siempre los odiaste; eras un listo,
caramba,
detrás y por delante de tu tez de rosa
y tus pequeñas manos, debajo de esos ojos
que lloraban, pese a tanto miedo
y fastidio e himnos fatuos.

VII.

¡Cómo me gusta la guifa de matadero,
la tristeza de ese trecho final,
después de la agonía!
El enfermo que ya no combate
y perdió las ilusiones
y se entrega a mí, ya suplicante.
¿Serás tú otro bohemio acobardado?
El, marido golpeador, inspirador
de ajenos lloros y terrores, al dolor temía
y lloraba él, en lecho de amarguras difuntales.
Como bebito, desvalido y desvelado, al fin
gritó sus postraciones, me dio sus alaridos.

¿Cómo harás cuando seas tú
el que deba morirse y estés tendido?
¿Serás dulce otra vez, te estarás quieto
y estoico, o azotarás con tus manos
el cráneo que arde con el infierno vivo?

No lo sé aún. Te gusta el fuego.
Antes de reclamarte, yo pondré
mucha ceniza, Carlos,
en tus cabellos y tus bigotes.

Entonces, recordaré
las zonas de tu infancia,
semillas de tu carácter.

Tú atizaste la leña
bajo una enorme paila,
tú, niñajo, hacendoso en quehaceres,
por amor a tu madre...

¡Para tí, como juego sería
y hacerlo, en largas horas, solitarias,
menear los granos
y echar tus ojos a fantasmas espirales,
ángeles del humo, visitantes de fuego,
y largarte con ellos, quedo, callado.

Con dedos intrusos dentro de la olla,
seleccionabas tus garbancillos tostados
(para tí, sabrosos, semicrudos).
¡Qué pueril tu delicia
al comerlos y mascarlos
y ver las llamas y cantar al humo
y sentir los olores y danzar con el viento
y, finalmente, echar la azúcar,
oh, azuquita mami, hasta que hierva
y sea negra la jalea como una oveja,
granos del descarrío, dolor
desmenuzado a caspucias, a despellejo.

Sobre un papel de estrasa, ¿recuerdas?
tendías tú el granerío, tu mejunje;
se tendrían que secar las semillas oscuras
del café o el garbanzo.

VIII.

Danzaba él, mamito en las discotecas,
hábil en el meneo, guisaba la figura del donaire.
Usó el pelo como Sandro,
aquel puma argentino, y cantaba
sus canciones, imitándolo.

Debbie, la gringa, fue su chica más hermosa
y ella lo amaba como a nadie, se casaron
pese a él ser ingrato, ofensivo, violento.

Se aferró al circo de amigos y parranda
y al pretexto, con las copas me calmo,
con la coca y otras viejas me alimento.
En farra lo fue perdiendo todo,
su bella casa en el Viejo San Juan,
su apartamento, su mujer,
sus amigos...
y hasta perdió el trabajo
y fue a la inopia, enfermo, avergonzado...

Por compasión, esencia del amor mío,
lo reventé con cólicos biliares
y le sequé la boca y le dije: No bebas,
te lo ordeno; ni sufras ni repliques.

Yo soy el Lobo y depredo.
A su linda cabellera,
del negro más intenso, la desgreñé
con prematuras canas;
sus cachetes chupé
como ebrio que escurre la botella.

En fin, yo soy la ira hepatálgica.
No respeto ni rostro ni quijada.
Tumbo y tiro como a moco al que me place.
No serías tú, Carlos.
De tí no quiero nada todavía.

IX.

Cuando danzas, tú...
el que todo lo sufre y lo perdona,
cuando cantas, muchas veces callaste,
Tus tonás no son de mi fandango.
Bebes y jodes a ratos,
pero tus vinos no son de mi cova.
No se te puede hopear ni echar diabladas
ni de habladas ni gritos; no soy
lo que has llamado Tu Zorra, tu poema.

Me has odiado, quizás, antes que yo.
Me has detenido para quizás amarme;
me has olvidado quizás para quererme.

Contrario él, en horas muertas,
vas hucheándome con tus perros blancos.
Entonces fui por él, la oveja negra
de tu casa, zángano infantil
lleno de lodo... ¡él era mío!
1984

44.

A las manos de mi abuela

Cinco senderos son,
sus dedos
ricamente teñidos de pasado;
otros cinco, hábiles comunicantes
con futuro.

A su epidermis se añaden:
el cielo de las uñas
con su color de pétalos rosados
e insinuante red de venas azulosas;
también el verde imperceptible,
la esperanza tejiéndose en lo oculto,
utópicamente vital, señera, en su imperio.

Sus dedos largos, tan finos, tienen
el rastro de edades, sus muchos alcoiris
y en terso corazón, labios melodiosos.
Ella es una piedra que juega con los lirios.

A sus manos las desplaza suavemente
como si fueran ramas
lentamente acariciadas por el viento.
Ella se sabe un árbol, o una hidríade...
(aún es graciosa cuando atrapa
la pureza de las cosas y se rebela
contra el estío del mundo).

Los nudillos, cinco besos son,
los más sólidos, apasionados y fieles
y las yemas de sus dedos,
mapas, geografías, viajes trazados
en la carne que buscara horizontes
(donde abundara más el amor que las cosas).

Yo no creo que su cara tenga arrugas,
sino pecas, besos de mariposas,
revuelo de muchos gestos que visitan
su rostro y escriben en la piel su amor
y la llenan de memorias y relámpagos.

45.

Solo, entre la gente, está él
(aunque conoce las uvas del majuelo);
y triste ... pero los jilguerillos trinan
como siempre y las golondrinas
se anidan en balcones
y él las mira con la dulce piedad
de la simbiosis.

A él esperaban muchos de los que sufren,
niños con trichulis y parásitos, guajiritos
con los ojos tan grandes como sus barrigas,
mulatas que serán primerizas.
(Su clínica está llena de enfermos
y nadie le llama Simón
sino Viejo Santo y bendito).

Las sombras lo acompañan,
pero no le hablan.
La Habana conoce su ternura;
sus amores, admira;
pero la calle es dura...
y es como cerviz de piedra,
muy pulida y jabata.

En la noche volverá a casa y estará solo.
La vejez está diciendo:
No sonrías.
Su boca ya no quiere tantas voces.
El corazón multiplica más recuerdos
que paliques en guatequerías.

El hijo de su carne está en la guerra;
el hijo de su hermano, tan amado,
está en la noche, muerto.
Los nazis lo reventaron a balazos.

Mi abuelo Benavito ya no es pobre,
pero la riqueza de su casa tiene lágrimas
y el azar del capricho hila ironías
con lutos y premeditaciones.

¡Mirad qué solo está, abuelo solo,
porque Elohim se hizo para él
una simple, hueca palabra del Siddur!
La palabra sola y el solo Dios caminan
entre infieles e incrédulos,
entre saduceos como él, que antes litaba,
y se comía el libro de los píos.
Hoy no visita ni a los templos del consuelo.
Realenga está su alma, sin sábado de justo,
sin havdalah en el vino.

Bet ha tefillah fue asaltada
en riña de estos años de guerra sucia
y de imperialismo anglo-británico,
facismo sin sentido, ultraje colectivo.
Y el abuelo maldijo
y se mordió en su lástima
por no querer la lengua como llama
ni la Mano de Elohim como su amparo.

La soledad da coces al aguijón
y en el abuelo triste, viejo solo,
la historia pudo más que el príncipe del sábado
y la reina Nashim, Sueca, Cristina.

La abuelita Cristina,
dulce de alma,
a su sombra permanece
y le seca sus lágrimas
y le oculta las suyas.
Con la pipa en los labios, Simón está
y oculta que está solo, aunque hay gente
que lo llama a los partos,
y lo abrazan
y le besan en el pecho,
porque es alto como nube
o vara larga de guayabo.

Triste se tiende sobre el lecho
al lado de la esposa.
Vehemente en dolor, en yugo primitivo,
su barba amanece, crecida en grises;
pero no piensa cortarla jamás.

Como al hijo del castigo,
la soledad saluda a su mañana;
el sol de baronshin
está en desobediencia:
el viejo está sin fe, por días y días.
Seco de labios, mustio,
aunque del vino rutinario
él probara su dulzura
y del secreto majuelo del ayer
bebiera dicha, aún no se seca la queja
-Se fue a la guerra-
o el aviso del maskilim,
es por falta de ángel,
de dulce fantasía,
o vigor en la carne.

La soledad te vencerá
poco a poco,
le dijeron,
hasta la muerte, pero la gente ¡qué sabe!
El se sostiene activo y, en privado,
La Abuela con los suyos consolidan su mundo:
«¡Te amamos, Benavito! ¡No llores!»

6-1980

Continúa / 16 al 27

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