Marco Levario Turcott
Los dragones de la violencia y media
Evitemos falsos debates: en la crítica que enseguida hago a las caricaturas
Dragon Ball, Dragon Ball Z y Ranma 1/2 no me sustento en una moral victoriana
ni en una visión autoritaria que clame por censurarlas (tampoco creo
que la preparación de mi hijo sea similar a la del linebacker de los
Vaqueros de Dallas). Pretendo, eso sí, en primer lugar cuestionar su
contenido concibiéndolos como programas para adolescentes y adultos y,
en segundo lugar, desentrañar la apología de la violencia que
subyace en ellas.
El contenido central de esas caricaturas es la violencia sin ton ni son, sin razón ni justificación; las imágenes son brutales y, sin duda, tienen un impacto entre los niños.
Creo que el empleo de la fuerza no tiene justificación alguna (así sea enarbolando principios supuestamente libertarios), menos cuando el pequeño Gokú se lanza a tirar patadas e intercambiar golpes sin motivo en contra de un villano que lo mismo puede sacarle el corazón a su contrincante y exhibirlo todavía palpitando frente al público, que salir corriendo porque le anda del baño. Pero no sólo las imágenes sanguinolentas llaman la atención, también el hecho de que sus protagonistas carezcan del más elemental sentido de la tolerancia, la solidaridad y el apego entre ellos.
Esas son algunas razones por las cuales no conviene aducir que aquellos programas reflejan la realidad (ni todo en la vida es violencia e indefinición sexual ni todos los jóvenes tienen ese sentido exacerbado de individualismo e indiferencia frente al entorno, por más y que esa sea una moda tan exitosa y pasajera, espero, como las caricaturas en cuestión). Desde luego que cada quien educa a sus hijos como quiere y puede: yo, por mi parte, estoy convencido de una niñez llena de fantasía, versátil y heterogénea donde, por supuesto, el conflicto se expresa en todos los órdenes pero no se dirime a madrazos. Ni por asomo le diría a mi hijo, por ejemplo, que Santa Claus y los Reyes Magos no existen por más y que alguien me tire un rollo sobre la realidad y el mecanismo atroz del mercado. Tampoco lo apabullaría de las bondades para ir a votar en las elecciones si aún no tiene la edad para hacerlo. Menos lo vestiría un día de niño y otro de niña para prepararlo mejor en su definición sexual.
Convengamos algo: los juicios aquí expuestos, equivocados o no, forman
parte de un código de raciocinio que, en los niños, apenas comienza
a formarse. Por eso justamente creo, como los demás, en la aspiración
de los padres para mirar la tele en familia sin dejar de tomar en cuenta dos
cosas:
a) Si puedo estar con mi hijo, mejor juego a pintar, tirar soldados con canicas
y hasta unas luchitas me aviento con él.
b) Como un mecanismo de socialización que es entre los niños,
la plática sobre los episodios de Dragon Ball y Ranma 1/2 es obligada
y, en estas vicisitudes, no hay nada más desconsolador que un chaval
aislado; él necesita mirarlas. Como yo trabajo, y supongo que eso hace
la mayoría de los padres, preferiría que cambiaran de horario;
la niña-niño podría salir al aire a las nueve de la noche,
cuando uno está en la cena y puede decidir si la ve y la comenta con
su hijo. Un día Dragon Ball y otro Ranma 1/2 podría ser una medida
interesante.
El quid de todo este asunto es reprobar constantemente, testarudamente, el empleo de la violencia y el individualismo extremo de la competencia. Sí, hay que mostrarles a los niños el mundo tal cual es, pero intentando sembrar el espíritu de cambiarlo. Así, tal vez, dentro de 150 años, nuestros tataranietos estén diciéndole a sus hijos que hubo alguna vez una industria de la caricatura que ganó mucho dinero con la apología del enfrentemiento y la sangre; los japoneses estaban dolidos con lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial y del desastre hicieron negocio. Los niños podrían sonreír y hasta acotar: eso fue parte de la prehistoria. Tal vez.
Marco Levario Turcott, subdirector de etcétera en línea, es papá
de Emiliano, que tiene cinco años.
Correo electrónico: mlevario@etcetera.com.mx