Manolo García, ex Último de la Fila, ya tiene segundo disco. Un álbum lleno de pop poético facturado por quien se siente, sobre todo, rockero.
Manuel García García-Pérez, nacido en Albacete hace una cantidad indeterminada de años —su edad es un secreto tan bien guardado como la fórmula de la Coca-Cola— y criado en el Poble Nou barcelonés, tiene nuevo disco: "Nunca el tiempo es perdido". Manuel es Manolo, ex Rápido, ex Burro y ex Último de la Fila, artista a quien el mercado bendijo con su primer disco Arena en los bolsillos, publicado en mayo de 1998: alrededor de ochocientas mil copias vendidas y más de novecientos mil espectadores en los conciertos de la gira. Cifras que abruman.
A fuer de sinceros, esta entrevista versa sobre siete de las trece canciones de su segundo disco en solitario. Su discográfica ha decidido no soltarlo antes de tiempo y obligar a los medios a escucharlo, una sola vez, en las oficinas de la compañía. Se llega a un acuerdo y le pasan a uno sólo siete temas del álbum. ¡Señor, qué incertidumbre…! ¿Serán los mejores? ¿Los de relleno? ¿Habrá alguna sorpresa que no quieran revelar? Manolo se apresura a reconocer parte de responsabilidad en esta sinuosa estrategia mercadotécnica: “Es para evitar la piratería”. Pues que no te oigan los de la Sociedad General de Autores Españoles, no vayan a hacer una redada de críticos.
En lo musical, estos temas remiten a un modo de hacer al que su autor prefiere llamar estilo antes que fórmula, y lo razona de la siguiente manera: “Yo no uso fórmulas porque no tengo esa frialdad. Soy muy caliente, muy apasionado y eso me lleva al delirio, a tirarme horas en el estudio con un simple arreglo de guitarra”. En estilo queda, aunque tan reconocible que, si uno no ha estado en la grabación, cuesta un tanto advertir las novedades. Manolo facilita el asunto: “Hay una papilla subterránea que está ahí y que vas percibiendo conforme vas oyendo el disco. Por ejemplo, he trabajado con violines de una manera diferente con un señor que se llama Farhat Bouallagui, que es tunecino y toca de un modo más oriental. Eso es algo que se nota, aunque en la primera escucha sólo puedan parecer arreglos árabes o tirando a morunos. Pero están más trabajados y son más serios. Ya no están hechos con un teclado”.
Otro cambio en los planteamientos de trabajo de García estriba en su incursión en las nuevas tecnologías: “Yo nunca había trabajado con loops y me ha molado hacerlo. Es divertido y entiendo que en la música que llaman de baile, que yo no comprendo, hay un nexo común, que es el chumba-chumba. Bueno, pues ese chumba-chumba tiene medidas, compases, armonías, arreglos de base que yo he abordado en este disco de una manera simple, no de una forma barroca”. Esta toma de contacto con los instrumentos del presente inducen a Manolo a pensar que su modo de hacer música puede cambiar: “He trabajado más en este disco que en el anterior y creo que me va a servir de punto de inflexión para derivar en otra dirección opuesta. Creo que este álbum tiene algo del anterior, mucho de ahora y algo de lo que puedo llegar a hacer en el siguiente”.
Pero no adelantemos acontecimientos. Rosa de Alejandría, Somos levedad, Con los hombres azules, Vendrán días, Nunca el tiempo es perdido, Por respirar o Prendí la flor, los temas escuchados, mantienen las constantes de pop poético de su autor: “Yo desarrollo canciones. Pequeñas historias muy sui géneris, muy a mi manera. La leña la saco del bosque de cada día y de ahí hago mi hoguera, mi fuego, mis canciones. Ese observar, ese ser un voyeur de lo que acontece a mi alrededor es lo que me da material, candela para mi música”.
Y esa ascua prende, como en un bosque seco, en el alma de los muchos, muchísimos fans, hipnotizados desde hace años por esa llama musical; sobre todo, cuando arde en vivo: “Hay algo que yo he observado siempre y que con El Último de la Fila sabíamos muy bien: no hay más cera que la que arde. Si yo me lo estoy pasando bien, a mí me lo notan en la cara. Y si una noche estoy fatal, afónico o de mala hostia, la gente también lo nota. El resto de mi tiempo puedo ser más o menos sincero conmigo mismo, con lo que me rodea… Soy otra persona. Pero en el escenario algo me impulsa a disfrutar y a ver disfrutar a la gente”.
Será ese disfrutar una elipsis del rock and roll que atrapó en
los años setenta a este muchacho alargado, de ojos vivaces, pose torera y nervio
disparado: “Yo empecé con 13 años en un concurso de conjuntos del barrio
en el setenta y tantos. Tocamos All right now, de Free; Who’ll stop the rain?,
de los Credence y uno nuestro, que con 13 o 14 ya teníamos los cojones de tener
un tema propio. Entonces, ya estaba loco por la música. Veía a Queen o a Santana
y pensaba: ‘¡Hostia! ¡Esto es el rock and roll! ¡Esto es un cañonazo de energía,
es la vida! ¡Qué bonito, qué bien…!’. Pues sigo en eso. Conque vengan a verme
tocar… A mí me gusta toda la música. He tocado con orquestas boleros, pasodobles,
rancheras… Y, de vez en cuando, me toco un bolero y me quedo tan ancho. Pero
a mí, la emoción me la han provocado los Eagles y los Lynyrd Skynyrd. Yo descubrí
el In-a-gadda-da-vida, de Iron Butterfly, cuando estaba trabajando en una carpintería
y con unos palicos que me hice estaba todo el día ta-ca-ta-ca-ta… Me ponía el
disco y me aprendía el solo de batería, que era larguísimo. Un bolero es música,
pero yo he crecido en el rock, que es algo que si te entra, es a saco: te conviertes
en un peludo, en alguien diferente, y empiezas a separarte de la manada. Deja
de gustarte tanto el fútbol y pasas de ir a los guateques de tu barrio porque
quieres estar en otros sitios en los que se oye otra música. La turbina te coge
y te succiona y eso es ya para toda la vida. Yo me apunto a un bombardeo: a
la alegría, al baile y a todo. Pero también quiero que me hagan flotar y para
eso está el rock”.