EL CONGRESO DE VIENA

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En 1814, después de la primera abdicación de Napoleón, los "aliados" consintieron a regañadientes en la restauración de los Borbones en Francia. Sabían quién era el conde de Provenza, hermano de Luis XVI, por que desde el año de 1807 vivía en Hartwell pensionado por el gobierno británico.

Los aliados, esto es el zar, el emperador de Austria, el rey de Prusia, y Wellington, que estaban reunidos en París, se dejaron convencer por Talleyrand, quien obtuvo el voto del Senado para que el hermano de Luis XVI fuera a Francia a establecer un gobierno. El Senado, único engranaje de la maquinaria gubernamental subsistente después de la abdicación de Bonaparte, redactó un proyecto de constitución para salvar del naufragio algunas de las conquistas revolucionarias, el conde de Provenza, rey de Francia, antes de llegar a París, el 2 de marzo de 1814, consintió en confirmar algunas conquistas revolucionarias en documento solemne dado en Saint – Ouen. Prometió que "no inquietaría a nadie por sus opiniones, que se podrían expresar libremente de palabra y por la prensa; que toleraría los cultos no católicos, que los impuestos se votarían en el Parlamento y que gobernaría con un Parlamento representativo de dos Cámaras".

La mayoría de estas concesiones se incorporaron a la Carta Constitucional, y el nuevo rey tomo el nombre de Luis XVIII, por que se suponía que el del fín había reinado en la cárcel del Temple y que por tanto había habido un Luis XVII. Francia no podía haber estado ni un minuto sin rey. Para los monárquicos, Convención, Directorio e Imperio no habían existido; eran sueños, la Carta Constitucional se fecho en 1814, "año 17 de mi reinado" esto es, que Luis XVIII había reinado ya 17 años cuando principe emigrado, era rey en sus destierros. Así quedaba a salvo la legitimidad.

Pero que el péndulo iba inevitablemente hacia la derecha lo prueba la Constitución que redactó Napoleón a su regreso de la Isla de Elba, durante los Cien Días. A la noticia de su llegada, el Borbón escapó a toda prisa y Bonaparte trató de restaurar rápidamente, no el imperio, sino las libertades republicanas. En sus alocuciones empleó otra vez la palabra "ciudadano" para dirigirse a los franceses; dijo que había regresado para restaurar los principios revolucionarios y que no quería ser más que emperador de una República francesa. Iba a hacer justicia en los traidores a la causa revolucionaria.

Napoleón proponía gobernar como antes de su abdicación como emperador, y sus concesiones no superaban las de Luis XVIII.

Watrloo produjo una nueva ocupación de París por los aliados, quienes esta vez para castigar a Francia por haberse puesto de nuevo del lado de Bonaparte, exigieron indemnización, ocupación e intervención. La indemnización, fijada en ochocientos millones de libras, se rebajo a setecientos, la ocupación por siete años se redujo a cinco, y la intervención consistió sencillamente en que por varios años los ministros del rey de Francia (otra vez Luis XVIII) tenían que consultar cada semana con los embajadores de los aliados, reunidos en la casa de Wellintong en París. Este fue el precio de cien días más de imperio.

Después de Waterloo regresó Luis XVIII y empezó el régimen constitucional borbónico, que fue sirviendo de modelo a casi todas las naciones europeas. Se conservaron las instituciones establecidas durante el imperio: Códigos, Concordato, Legión de Honor y hasta la nobleza imperial. Sólo se abolió el divorcio, "por que deshonraba en Código Civil, que era todavía en Napoleonico.

Se ha dicho que francia fue una sociedad democrática administrada por una burocracia centralizada; pero si lo de burocracia era cierto, lo de democracia resultaba dudoso. A lo único que tenía derecho un francés a principios del siglo XIX, era a ser burócrata. Las libertades de sufragio universal, libertad de prensa, etc. pronto quedaron sólo en papel y nunca fueron llevadas a la practica.

Así y todo Francia postnapoleonica quedo como un faro, un modelo de liberalismo para las demás naciones europeas.

Después de todos los trastornos causados por las guerras de Napoleón, los principales monarcas de Europa se reunieron en Viena, donde se celebraba un congreso para liquidar los innumerables problemas internacionales que había planteado el desastre napoleónico. Asistían al congreso noventa soberanos reinantes y cincuenta y tres plenipotenciarios de principes o estados desposeidos que reclamaban la restitución de si sus dominios.

El congreso se inauguro en octubre de 1814, y entre fiestas y recepciones duró hasta el 8 de junio de 1815, en que se firmó el acta final. Con excepción del zar, los personajes más importantes no fueron los cuatro monarcas que lo habían convocado (Inglaterra, Austria, Rusia y Prusia), sino Metternich y Talleyrand. El zar era todavía el mismo Alejandro I que había abrazado a Napoleón en Tilst y brindado por la eterna amistad con el gran hombre de Erfurt.

Metternich, también joven, actuaba por cuenta del emperador de Austria que como anfitrión del congreso, no tenía tiempo ni paciencia para seguir las negociaciones. El tercer protagonista del congreso de Viena fue Talleyrland. Llegaba con el bagaje de su pasado revolucionario, lo que hizo muy difícil que pudiera manejarse al principio. Y sin embargo, su talento insuperable, su natural urbanidad, sus audacias en los momentos favorables, le hicieron el jefe de la oposición y después del zar y Metternich, la figura más importante del Congreso.

A pesar de que Talleyrland, tenía que aceptar que Francia era la derrotada y la castigada en Viena, tenía una ventaja que hacía siempre valer en sus escarceos con los aliados. Repetía que Francia no quería aumento de territorio, hasta renunciaba a la utopía revolucionaria de las fronteras naturales. Tanta generosidad francesa era forzada. Sin embargo maniobrando hábilmente e intercalando sus malsonantes "derechos imprescindibles", "restauración de gobiernos legítimos", "conservación del derecho público", independencia de pueblos", Talleyrand ganó la partida.

Las bases convenidas de antemano eran la suerte que tocaba a alguna de las victimas de la Revolución y del Imperio. Austria se anexaba el Véneto y la Lombardía; el rey de Cerdeña recibía Génova y se pretendía que renunciara a Saboya, aunque al final pudo conservarla; Bélgica, reunida con Holanda quedaría libre de las apetencias de Francia e Inglaterra. Los territorios de la orilla izquierda del Rin (conquistas de la revolución) se le devolvían a Alemania, parte a Prusia, parte a Baviera. Con estas bases preestablecidas, Talleyrland sólo podía jugar con los territorios cuya suerte no estaba jugada por el tratado, esto es: Polonia, Italia, (menos Véneto y Lombardía) y las fronteras interiores de los estados alemanes. Había posibilidades de satisfacer con estos jirones de Europa a muchos ambiciosos. Por lo pronto fue sacrificado Murat, que en los Cien Días se había puesto del lado de napoleón. Su reino de Nápoles fue reintegrado a los Borbones para satisfacer al agente de Fernando VII, rey de España.

El momento crítico del congreso fue cuando el zar y el rey de Prusia llegaron a un acuerdo respecto a los territorios que se asignaban mutuamente en Polonia y en Sajonia. Para compensar a Prusia de que el zar recibiera Varsovia, Alejandro permitió que Prusia se engrandeciera a expensas de Sajonia. El rey de Sajonia había sido fiel a Napoleón hasta el último momento, había que castigarle por lo menos con una disminución de sus estados. Cuando Talleyrand se entero de esta arreglo, convenido a espaldas del Congreso, intrigó de tal manera que hasta llegó a combinar una alianza de Francia, Inglaterra y Austria para impedir el reparto.

Pero el zar dio orden a sus tropas de retirarse de Sajonia, lo que equivalía a entregarla a Prusia, dando a comprender así que contrariarlo significaba la guerra. Y quien podía atreverse a desencadenar otra guerra en Europa después de Napoleón.

Inglaterra asistía a estos regateos procurando sólo que pasasen olvidadas sus conquistas, que estaba decidida a conservar. Estas eran: Malta, Heligoland, Ceilán, Colonia del Cabo, y Trinidad. Por haber sido traidor a Napoleón, que lo había colocado en el trono de Suecia, Bernarbotte recibió además en premio Noruega.

El acta definitiva del Congreso (8 de junio de 1815) va acompañado de una especie de concilio que garantiza la neutralidad de Suiza y la libre navegación de los ríos de Europa. Los aliados, por lo visto satisfechos de su tarea geográfica y política se comprometieron a reunirse de nuevo periódicamente para decidir las medidas necesarias al mantenimiento de la paz europea y para concertar la represión, caso de que las corrientes revolucionarias volvieran a alterar a Francia y como consecuencia a amenazar la paz de los demás estados.

Pero el epílogo del congreso de Viena fue la Santa e indisoluble Alianza con que se pensó iniciar un nuevo régimen de paz y gobierno cristiano en todo el haz de la tierra. Lo firmaban como autores el emperador de Austria, católico; el zar de Rusia, ortodoxo de la iglesia griega; y el rey de Prusia, protestante. El rey de Francia se adhirió por diferencia al zar.

Los reyes de la Santa Alianza se habían comprometido a ayudarse mutuamente para combatir el mal revolucionario y esto producía un principio de solidaridad europea. Pero la dificultad es que aquella Paneuropa se establecía sólo para atajar la revolución y, para mayor desgracia, los monarcas aliados no coincidían en definir lo que era revolucionario o lo que era legítimo y deseable. Para Metternich y su amo el emperador Francisco, Constitución y revolución eran sinónimos. Para el zar, el tratamiento paternal que se comprometía a aplicar a los pueblos por el acta de la Santa Alianza era compatible con la Constitución.

Mientras, en otros países, la revolución tenía no sólo un carácter constitucional, sino antimonárquico y con aspiraciones de cambiar las fronteras, y esto ya no podía tolerarse. La Santa Alianza intervino para aplacar focos revolucionarios que hasta el zar consideró peligrosos, en Nápoles y el Piamonte. Las expediciones de policía en Italia corrieron naturalmente a cargo de Austria. Se hubo también de intervenir en Alemania y en Polonia. La revolución, apagada en la superficie, parecía comunicarse de un país a otro a través de canales subterráneos. La masonería internacional por esencia acabaría por transformar los diferentes grupos nacionales de conspiradores en una gran fraternidad con algo de místico y religioso.


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