El malentendido

Cuando por fin decidí despertarme, el día se estaba muriendo.

A través de las rendijas de una gran nube de smog, el sol se despedía, como triste de no haberse encontrado conmigo. La hora cero le decían - y en ese momento supe por qué - afuera el día tenía la misma sensación de vacío en el alma que yo. Ni siquiera estaba deprimida, mas bien estaba harta. Harta de mirar mi vida como espectadora, sin provocar ningún cambio. Ya hacía mucho que la inercia vivía en ese departamento. Quise ponerme triste y ni siquiera puede tenerme lástima. Decidí que tenía que hacer algo y salí a la calle.

Desde la esquina un teléfono fue mi cómplice, y sin pensarlo más disqué su número. Hacía años que no nos conocíamos. Sabía de él, que también estaba solo, aunque nunca adiviné cuanto. Pensé que era una buena manera de no dejar morir el día.

Desde el otro lado me contestó una voz casi familiar:

- Ven, hay unos cuantos amigos y estamos celebrando... ¿Celebrando que ? ... Ya ni me acuerdo. Tampoco puedo acordarme de los amigos. Tomamos Bacardi añejo y desnudamos nuestras soledades casi sin palabras. El departamento estaba tan vacío como nosotros, o tal vez tan lleno de proyectos frustrados que parecía vacío. No se ni cuando los amigos se fueron. Nos quedamos vos y yo, un colchón, una televisión en blanco y negro y unas ganas bárbaras de no sentirnos tristes. Y de pronto, como la única oportunidad de vivir un poco, nos encontramos.

No quise engañarme. Decidí no esperar nada, no reclamar nada y sólo disfrutar el momento. El breve instante en que otra soledad acorrala la propia, cuando una caricia rompe la inercia. Pero vos no sabías ser sincero. Querías que la magia durara más, y lo dijiste. Ahora sé que ese fue nuestro primer malentendido. A pesar de que uno trate de ser realista, basta una sola frase para dejarse engañar, y vos, con la madrugada de testigo la dijiste: - Quiero que dure mucho, mucho... Yo también quería que durara y por eso te creí. Todavía ahora, lejos en el tiempo y el espacio, sigo sin saber por qué dijiste lo que dijiste; por qué nunca pude leerte; si cuando decías sí querías decir no. Nunca pusiste tu corazón sobre la mesa y la magia se me fue de entre las manos tratando de adivinar si existía o si era yo quien la inventaba.

A veces me pongo a pensar como hubieran sido nuestras vidas sin los malentendidos. Ya sé que pierdo el tiempo, que no es bueno especular sobre lo que no fue, pero ese es el riesgo cuando uno persigue fantasmas.

La cuestión es que nuestra vida juntos - ¿que raro suena, no? - fue una sucesión de malentendidos. Un desvivirme por interpretar tus gestos, tus silencios, tus besos. Una lucha constante para que me dejaras quererte, para mostrarte que la vida podía valer la pena y que había alguien dispuesto a darte todo lo que te habían negado.

Que poco sabía entonces que no es suficiente. Que los corazones son caprichosos y que es mentira que querer es poder. Me propuse ayudarte a reencontrar las ganas de vivir, y a la larga lo logré. Claro que yo ya no estaba ahí para poder disfrutar mi triunfo. Me había aburrido de tratar, y en el camino la vida me cambió las cartas del juego.

Durante aquellos meses el vacío se fue. Estaba demasiado ocupada en vos para prestarme atención. Me sentía viva, profunda y completamente viva. Los días dejaron de morirse antes de verme y juntos les dábamos la bienvenida. Como decía aquella canción de Serrat que oíamos sin parar, la vida me había regalado un sueño tan escurridizo que había que andar de puntillas por no romper el hechizo. Y no se rompió. Mejor dicho, no se rompió hasta que no quise. Hasta que me di cuenta que no se puede vivir de puntillas...

¿Te acordás de los mediodías de sol, terraza y margaritas en los que te contagie mi sueño? De aquellas madrugadas bañándonos con agua fría porque para variar el señor del gas no había venido... Ese era parte del encanto de tu casa. No había nada. Ni agua caliente. Y sin embargo vos me hacías sentir más en casa que en la mía.

Poco a poco me fuiste invitando a quedarme. No quise obligarte ni acorralarte. Me gustaba estar contigo, por eso cuando me preguntabas si iba a volver decía que sí...

Nunca hablamos de nosotros, nunca me dijiste que me querías. A lo mejor esperabas que supiera sin palabras, o quizás fue el miedo que no me dejó comprenderte.

Durante tres meses fuimos, como al principio, dos amigos que compartían la soledad ese día. Pero empezamos a necesitarnos cada vez mas. Me acostumbre a estar y te acostumbraste a que estuviera. Gradualmente el departamento, como nuestras almas, se fue llenando de cosas ... de ilusiones... de proyectos.

Cuando llego tu hija a vivir contigo traté de volver a mi casa - ahora estabas en buenas manos- pero no me dejaste. Querías volver a sentirte parte de una familia y decidiste que yo podía representar el papel de mamá. Yo también quería una familia, me inventaste una y me gustó. Jugamos a lo que no éramos y casi nos creímos los papeles. Pero me faltaba algo. Saber si me querías. Por eso decidí no jugar mas, alejarme de aquel sueño y buscar mi alegría de vivir en otro lado. Esa última noche en tu casa no dormí. Quise que habláramos por primera vez y elegí la manera en que mejor sé hacerlo - por carta. En casi diez páginas desnudé mi alma y te expliqué por qué era mejor que no nos viéramos más. No lo aceptaste y otra vez sin palabras me hiciste sentir que querías que siguiera compartiendo tu mundo. Pero ya no podía seguir interpretando silencios, me había aburrido de tratar. Por eso días después te esperaba otra carta, poniéndole punto final a los malentendidos.

 

II.

Nunca supe si la leíste o no. A partir de ese momento la vida nos jugó una broma. Volví a mi casa y trate una vez mas de olvidar las ganas de vivir para poder seguir subsistiendo.

Los días fueron pasando y por aquellas ironías del destino no pude verte ni hablarte. Todavía tengo la llave del departamento, que ahora quién sabe quién ocupa. Quise volver para decirte que a pesar de todo, a pesar de mi cansancio de los silencios, tal vez valía la pena probar de nuevo... Que a lo mejor me había acostumbrado tanto a no leerte que prefería seguir adivinando. Traté de que el teléfono fuera mi cómplice nuevamente pero no tuve suerte. O a lo mejor tuve mucha: - "El número que usted marcó está ..." A la larga me convencí que el sueño se había roto. Y tal vez hubiera sido posible si la vida no me hubiera dado pruebas tan tangibles. Porque al fin y al cabo, había encontrado lo que me impulso en aquel atardecer de Escorpio a cambiar mi destino. Claro que irónicamente nunca anticipé ese desenlace.

III.

Después la vida fue regalándome otros sueños que casi me hicieron olvidar ese episodio. Y hoy, revisando papeles, encontré tu teléfono. Sabía que ya no vivías allí, que habías construido un nuevo mundo cruzando el Atlántico, pero por esas ironías de los impulsos me encontré discando el número. La respuesta era previsible: - No hay nadie aquí con ese nombre- . Pero no era tan fácil reprimir el torbellino. El teléfono, cómplice por última vez, me hizo enterarme del nuevo número. Quise romperlo, olvidarme de que lo sabía. Después de horas sentada frente al reloj, decidí llamar. Del otro lado del mundo contestó una voz de mujer - ¿No le parece una hora intempestiva para llamar a la gente? ¡Usted esta equivocada...! - Y tenía razón. Efectivamente, estaba equivocada.



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