Maquinal

Gonzalo jugaba y jugaba con la máquina. Acababa por primera vez de tenerla en sus manos, pero no podía despegarse de la silla. El aparato era completamente fascinante. Fue leyendo y releyendo uno tras otro todos los manuales. Las letras comenzaban a patinar ante su vista y Gonzalo seguía, obsesionado con los secretos del mágico mundo al que había entrado. Poco a poco fue descubriendo qué hacer, dónde hacerlo y como si hubiera caído en un tobógan, no podía ya dar marcha atrás. Sabía que para su trabajo le iba a servir muchísimo, que una computadora ahorra muchas horas de esfuerzo, de letras escritas por error, de frases sin sentido. Pero aquél fin práctico no era ya lo más importante. Sin querer, casi arrastrado por los amigos había entrado al mundo de la tecnología.

Se acordaba la cantidad de veces que se había burlado del asunto.- "Las computadoras son innecesarias. Un simple pretexto para quienes no pueden hacer su trabajo".- Claro, hay que entender que Gonzalo tenía una mente puramente mercurial, que despreciaba aquellos que supuso juegos inútiles. Pero no. Resultaba que muy por el contrario, Gonzalo se había enamorado de la máquina. Y no se enamoraba así como así de las cosas.

En la madrugada ya estaba completamente convencido de que la computadora jugaría un papel importante en su vida. Fanático siempre había sido, pero ser fanático con el trabajo o con los otros seres humanos era algo muy frustrante. No podían seguirle el tren. Ahora sí había descubierto una verdadera compañera.

Con la emoción zumbándole en los oídos fue apretando una a una las teclas maravillosas. Respondían como pocas veces algo había respondido, tenían vida propia.

"¿Vida propia?, me debo estar volviendo loco" - pensó.

"Las computadoras no son seres vivientes. Son máquinas, aparatos que no sienten ni piensan como nosotros..." - y de pronto frenó sus pensamientos, ella podría entenderlos.

Había empezado a escribir para practicar las distintas funciones de la máquina y manejarlas correctamente, horas atrás. Ahora Gonzalo sabía que había mucho más.

Con la vista cansada por el color naranja del monitor, trató de refregarse los ojos para ver si era cierto lo que veía. No lo había escrito él, de eso estaba seguro. El mensaje parpadeaba ante sus ojos.

Quiso apagar la máquina y no pudo. Trató de volver al programa inicial y no tuvo suerte.

Decidió hacerle caso. Era obsesivo, y a veces hasta arrogante, pero sabía escuchar a quienes sabían más, y en este caso, definitivamente la computadora conocía más de esta nueva ciencia.

Tímidamente la máquina se animaba a comunicarse con él.

Trató de entender lo que quería decirle. Sus conocimientos de la informática eran limitados. A lo mejor era eso mismo lo que le daba un aire mágico al asunto. Probó, una tras otra todas las teclas para tratar de dar con la solución, pero lejos de entenderse lo único que logró fue hacerla enojar. De repente se paró. Gonzalo no supo que había hecho mal. Frustrado, quiso hablarle. Nada. Muchas veces le había pasado lo mismo con la gente. Sabía que había hecho algo mal, y no podía descubrir qué. La historia se repetía una vez más, aunque ahora le afectaba más. Estaba seguro de que con un poco de práctica ella y él podrían ser muy buenos amigos.

Si. No había más explicación. Se había enojado. Decidió hacer lo mismo que con sus compañeros - dejarla, y que se le pasara. Se levantó, se preparó un café, y trató de entretenerse en otra cosa. No había caso. Desde el escritorio una luz naranja brillante lo llamaba y tuvo que volver.

Ella lo había perdonado. De repente, comenzó a hacer desfilar por la pantalla innumerables listas en su idioma. Números, símbolos aparecían haciéndole sentir a Gonzalo que ella se quejaba. Que le recriminaba su actitud egoísta. Los leyó uno por uno - era lo menos que podía hacer. Y ella se calmó.

Quiso averiguar con sus compañeros si aquello era normal, si a todo el mundo le pasaba lo mismo cuando recién por primera vez incursionaba en la informática, pero no se animó a preguntar. Algo le indicaba que se reirían de él - que el asunto no era tan sencillo como parecía. Revisó manuales y manuales y nada parecía indicarle la respuesta. Obsesionado, escribió en la pantalla : - "¿Y ahora que hago?" Las letras comenzaron a tomar forma ante sus ojos. Y de pronto, tímidamente apareció un : "sigue..."

Gonzalo quedó como petrificado. Estaba seguro que ni siquiera su subconsciente era capaz de jugarle una broma semejante.

No entendía nada aunque de una sola cosa estaba seguro. Ya no podría dejarla. Desde que la había visto por primera vez todo su mundo giraba en torno a ella. El trabajo ya no importaba, ni los almuerzos de domingo con sus padres. Ni siquiera le había prestado atención a su vieja compañera, la máquina de escribir. Ella lo había reemplazado todo. Con su práctico teclado y su promesa de aventuras, la computadora lo había conquistado definitivamente. Robándole horas al sueño Gonzalo había pasado casi una semana pendiente de ella, manteniendo diálogos - breves al principio, más complejos después. Le había contado de su trabajo, de su soledad. Ella le abrió la puerta a un mundo genial, y poco a poco comenzaron a compartirlo todo. Un día ya no pudo más, y Gonzalo decidió entregarse por completo. Cuando después de haber faltado a dos almuerzos dominicales, su madre entró al departamento para ver si Gonzalo estaba enfermo, lo único que encontró fue una luz naranja invadiéndolo todo, y desde el escritorio, una computadora encendida, completamente feliz.



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