Recuerdo de Herbert Marcuse (1898-1979)
a los veinte años de su muerte

Francisco Fernández Buey

El primero de diciembre de 1999 el corresponsal de CNN-Plus en los Estados Unidos de Norteamérica informaba sobre la protesta de miles de personas (convocadas por organizaciones sindicales, grupos ecologistas y ONG´s) contra la cumbre de la OMC en la ciudad de Seattle. Al dar cuenta de la medidas represivas que siguieron al toque de queda decretado por las autoridades en la ciudad, el mencionado corresponsal dijo: "Miles de policías y soldados de la Guardia Nacional han procedido a la detención de cientos de manifestantes. A estas horas se detiene en las calles a todas las personas sospechosas. Para la policía y para la Guardia Nacional son personas sospechosas todos los jóvenes de pelo largo, mal vestidos y que transitan con mochila".

Repito: sospechosos jóvenes, de pelo largo, mal vestidos y con mochila. Hace ahora unos treinta años que no se oía una cosa así. Y esa cosa coincide aquí con otra: la más importante protesta de los trabajadores de Astilleros (en Gijón, Sevilla y Cádiz) no merece ni foto en la mayoría de los medios de intoxicación de masas; le hacen un hueco, entre anuncios de concursos y pisos de gran lujo, en las páginas de economía. He aquí la postmodernidad en marcha.

Qué mejor momento, pues, para recordar a alguien que fue muy leído por los jóvenes rebeldes de hace treinta años y que parece ahora casi complementamente olvidado. Ese alguien es, naturalmente, Herbert Marcuse. Murió hace veinte años.


Herbert Marcuse

Herbert Marcuse nació en Berlín en el seno de una familia de la alta burguesía de orígenes judíos pero germanizada. Cuando estalló la primera guerra mundial era todavía un adolescente. Participó en ella como soldado. Al terminar la guerra, en 1919, se afilió al SPD, fue miembro del consejo de soldados de la ciudad de Berlín e ingresó en la universidad. Se dió de baja del SPD después de asesinato de Rosa Luxemburg y se trasladó a estudiar a Friburgo. Terminó los estudios en 1922. Entre Berlín y Friburgo estudió y trabajó con Husserl y con Heidegger. Su primer trabajo, con vistas a la habilitación, fue un intento de conciliación del método fenomenológico y el materialismo dialéctico marxiano. Pronto se alejó de Heidegger y entró en el grupo fundador (con Horkheimer, Adorno, Fromm y otros) del Instituto de Investigación Social, con sede en Frankfurt. En ese época se dedicó fundamentalmente a la relectura de la obra de Hegel y a la reinterpretación del marxismo, pero también trabajó en una investigación histórico-sociológica sobre autoridad y familia (1933). De esa época es su obra titulada La ontología de Hegel y la fundamentación de una teoría de la historicidad [Frankfurt, 1933].

Como la mayoría de los miembros más conocidos de la Escuela de Frankfurt y como casi todos los marxistas alemanes de la época (entre ellos Korsch, Grossmann y Brecht), Marcuse tuvo que exiliarse cuando se produjo la subida de Hitler al poder. Después de una corta estancia en Ginebra y en París, llegó a Estados Unidos en 1934. Allí trabajó inicialmente en el Instituto de Investigación Social de la Universidad de Columbia, en Nueva York. Fruto de ese trabajo fue su obra Razón y revolución. Hegel y el nacimiento de la teoría social, escrita en 1939 y publicada, ya en inglés, en 1941. Esta obra se inscribe en la continuación del proyecto de la Escuela de Frankfurt, una de cuyas líneas esenciales fue la relectura o reinterpretación crítica de las obras de Hegel y de Marx a la luz de los acontecimientos principales del siglo XX.

Para ubicar el pensamiento de Marcuse hay que tener en cuenta que uno de los puntos de partida de la Escuela de Frankfurt ha sido la admisión de la perspectiva metodológica de Marx: su concepto de la dialéctica como punto de vista que quiere separarse por igual de la metafísica especulativa (Hegel) y del positivismo (Comte). Pero con una diferencia: mientras que en Marx la dialéctica apuntaba hacia la transformación radical del mundo (el socialismo) y se presentaba, en esta voluntad de transformación (y en alianza con la ciencia), como superación de la filosofía, en la Escuela de Frankfurt se da la primacía, por una parte, al análisis de la subjetividad (no al proceso histórico objetivo) y, por otra, al momento de la negatividad (no al momento de la síntesis o de la resolución). La dialéctica de la subjetividad y de la negación es ya la filosofía misma por excelencia: la filosofía no es praxis realizada, es ética de la resistencia. Si se compara con Marx y con Hegel, la dialéctica de la Escuela de Frankfurt no es una dialéctica de la objetividad y del proceso histórico que acaba positivamente en una reconciliación; es dialéctica de la subjetividad, dialéctica negativa, dialéctica de la tensión permanente, sin conclusión, dialéctica trágica, abierta, dialéctica de la ambigüedad y de la paradoja, dialéctica de la interrogación. De ahí ha partido también Marcuse, aunque poco a poco iría alejándose también de las conclusiones de Horkheimer y de Adorno. Durante la segunda guerra mundial y hasta 1950 Marcuse fue inicialmente colaborador científico de la Oficina de Servicios Estratégicos del Departamento de Defensa y luego trabajó en un organismo vinculado al Departamento de Estado. Después de la guerra volvió a incorporarse a la Universidad de Columbia en el marco de un Instituto de investigaciones sobre Rusia. Más tarde pasó a Harvard a un Instituto de características parecidas. En ellos se dedicó fundamentalmente al estudio de la filosofía y de la ciencia soviéticas del período estaliniano. En esos años escribió El marxismo soviético. Un análisis crítico (obra que no fue publicada hasta 1958).

A pesar del carácter crítico de la obra sobre el marxismo soviético que estaba escribiendo, Marcuse tuvo que dejar Harvard en 1955. Pero fue contratado por la pequeña universidad de Brandeis, en Massachusetts. Ese mismo año publicó una de sus obras más conocidas: Eros y civilización, obra que conocería varias reediciones posteriores. En su primera edición Eros y civilización llevaba este subtítulo: "Contribución a Freud". Pero más que una contibución al conocimiento de Freud, la obra es una reinterpretación de algunos conceptos de Freud en diálogo crítico con él (particularmente con el Freud de El malestar de la cultura), una investigación filosófica sobre Freud con intención sociopolítica, según la cual la teoría de Freud oculta una base revolucionaria para una sociedad libre.

Estando en la universidad de Brandeis Marcuse inició una investigación filosófico-sociológica sobre la sociedad industrial en el capitalismo avanzado, y más concretamente en los EE.UU. de Norteamérica. El resultado de esta investigación fue El hombre unidimensional, cuya primera edición salió en Boston, en 1964. La orientación de esta obra le llevó a entrar en conflicto con los órganos rectores de la Universidad de Brandeis, por lo que no le fue renovado el contrato. En 1964 Marcuse fue contratado por la Universidad de Berkeley, en California, que entonces tenía fama de ser la más liberal de los EE.UU. Ese mismo año comenzó allí la protesta estudiantil, que luego se extendería a otras universidades norteamericanas y europeas. En ese marco Marcuse publicó su ensayo sobre "La tolerancia represiva" en un volumen colectivo que llevaba por título Una crítica de la tolerancia pura.

A partir de esta publicación Marcuse empezó a ser considerado como el principal mentor del movimiento estudiantil, lo que en cierto modo constituye una paradoja puesto que el movimiento estudiantil norteamericano había hecho suyo el eslogan de que hay que desconfiar de todo aquel que tenga más de 30 años y Marcuse por entonces pasaba ya de los sesenta y cinco. Pero, en cualquier caso, también esta leyenda se basa en hechos: Marcuse fue uno de los pocos profesores de Berkeley que apoyó desde el principio la rebelión de los estudiantes y el que mejor conectó, entre las personalidades salidas de la Escuela de Frankfurt, con los estudiantes rebeldes berlineses (criticados primero por Theodor Adorno y luego por Habermas); además, su tesis sobre el carácter liberador, antirrepresivo, de la creatividad artística y de la imaginación y su idea de que el sujeto de la revolución, en una sociedad caracterizada por la "tolerancia represiva", podía desplazarse hacia la intelectualidad técnico-humanista o hacia los sectores marginales pero críticos de la sociedad capitalista parecía enlazar bien con algunos de los rasgos principales del movimiento social en curso tanto en Norteamérica como en Europa.

Para entender bien el concepto que recubre esta expresión, en principio autocontradictoria, de "tolerancia represiva" hay que tener en cuenta algunas otras cosas. Primero, que Marcuse estaba escribiendo en una universidad que pasaba por ser de la más liberales de la época, presidida por un rector humanista y con justa fama de liberal, pero que en el transcurso de la revuelta estudiantil acudió a la policía para reprimirla. Segundo, que este "liberalismo" no incluía el trato equitativo a las minorías y chocaba, por tanto, con el movimiento en favor de los derechos civiles y de la igualdad de oportunidades. Y tercero, que por entonces había comenzado el reclutamiento forzoso de soldados para la guerra en Vietnam, lo que afectaba a los recien licenciados en la universidad. Es en ese contexto, y en el marco más general de la "guerra fría", en el que la "tolerancia" se hace represiva o, si se prefiere decirlo sin contradicción verbal, deja de ser tolerancia (en el sentido que dio a esta palabra el pensamiento ilustrado).

Precisamente entre 1966 y 1967 los libros y ensayos americanos de Marcuse fueron publicados también en Alemania, lo que coincidió nuevamente con el estallido de la rebelión estudiantil en la Universidad Libre de Berlín. Marcuse fue invitado por los estudiantes alemanes a hablar en Frankfurt y en Berlín, donde, desde junio de 1967, se estaba desarrollando el movimiento denominado "Universidad Crítica". La prensa alemana, y principalmente el influyente semanario "Der Spiegel", presentaron reiteradamente a Marcuse como el teórico de este movimiento, que en los meses siguientes se extendió a las universidades italianas y se prolongó hasta el mayo-junio de 1968 en París. En ese período, y todavía durante los primeros años de la década de los 70, el pensamiento de Marcuse se hizo muy popular. Y no sólo entre los estudiantes universitarios. "La tolerancia represiva", la segunda edición de Eros y civilización (a la que Marcuse añadió en 1966 un prólogo directamente político) y El hombre unidimensional fueron traducidas a todos los idiomas cultos y alcanzaron tiradas muy notables en inglés, alemán, francés, italiano y castellano. Se publicaron numerosísimas entrevistas con Marcuse y varios libros en los que se recogían sus conferencias y discusiones con los estudiantes universitarios alemanes. La más interesante de esas publicaciones es El final de la utopía (Berlín, 1967).

Marcuse se mantuvo intelectualmente activo casi hasta el final de su vida. En sus últimos años, después del reflujo del movimiento estudiantil tanto en Estados Unidos como en Europa, revisó sus obras más conocidas, analizó el cambio de fase que se estaba produciendo en un ensayo titulado Contrarrevolución y revuelta (1972) y trabajó en cuestiones relacionadas con la filosofía del arte en una línea muy próxima a la de Adorno. Al final de su vida publicó Die Permanenz der Kunst (1978), traducida al castellano como La dimensión estética. En España, la censura franquista de la época fue relativamente benévola con la obra de Marcuse. En 1968, antes y después del mayo francés, se publicaron casi simultáneamente, tres de los escritos más significativos de Marcuse: "La tolerancia represiva", en la revista Convivium nº 27, con una introducción de Miguel Siguán; Eros i civilitzaciò, traducción al catalán de J. Solé Tura (en Edicions 62) y El final de la utopía, en traducción de Manuel Sacristán (dentro de la colección Ariel Quincenal). En los años inmediatamente siguientes se publicaron también una selección de ensayos sobre política y cultura (en traducción de Juan Ramón Capella para Ariel Quincenal) así como La ontología de Hegel y la fundamentación de una teoría de la historicidad (en Ediciones Martínez Roca).

De todas las obras filosófico-sociológicas influyentes a finales de los sesenta y comienzos de los setenta la de Marcuse ha sido, sin duda, la que más críticas cruzadas recibió. Se le criticó en Estados Unidos y en Europa occidental tanto desde la perspectiva liberal como desde el marxismo y el anarquismo. En unos casos se acusó a Marcuse de teorizar y justificar la violencia de los estudiantes rebeldes; en otros (como, por ejemplo, el de Cohn-Bendit, principal dirigente de los estudiantes rebeldes de París) se le acusó incluso de ser (o haber sido) un agente de la CIA. Con la distancia que da el tiempo hay que decir que la valoración de la obra de Marcuse suscita una paradoja. Su interpretación de Marx y del marxismo fue seguramente tan unilateral como su interpretación de Freud y del psicoanálisis, lo que justifica no pocas de las críticas académicas y científicas que se hicieron entonces a Eros y civilización y a El hombre unidimensional. Entre ellas las críticas de Galvano della Volpe, de Manuel Sacristán o de Paul Matick en el ámbito ideológico, filosófico y socioeconómico, respectivamente. Pero el verdadero interés de Marcuse no está en las interpretaciones que hizo de otros autores (Hegel, Marx, Freud o Nietzsche) sino precisamente en que esta relectura suya, por filológicamente equivocada que haya estado, apuntaba, al distanciarse críticamente, hacia un tipo de novedades y preocupaciones propias del capitalismo avanzado mucho más sugerentes que la mayoría de las teorizaciones del momento que, eso sí, tal vez fueron más respetuosas que la suya con los clásicos.

Es posible, pues, que la mayoría de sus críticos hayan tenido razón al criticarle en el detalle. Y, sin embargo, él supo captar mejor que la mayoría de sus críticos una dimensión de la nueva utopía que se estaba abriendo paso entre los jóvenes de mediados de los años sesenta. Analizó con acierto, ya a principios de la década de los cincuenta, lo que era el marxismo soviético en su dimensión teórica; vió con claridad donde estaba la diferencia entre éste y el llamado "marxismo occidental"; invirtió el punto de vista de Freud y facilitó así una perspectiva para corregir el principal defecto del marxismo tradicional, su pecado de origen: la ausencia de psicología; leyó a Marx con una óptica neorromántica pero esto le permitió ampliar el sentido del concepto de alienación más allá de la explotación económica y fijarse así en las nuevas necesidades inducidas, también entre los de abajo, en una sociedad consumista; vió como nadie el papel que juega en el capitalismo tardío la desublimación institucionalmente controlada y la mecanización del sexo; y a pesar de que, como Walter Benjamin, cifró la esperanza en los que no tienen esperanza, cuando éstos se rebelaron supo estar con ellos. Y tenía entonces setenta años.

Dez.99
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