Alfa. Revista de la AAF.


El fantasma de don Miguel.

Pedro Cerezo Galán. (*)


El suceso, que voy a relatar, me ocurrió en la Casa- Museo de Unamuno en Salamanca. No he querido recogerlo en mi reciente libro, Las máscaras de lo trágico por temor a ser tenido por visionario. Es tan insólito y maravilloso, que cualquier cuerdo lo tomará por ensueño o desvarío. Pero aquí, en este pequeño grupo de cofrades y amigos de don Miguel, que conocemos los secretos de su casa rectoral salmantina, confío en que no seré mal comprendido. Y, por lo demás, os prevengo por si un día os ocurre otro tanto. Me encontraba yo recopilando algunas notas para mi trabajo, solo en la sala de la biblioteca, - no sé si en la casa, pues acababa de oír la voz del conserje despidiendo al último visitante del museo unamuniano, que finge la íntima y apacible atmósfera de su hogar. Atardecía un día crudo de febrero y el clamor de algunas campanas imprecisas, ya próximas, ya lejanas, unido a la fatiga de toda una jornada de voraz lectura me hizo, por unos momentos, vagar en la ensoñación. Estaba preocupado por cómo cerrar mi libro, y había varias cuestiones que me obsesionaban y para las que no tenían respuesta. El enigma de su obra, o lo que tanto vale, de su personalidad me tenía caviloso y ensimismado. Las dos lámparas sobre la rústica mesa bañaban la estancia en una luz dorada de pergamino, mientras las primeras sombras de la noche trepaban por la parra yerta del balcón de la Rectoral. Desde múltiples ángulos de la sala me envolvía la mirada, irónica a veces, melancólica otras, de los diversos retratos de don Miguel, que allí cuelgan. Ya alguna vez me había ocurrido clavar mi vista en aquellos rostros muchos y sostenerla largo tiempo hasta el punto de que palpitara la visión. Pero ahora eran ellos los que me miraban a mí, - yo diría que me espiaban- y tuve el estremecimiento de estar a solas con él. Oí unos pasos sordos sobre la madera del corredor, y pensé que el conserje venía a anunciarme, como cada día, el consabido cierre. Se entreabrió la puerta, pero el que estaba allí plantado como un árbol oscuro y recio, ya blanqueándole la negra barba, y con la mirada más íntima y entrañable que jamás haya visto, era él. Vaciló un instante al notar mi cara de asombro, hizo un gesto como de volver sobre sus pasos, y como yo me levantara impaciente se decidió a entrar.

- Vengo a anunciarle, amigo, que ya es hora de tomarse un descanso. Está Ud.. realmente fatigado...

El tono de su voz, quedo y susurrante, como de poeta, su aspecto amable, yo diría que hasta afectuoso y tierno, casi paternal, y sobre todo, aquello de llamarme "amigo" me hicieron tranquilizarme, pero aún no salía de mi asombro. Viendo que yo callaba, prosiguió.

- Lo vengo observando desde hace días, y lo veo tenso y nervioso, con síntomas claros de fatiga. Tómese Ud.. algún respiro. Respiro de silencio, claro está.

- Gracias, don Miguel, pero más que cansado estoy perdido, extraviado y no sé cómo salir. Es Ud.. una "selva selvaggia" - balbucí apenas en tono halagador- Sonrió y le brillaron dos húmedos ojos azules tras las gafas, mientras me recitaba a media voz:

- Ah quanto a dir qual era è cosa dura esta selva selvaggia e aspra e forte che nel pensier rinova la paura".

El Dante. ¡Cómo le gusta dramatizar!

- Casi tanto como a Ud.. - me atreví a replicarle.

- Creo que está Ud.. en lo cierto. A la vida, como al amor, le siente bien un poco de exageración. Los que no exageran es que no viven en demasía. Y, por tanto, ni sienten ni padecen, ni vibran ni obran.

- Y "existir es obrar" - repuse yo, como un alumno aplicado.

- Sí, eso dije, quizá con demasiada insistencia, porque en este país de aturdidos y perezosos, toda demasía era siempre poca. Por lo demás, cuando la fuente se llena, rebosa. Así de sencillo. Derramarse es el destino de la vida henchida . Y otra vida me aburre; a mí no me interesa.

- Pero no cree que antes que obrar, existir es padecer.

Titubeó, sintiéndose interrogado, él que había sido siempre el encuestador. Entonces me di cuenta que estábamos los dos de pie. Quise invitarlo a sentarse, pero me pareció una grave descortesía estando en su casa. Porque estábamos en su casa, y casi podía percibirse el afanarse de alguien en la vieja cocina, frente al salón, y ruidos confusos, apagados, como de una casa viva. Debió de leer mi pensamiento.

- Sabe que soy un andarín, pero no soy de esos que piensan peripatéticamente. Cuando paseo me dan ganas de soñar. Para pensar tengo que pararme, como decían los griegos. Pero Ud.. Está realmente cansado. No sé si es el mejor momento para una conversación, que exige tener a punto todos los sentidos.

Le rogué que se quedara, y parecía feliz haciéndose de rogar. El ambiente de la sala se volvía más íntimo y acogedor. Nos sentamos en el extremo de la mesa, uno frente al otro, junto al balcón, por donde entraba ya a raudaales la noche. Ya me había repuesto totalmente de mi sorpresa y estaba como en éxtasis. No podía creerme que estuviera allí, frente a mí, con aquel aire misterioso y ensimismado. Y yo estaba ávido de sus palabras como un buen discípulo.

- Decía Ud.. que existir es ante todo padecer. Lleva razón. Al igual que los grandes pensamientos, también las grandes obrar vienen del corazón. Seguro que recuerda Ud.. aquello, que escribí ya hace algún tiempo de que "Dios planta un secreto en el alma de cada uno de los hombres, y tanto más hondamente cuanto más quiera a cada hombre; es decir, cuanto más hombre le haga. Y para plantarlo nos labra el alma con la afilada laya de la tribulación". Sólo obra de veras quien realiza su secreto o vocación, como Ud.. quiera llamarlo, y el secreto está plantado en el surco más profundo que la necesidad ha abierto en el alma.

- Y ¿quién lo planta en el alma, Dios o la realidad? - inquirí yo, deseoso de llegar a temas de gran alcance.

- ¿No es al cabo lo mismo? - me volvió a preguntar él- . Si por realidad no entiende Ud.. el mundo plano de los sucesos, sino el hecho vivo, el hecho de que surge todo sentido, cuando nos toca en el alma. Dios también tiene su secreto, y por eso sufre, y quiere realizarlo y compartirlo.

- Ah, sí - continué yo, cayendo en la cuenta- el secreto de la vida humana, lo que Ud.. llama "el ansia de más vida", pero eso es nuestra hambre de Dios, si lo he entendido bien.

- Dice Ud.. bien, el hambre de Dios, pero no solo la que le tenemos, sino la que él nos tiene, pues Dios también nos necesita. Si El nos aspira hacia lo eterno e infinito, nosotros lo concretamos y realizamos en lo finito.

- Recuerdo a este propósito su teoría de la doble proyección: Dios es la proyección del hombre al infinito, y el hombre la proyección de Dios a lo finito, ¿no es así?, pero en todo esto parece darse un círculo vicioso.

- ¿Es Ud.. acaso de los razonadores lógicos? - me espetó de golpe, mirándome burlonamente.

- No, - me excusé- , o, al menos, no del todo, aunque es posible que para Ud.. apeste a academia. En todo caso, no me negará que se trata de un círculo.

- Sí, claro, y de radio infinito, y si el radio ha de ser infinito, concluya Ud.. mismo.

- Ahora es Ud.. el que se vuelve razonador - me atrevía a devolverle el requiebro.

- Yo he sido todo a la vez, razonador e irrazonador, cuando así lo requería la causa que llevaba entre manos.

- Eso, don Miguel, - me atreví, jugándomelo todo- me suena a sofista.

- No se preocupe. También me llamaron sofista. La diferencia, amigo, está en la causa y en la intención.

- Pues bien, como razonador, le diría que si el radio ha de ser infinito el centro debe estar en lo más originario y profundo.

- Luego, en la raíz de la vida universal - completó él- , y puesto que el hombre está implantado en esta vida, y la lleva en sí como una simiente en esperanza, su proyección a lo infinito le viene del impulso originario de este centro.

- Algo así como lo eterno en el hombre - dije yo- . ¡Por algo le apasionaba a Ud.. tanto Spinoza!

- Aunque aquel judío desesperado - agregó él- fue incapaz de sentir la personalidad de Dios, e invirtió el sentido de esta proyección en la deducción de un puro teorema lógico, inmutable e impasible.

- Luego Dios sufre.

- No creo en otro Dios que en un Dios sufriente. Y porque sufre, he escrito en algún lugar, "exige nuestro amor, y porque sufrimos nos da el suyo y cubre nuestra congoja con la congoja ete4rna e infinita".

- Ese es el Dios cristiano - repuse convencido- el Dios intrahistórico del pueblo de España.

- Ya he dicho que lo que me gusta del Dios cristiano, como lo llama es que "fue la revelación de lo divino del dolor, pues sólo es divino lo que sufre". Yo diría simplemente de Dios.

- Pero ¿cómo puede ser divino el sufrimiento y salvarnos de la muerte?

- Si es sufrimiento de amor, pues sólo el amor salva. Esa es la diferencia fundamental entre la lógica y la biótica. Un Dios lógico es un dios inerte. Habría que condenarlo ante el tribunal del sufrimiento humano.

- Ahora comprendo su inquina contra el teísmo. Un dios racional y razonador a lo sumo explica un "ordo geometricus", pero no justifica un "ordo amoris".

- Así es, así es... - y se quedó ensimismado.

- Si ni teista ni ateo, ¿es acaso Ud.. panteísta don Miguel? - le pregunté bruscamente, sacándolo de su arrobamiento.

- Vaya, se ha pasado Ud.. del dualismo maniqueo a la dialéctica. ¿Es acaso Ud.. de los que tienen una fe carbonaria en la posibilidad de la síntesis?

- Confieso que la tuve en otro momento, acaso como Ud.. mismo, pero hoy, y en parte leyéndole a Ud.., me he vuelto más cauto.

- El panteísmo es una bella palabra, cargada de resonancias poéticas, pero no resuelve el problema - replicó él- . Porque yo no afirmo que todo sea Dios, sino que Dios es o está en todo, pero puesto que es persona, personifica. El amor personifica todo. No sólo da vida, sino que genera conciencia. Por eso no puedo ser panteísta, porque la comunidad de personas no es confusiva sino participativa.

- Pero entonces corre Ud.. el riesgo de convertir a Dios en la comunidad universal o en la vida genérica de la humanidad.

- Eso no es más que un fetiche. Guárdese Ud.., amigo mío, de caer en semejante idolatría de papanatas. Sería preferible que fuera ateo o que fuera idólatra, porque al ateo le queda, al menos, el vacío del verdadero Dios, pero el idólatra ha saturado ese hueco con fetiches de su propia factura. Eso es lo malo del progresismo. Te quita la fe religiosa en el Dios vivo y personal, a lo que llama mitología, para crearte ídolos que no sobrepasan la estatura del hombre. Hasta la blasfemia es preferible al progresismo. Por eso prefiero la religiosidad intrahistórica de mi pueblo, que es religioso hasta cuando blasfema, a esa vaga y exangüe idolatría del progreso y la comunidad genérica. Sólo hay comunidad si hay personas, y la persona es cordial, y no lógica, es decir, es una realidad ética y poética y no un autómata espiritual. Por eso ya vio Kant que el reino de los espíritus es un noúmeno, que trasciende la historia.

Mientras hablaba noté por vez primera que se le encendía el rostro con una marca de carmín en las mejillas, y sus ojos por un momento tuvieron el brillo de un relámpago de cólera profética. Hubo un tenso silencio. Pude notar que alguien se acercaba a la puerta, alarmado quizá por el tono subido de sus palabras. Luego sonó un reloj, aunque no pude contar sus campanadas, y en medio del imponente silencio de la sala, siguió cantando el paso del tiempo con su interminable cadencia: tic- tac, tic- tac, tic- tac...

- ¡Qué extraño! - pensé yo- . En casa tengo todos los relojes parados, porque me intranquilizan, y aquí éste suena como una vieja canción de cuna.

- ¿No le parece como una canción de cuna? - repuso él, y entonces supe que realmente leía mi pensamiento- . Y la cuna - susurró apenas- invita al descanso.

Al comprobar que don Miguel podía leer en el fondo de mi alma, en lugar de amilanarme, me armé de una osadía especial, pues al cabo él sabía lo que estaba pensando. Por otra parte, ¡qué demonios!, ¿él no había predicado un culto hasta impúdico a la sinceridad? Pues a ser sincero.

- ¿Tiene Ud.. fe, don Miguel? - le miré fijamente a los ojos- pues, a veces, Ud.. jugó equívocamente con las palabras como aquello de "fe en la fe" o...

- No veo dónde está el equívoco, como no sea de parte de quien entiende. ¿No sabe Ud.. que la palabra, mientras más espiritual, más sentido tiene?

Acusé el golpe con una tosecilla nerviosa. Carraspeé un poco y me lancé al fondo.

- Pero la palabra espiritual no debe ser ambigua.

- No, sino en todo caso ambivalente o polivalente - sostuvo firmemente él- . Es la palabra símbolo, sobredeterminada en su propia riqueza. Nunca busqué otra. Si las mías fallaron no fue por voluntad de equívoco sino por no estar a la altura de un verdadero poeta, que es lo que quise ser siempre. ¿No está Ud.. de acuerdo?

- Lo estoy plenamente, aunque me alegro de que me lo certifique. Pero el poeta es un hombre de fe.

- Sí, en la palabra.

- Y la palabra es vida, según Ud.. mismo, ¿no es así?

- Luego fe en la vida, en la vida plena e interminable - repuso él- . Ya lo he dicho: "la fe es la conciencia de la vida en nuestro espíritu".

- Pero esa fórmula - le repliqué- no tiene un craso sabor inmanentista y vitalista.

- Por supuesto. No puede ser de otro modo. La vida se siente en el fondo del yo, en la interioridad de la conciencia, si es vida personal y original.

- ¿Eso es todo lo que Ud.. quiso decir con lo de "fe en la fe", creer en el poder de la vida?

- ¿Y qué otro poder puede darse si eliminamos el de la muerte, que es un antipoder? Llevaba razón Platón: la muerte no puede nada contra la vida. Es la falta de vida, la vida menguante, la que se entrega o refugia, impotente, en brazos de la muerte, para justificar su propia impotencia.

Temí meterme por un sendero metafísico tan intrincado. En el fondo, a mí lo que me interesaba es saber si tenía una fe explícita. Y aun a sabiendas de ser impertinente, puesto que él sabía lo que estaba pensando, le volví a preguntar a bocajarro:

- Pero ¿tiene Ud.. fe religiosa, quiero decir, una fe última y radical, si no teologal, en sentido ortodoxo, al menos...?

No me dejó terminar la frase:

- Pregunta Ud. como un inquisidor - me contestó broncamente.

- Perdone mi sinceridad, don Miguel, pero son muchos los que creen que Ud.. fue, en todo caso, un hombre religioso pero sin fe.

- No hubiera estado mal la fórmula siquiera como antídoto de los que tienen o creen tener fe sin religión. Como ve, es imposible salir del creer. Uno cree que cree, o cree que no cree, o no cree que cree... y así indefinidamente.

Para salir de aquel laberinto, en que parecía naufragar el asunto, me atrevía a ser más directo, aun a riesgo de pecar gravemente de inquisidor.

- Séame sincero, don Miguel, ¿creía Ud. en algo más que en la vida que siente Ud.. en sí mismo?

- ¿Cómo que sea sincero? - repuso airado, levantándose súbitamente del sillón con presteza- . No he sido en la vida otra cosa que un impúdico sincero en un país de mentirosos camaleones. Creí que ya se había agotado en España la larva de los inquisidores.

Me sentí ofendido, y opté por replicarle con igual energía.

- Ud.. don Miguel, lee en el fondo de mi corazón, como he podido comprobar. No me haga trampa. Le consta que mi pregunta no es la de un inquisidor, sino la de un amigo. No quiero juzgarlo, sino comprenderlo... Y tal vez de paso comprenderme.

Se serenó. Volvió a sentarse y se reclinó sobre el brazo del sillón con una aire incluso más relajado que antes de aquel contratiempo. La luz de pergamino destacaba el perfil enérgico de su cara en medio de las sombras del salón. Tenía un semblante realmente vigoroso, que irradiaba una profunda fuerza interior. Sólo sus ojos tímidos y brillantes ponían en el rostro una nota de ternura. Se atusó la barba, jugando con algunos mechones un momento como dubitativo. Luego, me miró a los ojos fijamente. Mientras hablaba se entretenía con una caña, a modo de lanceta, cortada por él mismo para escribir, como alguna que yo había visto sobre su escritorio. La restregaba con la palma de su mano, una y otra vez, como si quisiera afilarla.

- Si alguien me hubiera alguna vez preguntado esto, lo hubiera mandado a paseo. Perdone mi enfado, pero no me gusta que sus preguntas busquen certeza, sino simplemente que busquen. Las certezas nos aduermen.

- Esto lo he aprendido de Ud.. mismo. No quiero certeza sino participar de su verdad.

- ¿Cree Ud. que alguien puede creer sólo en su propia vida, si de verdad aspira a más vida?

- No, porque la experiencia de la fuerza propia expresa el testimonio irrefutable de la propia miseria, so pena de que se engañe uno a sí mismo.

- Por eso me dolía tanto mi miseria y la de mis hermanos en la común miseria universal. ¿Qué hacer entonces?

- Me imagino que caben varias posibilidades - agregué yo- . Por ejemplo, resignarse a la propia condición, o en el peor de los casos, ocultarla o rehuirla distrayéndose de ella.

- Ha olvidado Ud.. la posición más noble y vigorosa.

- Tal vez la de rebelarse ante ella.

- Sí, eso hice yo muchas veces. Pero no basta.

- Recuerdo su fórmula de la "resignación activa", que es una mezcla de resignación y combate.

- ¿Cómo una fórmula?, ¿eso le parece a Ud..? - protestó él- . Nada de fórmulas, amigo mío, una pasión y una acción a un tiempo. Alguien diría que no más que una paradoja. Pero la paradoja encierra la verdad compleja, polivalente, que escapa al pleno entendimiento. Quien aspira verdaderamente a más vida es aquel que siente más dolorosamente la insuficiencia de la propia.

- Es a lo que llama Ud.. sentirse de bulto o en tacto espiritual.

- Que es, a la vez - repuso él- percibir un poder y su falta, y sufrir por esta falta hasta el punto de generar un impulso a trascenderla.

- En fin - agregué yo- , "sacar fuerzas de flaqueza", como suele decirse. Pero todo eso me suena muy voluntarista.

- Como que es cosa de la voluntad.

- Quiero decir - precisé- muy desiderativo y utópico.

- No, de deseo no, que es inestable e impotente, sino de la voluntad, que quiere más vida. Y no las saca de la flaqueza, sino de la conciencia de que participa en una Vida universal, que es una potencia inexhausta.

- De nuevo lo eterno en el hombre.

- De nuevo. En vano podría el hombre aspirar a lo eterno si no se siente de esta estirpe. Recuerde lo que he dejado escrito a propósito de la voluntad: "y esa fuerza cabe decir que es lo divino en nosotros, que es Dios mismo, que en nosotros obra porque en nosotros sufre".

- ¿Y era en el fondo eterno de la Vida en sí en lo que creía Ud..?

- Así creo. La "fe en la fe" reduplicaba un acto de fe en la vida, que traspasaba la propia hacia una Vida universal.

- Pero, ¿por qué - inquirí yo- esta vivencia de lo eterno no le llevó a una vigorosa certidumbre?

- ¡Esto hubiera sido vivir en puro éxtasis poético! Pero mi poesía fue siempre cavilosa, quizá porque la vivencia de lo eterno en el hombre, es decir, en tiempo y finitud, es necesariamente de-fectiva o pri-vativa, quiero decir se deja sentir en la medida en que más se echa de menos su falta; y se echa a faltar mientras más hondamente se lucha por ella.

- ¿Y esta lucha la acrece? Quiero decir, la aumenta el echar de menos y el esforzarse más.

- Dice bien, por eso es agonía.

- Pero agonía ¿no equivale forzosamente a resignación y muerte? - pregunté yo.

- Yo diría más bien a desesperación y esperanza.

- A veces ¿creyó Ud.. no creer, y supongo que lo creería de veras?

- Claro está porque en la agonía hay tensión, y en la tensión pueden darse inevitablemente suertes contrarias.

- De todos modos, Ud.. tuvo la suerte de tener a su lado una creyente no agónica.

- ¿Lo dice por mi Concha? - y se le iluminó el rostro. ¿Quién sabe? Ni yo mismo lo supe, porque su inmensa fe en la vida se sobreponía a todo. Pero sospecho que su agonía, nunca confesada, fui yo, y que desesperó y esperó por mí en una lucha aún más recia que la mía. Y que venció en ella porque me traspasó parte de su esperanza. Esta fue su verdadera maternidad espiritual.

Pude notar que de sus ojos, más húmedos que nunca, le corría una lágrima. La dejó caer sin intentar enjugársela y fue a perderse en las guedejas de su barba oscura, donde brilló un instante como una perla.

- Las lágrimas son el rocío de las almas - musitó quedamente.

- Como las palabras su respiración - agregué yo- . Lo ha dicho Ud.. Y esas son las dos grandes lecciones que he aprendido d Ud.., el sufrimiento que salva y la palabra creadora.

- ¡La palabra creadora! - repitió ensimismado- . Esta ha sido la gran pasión de mi vida. La palabra es viento de libertad, y donde está su viento sopla el espíritu. Dios hizo el mundo con la palabra.

- ¿Creyó Ud.. acaso en la palabra, en su fuerza vivificadora?

- ¿Se puede ser escritor sin creer en ella?

- Pero no se esconde en esta fe - le argüí yo- el peligro de un idealismo semántico, que sueña el mundo a su medida.

- La fe en la palabra, puesto que es viento de libertad, es también fe práctica o moral, que lleva a la acción misma. En toda palabra de verdad está empeñada el alma. Si eso que llama Ud. idealismo semántico es también ético, no hay cuidado. Recuerda, sin duda, mi insistencia en aquello de que "creer es crear", que algún botarate de los muchos tomó por un puro ingenio verbal, como si pudiera darse una invención verbal que no sea un hallazgo de la vida misma. No supieron o no quisieron ver esos botarates que la fe es una creación desesperada.

- ¿Valdría también la recíproca para Ud., que tan aficionado fue al retruécano, de que toda creación de veras implica fe?

- Si es creación ha de ser de veras, y si no hay fe no hay creación, pues en el crear nos trascendemos más allá de lo que somos. Por eso no creo en la fe sin obras, sin obras de creación, quiero decir, como no creo en obras sin fe.

- Y ya que hablamos de fe, ¿por qué su inquina a la razón?

- ¿Cómo inquina? Olvida Ud.. que la llevaba dentro de mí, haciéndome guerra. Amé la razón, o lo que yo creí razón, que no era más que el seco entendimiento discursivo, hasta el empacho, y me precaví contra ella cuando advertí que el exceso de reflexión mataba en mí el apetito de la vida. Temí que el entendimiento me volviera tonto, tonto afectivo, emocional o cordial, pero por lo mismo rematadamente tonto. Pero aún así, no pude ni quise renunciar a la razón, pues la creación, sin su contrapunto escéptico, se vuelve insípida o visionaria.

- Ud.. eligió la incertidumbre por herencia - sentencié yo buscando una frase.

- Sí, pero la creadora, pues también hay incertidumbres vanas. Y no la elegí, sino que me eligió ella, posiblemente porque vio en mí un combativo.

- Es la vocación la que nos elige, no la incertidumbre.

- ¿Dónde ha viso Ud.. una vocación que esté exenta de dudas y titubeos? El secreto de cada uno, ya le dije, está enterrado en el fondo del alma, y sólo lo saca a luz el sufrimiento y la búsqueda incesante. Aun hoy no sé yo si acerté con el mío. Donde hay un símbolo hay una revelación originaria. El símbolo nos trasciende.

- Este asunto lo tengo más claro, don Miguel. Su vocación fue quijotesca, y ciertamente Ud.. no creó este símbolo o arquetipo, sino que lo encontró en lo más hondo de la tradición viva de nuestro pueblo.

- Ni yo ni Cervantes. Este es el secreto que Dios tenía plantado en el alma de los españoles, por eso compendia tan certeramente nuestra historia.

- Pero, al menos, Ud.. interpretó creadoramente ese símbolo.

- Porque todo símbolo genuino te hace creador, te vuelve hacia ti mismo por ser la raíz de ti mismo, al revés de lo que le ocurre con el falso, que te enajena.

- Ese don Quijote ya no es para Ud.., como aún lo era para Hegel, el caballero de la virtud.

- Nunca me han gustado esos términos, virtud, deber, ley... Aun siendo de carácter moral, hay en ellos algo de violento y compulsivo.

- ¿Caballero de la fe creadora?

- Eso ya es otra cosa. Y como don Quijote cree en la vida y la quiere eterna, lucha por merecerla.

- ¿No oculta esta fe una ilusión engañosa?

- Todo lo contrario, es una fe intrépida porque no se le oculta el ridículo. Sabe de su fracaso; ha elegido la derrota, con tal de no renunciar a su utopía.

- Esto es una loca esperanza.

- Toda esperanza lo es; al menos, así le parece a la razón, que es por lo visto la cuerda. Pero la esperanza es sensata, porque tiene que ver con el sentido.

- ¿Qué sentido? ¿El de la vida?

- El de la vida contra la muerte.

- ¿Y ¿en qué se puede cifrar ese sentido? - pregunté yo- .

- En el ansia de más vida.

- Pero esto es tautológico, don Miguel, ¡Ud.. tan enemigo de la lógica!

- Me opongo a la lógica, no por tautológica sino por inerte. Pero ésta no es la tautología de una forma, sino de un acto que se afirma a sí mismo.

- Sí - dije yo- ¿como el yo = yo de Fichte?

- No está mal, si no es una fórmula.

- No es una fórmula, sino una acción, o quizá mejor una hazaña.

- Cuando don Quijote gritó "yo sé quién soy" no hizo otra cosa que afirmar la tautología de su yo, queriéndose a sí mismo.

- Pero, ¿cuál es la sustancia de este acto da autoafirmación?

- La libertad - me contestó con presteza.

- ¿Y tendría sentido preguntarse para qué la libertad?

- Eso sólo se lo pregunta el esclavo. La libertad es el para qué último.

- Pero con la libertad pueden llevarse a cabo muchas cosas contrapuestas y hasta contradictorias.

- Sí, eso es lo grave. Puede volverse ciega o insensata. Pero en cuanto libertad está arraigada en la vida.

- Pero ¿qué es la vida si no es la puramente biológica? - pregunté yo impaciente.

- Esa no es verdadera vida, porque fracasa ante la muerte. Para saber qué es o mejor quién es la vida tendría que mirar Ud.. cara a cara sin aterrarse, como decía Hegel, al abismo de la muerte.

- Y ¿qué es la muerte?, si vale como orientación para aquella pregunta.

- La aniquilación por el odio. ¿No recuerda a Empédocles?

- Luego la vida es la creación del amor.

- Mejor sería decir que el amor crea. ¿No ha observado Ud.. que la vida, toda forma de vida, es esencialmente altruismo?

- Por eso la vida es inmortal, como dijo Platón, porque se trasciende a sí misma.

- No, es inmortal porque se derrama. La libertad es el agua que se entrega o el viento que arrebata, como aquella "virtud que hace regalos" de que habló Nietzsche. Incluso una libertad para la muerte, la transforma a ésta en una forma superior de vida.

- Me extraña y sorprende esta conexión de la libertad y el amor.

- Porque ambos son experiencias originarias, que suelen pasar desapercibidas. ¿Hay más libertad que en la plena disposición del amor? ¿Y hay acaso amor, no eso que llaman amor, que no nos haga más libres?

- Pero Ud.., don Miguel, ha hablado muy poco del amor.

- De las cosas esenciales conviene hablar poco, para que no se mancillen.

- Siempre ha dicho Ud.. que el amor es básicamente com-pasión.

- Com-pasión y co-laboración, porque ésa es la experiencia del amor vinculada al reconocimiento de nuestra común miseria. Pero hay otras formas del amor, como la inmolación y la donación.

- Don Quijote sería entonces el caballero del amor, como pensó Ramiro de Maeztu.

- Ese título tal vez sea excesivo, como el mismo Ramiro, porque el amor se basta a sí mismo. Mejor es el arrebato por el amor. Y por eso crea, porque el amor lo hace generoso y vidente.

- Pero ¿crea de verdad don Quijote o simplemente sueña que crea?

- Si se soñó y se quiso eterno, este sueño fue la verdadera sustancia de su vida. En este sueño de no morir, encontró su secreto.

- Me refería más bien - repuse yo- a si realmente era productiva la acción de don Quijote.

- Claro que sí - respondió sin titubeos- , más que productiva: creadora. Ponía el sentido del mundo contra la nada.

- Pero el mundo se reía de don Quijote y su acción quedaba refutada, como diría Hegel, por el propio curso del mundo.

- Nadie ha visto el verdadero curso del mundo, salvo los dialécticos que parecen saberlo de antemano y estar al cabo de la calle, quizá porque han perdido el sentido genuino del porvenir, por donde irrumpe la libertad.

- Pero esto, a la postre, no es más que idealismo - repuse yo, sintiéndome un tanto concernido por aquel reproche a la dialéctica.

- Llámelo como quiera, pues lo que importa al caso es que don Quijote despeja el porvenir a golpes de voluntad. Yo no lo llamaría idealista, sino espiritualista. No peleaba por ideas, sino por espíritus, y hacía espíritus.

- Quiere Ud.. decir que hizo su propia alma.

- E hizo también almas - repuso él- las almas de todos cuantos creyeron en su locura. Don Quijote quijotiza. Esta es la verificación de que su locura no es inocua. Penetra en el fondo de la realidad y la fecunda en un parto de hermosura.

- Pero Ud.. mismo ha reconocido que don Quijote es un personaje trágico.

- Claro está, porque su locura es un perpetuo combate contra el mundo y no cuenta con garantía de victoria.

- También ha dicho Ud.. que es un personaje cristiano, y no parece que el cristianismo sea compatible con la tragedia.

- Cuando hablo de cristianismo, estoy pensando en la agonía del Cristo que se sintió desamparado de su Padre.

- Pero creía y esperaba en él, en medio de su desamparo.

- Con fe agónica, la fe de los que luchan y luchando afrontan la muerte.

- Pero, en definitiva, don Quijote, como el Cristo, no renuncia a la esperanza.

- Pero tampoco olvida que la auténtica esperanza vive siempre crucificada.

- ¿Cree que puede haber tragedia donde subsiste la esperanza?

- Tragedia en el sentido cristiano de la agonía, no en el sentido precristiano.

- No hay, por tanto, amor fati, como defendía Nietzsche.

- Me horripila esa expresión, amor fati: me suena a teatral y retórica en labios de Nietzsche. Yo con Spinoza no admito otra pasión que el amor aeterni, no intelectual, como él creía, sino cordial y apasionado.

- ¿Pero hay algo en esa esperanza de obstinación?

- La obstinación es compulsiva, y la esperanza es innovadora.

- ¿O al menos de mera pose, de gesto o ademán presabido, para llamar la atención o hacerse notar?

- Está Ud.. perdiendo lucidez, amigo mío. La mera pose es improductiva. Para hacerse notar había otros gestos en aquella España más rentables y menos peligrosos. Como también los hay hoy, ¿no le parece?

- Sí, lo acepto, pero se ha dicho, y Ud.. mismo lo ha recogido en parte, que Dulcinea es la gloria.

- Sólo en la medida en que la gloria es el esplendor de la vida. Dulcinea no es la fama, sino la inmortalidad. Y no se olvide que la raíz de la gloria es el ansia de sobrevida. Si falta esta raíz, toda gloria es vana y deleznable; menos que flor de un día.

- Alguien ha dicho de Ud.., si no se me enfada, que estaba enfermo de fama.

- Lleva razón, sufrí esa enfermedad, y tanto más cuanto más se desvanecía en mí el ansia de la sobrevida. Luego aprendía que la búsqueda de la fama puede ser un vástago de la misma pasión de lo eterno. Pero más que a la gloria, yo quería lo eterno. Quizá por eso todo triunfo me dejaba siempre un regusto de ceniza. Créame que alguna vez rehuí la fama más liviana y facilona.

- Pero hay algo teatral en don Quijote, quizá también en Ud.. mismo, si me lo permite, que a muchos les ha parecido poco ejemplar - me atreví.

Calló un momento. Su mirada se volvió sombría, y cuando rompió a hablar su voz pareció quebrarse.

- Lo comprendo. Lo admito. Siempre dije que la persona ama la representación porque tiene que exponerse o realizarse cara a los otros y para los otros. Pero muy tarde advertí que darse en espectáculo puede falsificar la vida. Esta fue mi experiencia en París, la prueba más difícil de mi quijotismo. Pero la solución no estaba en renunciar a aquella pasión de mi vida, sino en autentificarla en el dolor y la soledad del destierro.

- ¿Amó Ud. el teatro?

- Sí, pero amé más la lírica. Mi auténtica pasión fue hacerme un alma más que un nombre. Pero este alma, este yo, fue el de una locura quijotesca, que tenía que echarse a los caminos y las plazas públicas para hacer su obra de excitación.

- Tuvo que darse, pues, en espectáculo - concluí yo.

- Y llamar la atención, y exagerar y clamar en el desierto. Algo pudo haber alguna vez de declamación. Nunca de farsa. Pero en la exageración estuvo la penitencia, porque el que se da en espectáculo corre el riesgo de hacer el ridículo. Muy tarde aprendí la lección definitiva de mi señor don Quijote en su lecho de muerte, que la renuncia a la fama es el más firme testimonio de la fe en la vida, y aun en la propia obra.

- A tanto no llegó Ud.. - pensé yo.

- Esa fue la experiencia de la noche oscura en los meses que viví de la guerra civil española. Tuve la sensación de que parte de aquel veneno estaba unido, de alguna manera, a la lucha cainita por la fama, de la que yo mismo era culpable. Quise desaparecer, renunciar a mi fama; consentí incluso con los denuestos que se me hacían en uno y otro bando, con tal de purificar aquella lepra de mi vida.

- ¿Cargó Ud.. alguna vez conscientemente con el ridículo o esto también formaba parte de la representación?

- Sí. Me he sentido muchas veces en ridículo, y créame que me mortificaba. Ya era ridículo presentarse como un nuevo Quijote. Pero no era éste mi mayor martirio. Muchas veces he sentido cómo me vencía mi propio personaje. Mi señor don Quijote ha sido mi propio juicio. Pocos escritores han dado más pruebas de este tormento interior.

- Calló de nuevo. Pensé que le había hecho daño, que estaba juzgándolo con dureza, y otra vez me salía la maldita alma de inquisidor, que todo español lleva dentro. Sentí vergüenza por ser tan atrevido e importuno, pero él, dándose cuenta me sacó de mi confusión:

- Me ha hablado Ud.. como a veces lo hacía Concha. Ella también me reprochaba mi soberbia. Aunque a veces me irritaba con sus reproches, pero me hizo mucho bien aquella conseja. Me evitó el despeñadero. También a Ud.. se lo agradezco.

Y me tendió la mano. Yo la estreché con pasión. Era una mano huesuda, como de luchador, y cálida como la de un amigo. El se sorprendió de mi afecto y sonrió irónicamente:

- No venere Ud.. a nadie, amigo mío, y si encuentra un personaje para su vida, ya sabe, alguien así como mi señor don Quijote, procure que lo haga más persona, aunque le venza. Esa derrota será su victoria.

Y en la intensidad de aquella emoción, con su mano entre las mías, salí bruscamente de mi ensimismamiento. Sentí un golpe. Se entreabrió la puerta de la sala. Era el conserje. Debió de encontrarme en una postura ridícula y medio embobado, porque me dijo:

- Vengo a anunciarle, amigo mío, que ya es hora de tomarse un descanso. Está Ud.. realmente fatigado...

En verdad lo estoy - me dije para mí decepcionado- . Un claro síntoma de mi fatiga es, sin duda, no advertir que estaba soñando.

- Lo vengo observando desde hace días, y lo veo tenso y nervioso, con síntomas claros de fatiga. Tómese Ud.. algún respiro.

- Respiro de silencio - me dije yo, recordando las palabras afectuosas de Don Miguel.

Estuve a punto de no escribir el libro. El enigma de don Miguel me había vencido. El conserje, al notar mi confusión, me animó cariñosamente:

- Pero después de escribir esta obra, para que no quede baldío tanto esfuerzo.

Se lo agradecí en el alma. Recogí mis cosas entre melancólico y aturdido, mientras él ponía todo en orden. Nos asomamos un momento a la zona de museo para apagar la luz de la estancia. Cosa extraña. Faltaba una de las cañas de don Miguel, que estaban en su escritorio.

¡Estos turistas! - murmuró sordamente el conserje- . Cada vez que me descuido, se llevan algo. Es por curiosidad o por veneración, digo yo, pero no pueden dejar las cosas en su sitio.

Bajamos juntos las altas y sombrías escaleras de la Rectoral, y yo tuve la sensación de que alguien nos despedía cariñosamente desde el umbral de la puerta. Cuando llegué a la residencia, todavía medio perdido en aquel ensueño, como un sonámbulo, y abrí mis cuadernos de notas, estaba entre ellos la caña/pluma de don Miguel. Sí, tenía que concluir aquel libro. Era el mensaje de don Miguel, al dejarme por recuerdo aquella pluma lanceta, que él mismo había cortado tan primorosamente.

(*)Vocal de la AAF por Granada. Catedrático y Director del Departamento de Filosofía de la Universidad de Granada. Miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas.


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