A partir de los siglos xv-xvi se forma en Europa una configuración altamente específica que condiciona el impresionante ascenso de este continente al predominio mundial y que ha determinado hasta hoy mismo nuestra vida y nuestro pensamiento. Simplificando mucho, está integrada por tres componentes. Surge, en primer lugar, la ciencia natural, que persigue una apropiación completa, y casi podría decirse que «implacable», de la naturaleza por la vía del conocimiento. Surgen, en segundo lugar, el Humanismo y la llustración, para los que el hombre, la personalidad, se sitúa en el centro del mundo; al mismo tiempo, aspiran a configurar el Estado y la sociedad según criterios científicos, racionales. Y aparece, en tercer lugar, una nueva clase social, la burguesía urbana, que utiliza enérgicamente ambas cosas —la ciencia natural y las nuevas ideas filosóficas— en la praxis: para el despliegue del comercio y la industria y para la transformación del Estado y de la sociedad. La simbiosis de estos tres elementos demostró ser enormemente efectiva. Condujo a una revolucionarización permanente de las relaciones sociales y ha llevado a este modelo a una posición de predominio a escala mundial.

Las magníficas ideas de la libertad del individuo, de los derechos humanos universales y de la soberanía popular tienen su origen aquí. Pero, por otra parte, también tenemos que convenir que los enormes potenciales destructivos de la modernidad —hasta las mencionadas formas de manifestacion de la sinrazón— tienen asimismo aquí su raíz. Hay que considerar más de cerca lo siguiente: el impulso científico en pos del conocimiento de la naturaleza entraña —junto con enormes potenciales de humanización— también una tendencia a convertirse en variable independiente: al culto al conocimiento en tanto que tal, pero también a la comprobación práctica, al «dominio de la naturaleza», al culto a la factibilidad. ¿Qué científico, qué técnico, no conoce esta seducción, este sentimiento casi arrebatador, cuando algo «funciona»?

La sociedad burguesa extrae su dinamismo de la lucha competitiva entre los sujetos económicos. Esta «ley forzosa de la concurrencia» (Marx) obliga a éstos a procurar un aumento permanente de la producción y de la eficiencia, a la expansión de los mercados y a la subordinación de todas las relaciones sociales a los imponderables de la lucha de concurrencia, sujeta a la lógica del cálculo de coste-beneficio. De esta manera, valoriza y fuerza a la ciencia moderna, pero también la conforma según sus propias necesidades. Así adquiere el «dominio de la naturaleza» un enorme impulso, incluyendo el expolio implacable de los recursos, la producción de sistemas armamentísticos de una inmensa capacidad de destrucción, el diseño de seres humanos en función de los criterios de la eficiencia, lo que va desde la higiene racial para los «capaces» y la esterilización y eliminación de los débiles hasta, en fin, la construcción artificial de nuevos hombres a través de la clonación y la manipulación genética.

Y esto es, de hecho, «totalitario».

También en la construcción del racismo, en cuyo nombre han sido discriminadas miles de millones de personas y asesinadas millones, incidieron de manera terrible el impulso científico «libre de valores» en pro de la categorización y el interés económico por el aprovechamiento de la fuerza de trabajo y la legitimación del poder.

Las tradiciones del Humanismo y la Ilustración han perdido en el curso de esta evolución gran parte de su potencial de humanización, quedando asimismo insertadas en la lógica de la «razón instrumental» (Adorno/Horkheimer). Sus ideas acerca del libre desarrollo de la personalidad y de la aspiración individual a la felicidad quedaron reducidas en este contexto al derecho del individuo a imponerse, al interés privado y —en el caso extremo de los EEUU— al derecho que emana del revólver.

Sintetizando: lo universal, lo social y lo humano se vieron reducidos en este contexto tendencialmente a mera fraseología. En estas condiciones, se hacía imposible asegurar el futuro en lo relativo a las relaciones entre las clases y entre los Estados y entre el hombre y la naturaleza. Los resultados pueden apreciarse en la actualidad de manera universal. Pero esta forma de pensar no predomina sólo entre las élites y aquellos que toman las decisiones; está también profundamente arraigada en la sociedad en su conjunto. Aparece en cierta manera como algo «natural» y, por supuesto, no faltan los científicos que convierten el egoísmo en fuerza natural, que naturalizan lo social.

Incluso corrientes políticas que se pensaban de oposición estaban influidas por esta visión del mundo. Así por ejemplo, también el movimiento obrero, también el marxismo, no sólo utilizó el concepto de «dominio de la naturaleza», sino incluso lo proclamaba enfáticamente como objetivo a alcanzar. (La percepción de Marx de que el capitalismo, precisamente porque persigue la obtencion de beneficios a corto plazo, amenaza destruir «los manantiales de los que fluye toda riqueza», es decir, «la tierra y el trabajador», y que el socialismo debía elaborar una alternativa en este punto, no fue tenida en cuenta con posterioridad. Esto es comprensible, ciertamente, a la vista de lo acuciante de la «cuestión social», pero no deja de ser un déficit cargado de consecuencias negativas. Por lo demás, hasta nuestros días puede observarse que una mayor sensibilidad en cuestiones ecológicas aparece particularmente en aquellas capas para las que la «cuestión social» no es ya algo directamente apremiante).

Ahora bien, los grandes peligros ecológicos, atómicos, químicos y genéticos sitúan hay a la humanidad ante una situación completamente nueva, como ha mostrado muy convincentemente Ulrich Beck en su libro La sociedad del riesgo. Ello es así porque tales riesgos, en primer lugar, ya no pueden delimitarse local, temporal ni socialmente; y porque, en segundo lugar, «no son compensables»: la habitual regla de cambio «destrucción contra dinero» fracasa porque las destrucciones son irreversibles. El tan celebrado procedimiento de trial and error [ ensayo y error] , que está en la base misma de la economía de mercado, ha de descartarse también por esta misma razón. Las diferentes catástrofes a las que se ve expuesta la humanidad son, de hecho, en gran medida previsibles —si no se producen cambios de fondo. Incluso no se puede excluir que se produzca el peor de los casos, es decir, que la «era humana», que empezó hace unos 80.000 años, encuentre su fin, que sea un episodio entre una era prehumana y otra posthumana. Esto significa que, de un modo u otro, va a finalizar la época que se inició con la moderna ciencia natural y su simbiosis con la presión productiva de la sociedad burguesa. Tal es la dimensión más profunda y cargada de consecuencias del «cambio de época» que estamos viviendo.



La Industria Cultural

El concepto de industria cultural, por ejemplo, entiende a la radio, el cine y la televisión como un sistema uniforme, homogéneo y homogeneizador de reproducción social, cultural y financiera. Industria y cultura al mismo tiempo, estas organizaciones muestran desde su naturaleza el gran problema del pensamiento marxista: aclarar las relaciones entre la estructura económica, las relaciones objetivas de producción y el lenguaje, la ideología; los ecos en la conciencia de la dinámica de la vida.

Basados en la irrupción de las sociedades industriales avanzadas y sin el manejo de instrumentos de mediación, los medios como industrias son difusores de las ideas dominantes, corruptores del arte y la cultura; instrumentos de enajenación y falsa individualización en un juego de complementos de la oferta-demanda de la nueva cultura para las masas. Adorno y Horkheimer, en un análisis que comprendía de alguna manera al modo de producción, sus actores, sus productos y la lógica del consumo, concluyeron que la incorporación de la cultura a los terrenos del mercado, del "reino de la necesidad y los intereses de clase" determinó un cambio en la estructura interna de los productos culturales. Estos dejaron de ser puros y libres, como lo eran durante el arte burgués, objetivado "a sí mismo como un mundo de libertad en contraposición con lo que estaba ocurriendo en el mundo material, se vendió desde el principio con la exclusión de las clases trabajadoras, a cuya causa -la universalidad real- el arte se adhiere precisamente por haberse emancipado de los fines de la falsa universalidad" (Currán et al, 1981: 405 y 406).

Contra esta cultura verdadera, la cultura de masas representa la producción en serie; la industrialización de las ideas y la sensibilidad para ser distribuida entre todos los consumidores de la sociedad, sin pretensiones de originalidad, valor artístico, universalidad y trascendencia. Con más valor de cambio que de uso y éste fetichizado entre los símbolos de prestigio social, los productos mass media ajustan sus modos de consumo a través de sus propias marcas de clase; de sus signos. Detrás suyo no hay más que lecturas acríticas, enajenadas en su apariencia democrática de accesibilidad para todos, con efectos superficiales en la felicidad, la individualización del goce y la satisfacción de necesidades de cultura o de placer que terminan vacíos de sentido en medio del aburrimiento. W. Benjamín encontró en estas formas de comunicación, especialmente en el cine, la "atrofia del aura", de la singularidad de la experiencia estética y el desarrollo de nuevas modalidades de lectura basadas en la indeterminación y el pasatiempo.

Esta transformación de la verdadera cultura en cultura de masas es producto de sus condicionamientos materiales. La necesidad de competencia, de recuperación y reproducción financiera, así como del consumo inmediato y masivo de los productos, ha generado que sus fuerzas productivas -infraestructura, fuerza de trabajo y relaciones sociales- estén en permanente contacto con el mercado y no con los valores del arte. El catálogo de lo prohibido y lo permitido en la industria cultural es resultado de la regularidad exitosa de la venta; del mapa jerárquico de compradores y las estrategias específicas derivadas de la publicidad o del mercadeo. Los productores -de cine por ejemplo- se rigen por los mismos patrones y esquemas en cada uno de sus productos. Todo se pone en consonancia con la lógica industrial; los lenguajes, la sintaxis, los argumentos, so pena de anatema para los infractores o los

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