Una
Villa de Señorío
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La disputa por el disfrute económico del portazgo vino a solventarse
con la erección del Señorío de Tornavacas (el 6 de
junio de 1369), una merced enriqueña a favor de los Álvarez
de Toledo, dueños también de Jarandilla y Oropesa.
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Aunque se rompió la unidad jurisdiccional del sexmo del Valle con
la instalación del señorío tornavaqueño, lo
cierto es que trajo una rápida prosperidad a la población.
Se convirtió, al poco, de aldea en villa, dotada con los correspondientes
atributos de horca y picota. Esta subsiste a los envites del tiempo, aunque
muy deteriorada, en la salida meridional de la localidad, donde se la conoce
popularmente con el nombre de "Las Marirrollas", en referencia a
los rostros toscamente esculpidos en dos de las cuatro caras del rollo
medieval.
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En la villa floreció una interesante industria textil, en la que
se empleaban decenas de vecinos.
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Unos como operarios de los telares de paño fino. Otros vivían
de sacar a vender, por pueblos manchegos y leoneses, las muchas varas de
tejidos. Todavía en el siglo XVIII se ocupaban 60 personas en el
ramo textil tornavaqueño, en manos de sus hidalgos de la villa,
y sumaban 650 las piezas de tela producidas.
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Las altas praderas alimentaban una extensa cabaña de vacuno y lanar.
La villa gozó de una envidiable posición económica.
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Fruto del auge material mantenido durante siglos fue el ennoblecimiento
de muchas viviendas, apreciable en las fachadas de casas solariegas que
bordean la Calle Real, dividida en tres tramos por dos hermosos puentes:
el Puente Cimero, bajo el que pasa el río Jerte, separa la Real
de Arriba de la Real de Enmedio; La Puentecilla, situada en la Real de
Abajo, se encuentra exornada por un templete dieciochesco que salva el
curso de la gargantilla del Cubo, cuyas orillas forman un delicioso paseo
recientemente arreglado.
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Las casonas hidalgas de Tornavacas ostentan rasgos de arquitectura culta
e historiada: columnas, ménsulas y cornisas clásicas. Jambas,
dinteles y arcos de medio punto han sido labrados por las manos expertas
de canteros norteños. Llaman especialmente la atención los
anagramas marianos y cristológicos, así como las inscripciones
pías que lucen algunas casas, exponentes artísticos de la
honda religiosidad que imbuía el espíritu de los primitivos
moradores.
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