Alfa. Revista de la AAF.
El oficio del moralista en la sociedad actual.
José Luis López Aranguren (*)
Vamos a hablar del oficio del moralista, que no debe confundirse, sin más, con el oficio del filósofo moral. Vamos a hablar de un oficio que lo es reduplicativamente. En efecto, la palabra oficio, officium, significaba primariamente deber. Deber del moralista, esto es, de quien se ocupa de los deberes; por tanto deber elevado a la segunda potencia, deber por modo eminente o en cuanto tal.
Pero ¿consiste el oficio del moralista solamente en ocuparse de los deberes? Ciertamente no. Podría pensarse leyendo a los moralistas, Teofrasto el primero de todos o, ya en la época moderna, Quevedo y Gracián, La Rochefoucauld y la Bruyère entre otros, que estriba en denunciar, bien mordaz, bien irónicamente, los vicios de los hombres.
Oficio más positivo es, sin embargo, el de presentar las nuevas o las viejas pero renovadas virtudes que, en cada tiempo, tiendan a constituirse como centrales de la personalidad, de tal modo que sea en torno a ellas como se organice ésta. La propuesta de un sugestivo proyecto fundamental de existencia, el ofrecimiento de un cabal modo de ser es lo que, creo yo, caracteriza, en su intención más honda, la obra del moralista.
Aristóteles fue tan moralista en este sentido como filósofo moral. Quiero decir con esto que su obra, considerada como descripción de caracteres morales valiosos, no es menos importante que su obra de filiación y sistematización de los conceptos éticos que a aquellos caracteres se refieren. No uno, sino varios, son los apetecibles modelos de vida que nos presenta, cuando menos estos tres: el magnánimo, el phrónimos o prudente y el sóphron o temperante, el hombre de sophrosyne. Los estoicos y los epicúreos se esforzaron, tras él, por trazar la figura moral del Sabio, así como los moralistas cristianos por dibujar la del Santo, en sus diferentes formas posibles. Y toda la época moderna es una sucesión de concretas propuestas éticas: moral del cortegiano italiano, del hidalgo español, del honnète homme francés, del gentleman inglés, y del ilustrado, del citoyen del alma sensible prerromántica y romántica, del buen burgués, etc.
Entendida con esta amplitud la tarea del moralista, entendida la moral como el hacerse del hombre a sí mismo a través de su quehacer mundano, es claro que la historia entera, y en particular la historia de la literatura, se revelan como historia de la moral.
Mas a lo largo de la historia de la moral ha acontecido, ya dentro de la época moderna, una transformación capital, realizada en tres pasos sucesivos, e iniciada probablemente por Montaigne; por Michel de Montaigne que, a causa de aquella su entrega a la pasión de observarse, de espiarse para contarse, y a causa de aquel su irse haciendo moralmente a través de la literatura, merecería ser nombrado, con todos los honores, Patrón Laico moral de los escritores. La mutación fundamental, iniciada por Montaigne, consistió, para decirlo en dos palabras, en el acortamiento, hasta su reducción a un mínimum, de la distancia entre el modelo moral y la realidad moral. Los Ensayos de Montaigne fueron, a la vez, ensayos literarios y ensayos de existencia, fueron el ensayo de encontrar íntima, confesional, literariamente, en vez de imitar exteriormente, la propia entidad moral. Montaigne, como él mismo dice, quiere realizar en sí una moral de la medida humana individual. Que esta realización propenda con exceso a una aceptación pura y simple, si bien literariamente depurada, es punto que no podemos analizar aquí. A nuestros efectos baste decir que en Montaigne se inicia la pretensión, que culminará en Ortega, de extraer de la propia realidad personal, y de ninguna otra parte, el ideal moral.
El segundo paso decisivo fue el que dio Kant: no importa lo que hagamos, sino cómo lo hagamos. Es en nosotros mismos donde hemos de buscar el canon de perfección, la ley moral.
Y, en fin, el tercer paso, que nos sitúa ya en nuestro tiempo, ha consistido en corregir la generalidad, un tanto abstracta, de Kant, reteniendo su formalismo. La moral se hace ahora radical e individualizadoramente formal: lo importante éticamente es simplemente que el comportamiento responda fielmente a la actitud interior, cualquiera que ésta sea. El contenido de las acciones es relegado a un segundo término. Lo decisivo es ese acuerdo o conformidad íntimos, esa fidelidad. Estamos ante una moral cuyo único criterio tiende a ser la autenticidad.
La unilateralidad de tal criterio es, a mi juicio, cierta, pero no vamos a detenernos en ella. Lo que urge decir para nuestro tema es que esa exaltación de la autenticidad individual ha producido, de rechazo, un cierto descrédito o, por lo menos, ambigüedad valorativa de las palabras "moral" y "moralista", que tienden a tomarse en el sentido de la moral común, recibida, conformista y convencional. La sociedad -- piensan estos radicales disconformes-- se funda sobre unas convenciones generales pasivamente recibidas que constituyen su "moral", moral frontalmente opuesta, las más de las veces, a la moral de la autenticidad personal. Naturalmente, esta oposición frontal entre moral social y moral personal es simplificatoria de la realidad ética. Admitamos sin embargo algo perfectamente admisible, a saber, que la moral socialmente vigente no sea plenamente satisfactoria. Instalados en esta hipótesis, parece que dentro de la sociedad actual, atenida de hecho a una moral insatisfactoria y constituida, al menos parcialmente, sobre ella, el auténtico moralista ha de ser, para decirlo con palabras usadas hoy, un outsider, un revolté, un inconformista. ¿Es esto verdad? Y si lo es, ¿en qué sentido, en qué medida, a qué nivel o profundidad es verdad?
Durante el siglo XIX el inconformismo fue, sobre todo, estético. Había unas gentes, los artistas bohemios, cuya existencia era marginal, sí, a la sociedad; pero igual que, por ejemplo, los gitanos, tranquilamente marginal. Después, en la segunda mitad del siglo, surgieron los "poetas malditos", los Baudelaire, Verlaine, Rimbaud; pero éstos, aun inquietando ya a la sociedad en que vivieron, apenas traspasaron el ámbito estético como no fuese para saltar al religioso, sin presentar nunca batalla en el propiamente ético.
Mientras el inconformismo va unido al pintoresquismo no alarma excesivamente a la sociedad. Romper con las convenciones externas, cambiar el atavío y las maneras, ser, como por ejemplo hace unos años, joven existencialista, no parece todavía demasiado grave porque sigue siendo pintoresco. Por eso el verdadero moralista evita gastar energías en ese terreno. Séneca vio bien esto a propósito de la diferencia de "estilo de vida" entre los cínicos y los estoicos. Éstos renunciaban al pintoresquismo exterior y superficial para luchar a un nivel más profundo, pues, como dice Séneca, "ya el nombre mismo de filosofía, incluso modestamente usado, es por sí mismo bastante mal visto".
El requisito indispensable para la eficacia moral es, pues, la renuncia al pintoresquismo, pero también la sustracción a un posible encasillamiento o alojamiento suburbano, marginal o residual. La sociedad tolera perfectamente la disconformidad, y en cuanto al vicio no se preocupa mucho de su existencia, siempre que sea reconocido, confesado y, por tanto, automáticamente descalificado; y siempre que no se intente denunciar su penetración en el estamento de las gentes respetables.
Piénsese, por el contrario, en el escándalo que produjo la publicación de la novela Madame Bovary de Gustavo Flaubert, a mediados del siglo pasado. La obra no tenía nada de pornográfica. El tema del adulterio tampoco podía considerarse como un atrevimiento insólito. ¿Por qué entonces fue criminalmente perseguido su autor? Justamente porque la protagonista era presentada como una joven corriente, educada en un colegio de monjas, que caía en el adulterio de una manera, por decirlo así, normal, esto es, no por ninguna propensión especialmente viciosa, sino como consecuencia de la inadecuación entre la poesía de una educación fundamentalmente romántica y el prosaísmo de la comunidad conyugal a la que, por su posición social, estaba destinada aquella protagonista.
Y para venir a nuestro tiempo, ¿no es semejante el caso de las novelitas de Françoise Sagan o el de la reciente película de Marcel Carné Les tricheurs? Lo profundamente escandaloso de estas manifestaciones es el hecho particular de presentarnos como normal y habitual la fornicación entre las jóvenes universitarias y aun preuniversitarias, es decir, entre las hijas de familias respetables, y el hecho general, dentro del cual queda subsumido el anterior, de presentarnos la moral burguesa como "pasada"; tan absolutamente pasada que ya no suscitaría entre los jóvenes ni siquiera repulsa; solamente indiferencia.
La actitud del verdadero moralista no puede confundirse, claro está, con este estéril inconformismo, destructor y gratuitamente rebelde. Tampoco cuadra al moralista el talante del angry man. Ortega lo ha visto bien el libro, recientemente publicado, sobre Leibniz. Los filósofos no se pueden enfadar, no se pueden irritar, porque entonces el orden del mundo se trastornaría.
Entonces si los auténticos moralistas de nuestro tiempo no son los que llevan atuendos singulares, ni los rebeldes a ultranza, si no son los angry men ni los que simplistamente se entregan al nihilismo, ¿quiénes lo son?
Si consideramos que el género literario que cultivaban los moralistas, género literario demasiado rígido, racionalista y didáctico, ha sido sustituído por el ensayo, esta observación nos pone ya en el rastro de la respuesta. Respuesta que irritará a muchos sin duda, pues la verdad es que quienes ejercen hoy públicamente el viejo oficio de los moralistas son, precisamente, los intelectuales.
En efecto, el intelectual, en su aspecto ético, que es el que aquí nos importa, tiene que constituir la conciencia moral de la sociedad, y esto en dos vertientes distintas.
Conciencia moral, como demanda y exigencia, como "voz" de la porción minoritaria, más avanzada, disponible y progresiva de la sociedad. La sociedad tiende siempre a descansar por inercia, con egoísmo colectivo, en el orden y la seguridad establecidos y, con frecuencia, sólo aparentes. El intelectual ha de apelar de esta apariencia a la realidad. El intelectual no es un irritado pero, sin duda, suele producir irritación. A los disconformes marginales de los que hablábamos antes, cabe no tomarles en serio. Pero a los intelectuales que han conquistado por su propio esfuerzo un puesto importante dentro de la sociedad, en el seno mismo de la sociedad y no marginalmente a ella, al Dr. Schweitzer por ejemplo o a Einstein, a Jaspers o a Oppenheimer no se les puede desdeñar. Cabe, sí, odiarles. El odio al intelectual es una característica de grupos sociales enteros.
Decía antes que el intelectual cumple su oficio de moralista públicamente. Pero el hecho de que lo cumpla públicamente no implica confusión entre la actitud ética del intelectual y la actitud política aunque, por supuesto, sea posible e importante el papel del moralista político. En la Francia actual de De Gaulle, por ejemplo, están actuando, entre otros, dos grandes moralistas políticos, Sartre y Mauriac, uno en contra, el otro en favor de aquél. Y su postura política está montada, pues no en vano se trata de intelectuales, respectivamente, sobre una concepción antiteísta y sobre una concepción religiosa de la existencia.
¿Cuál es la diferencia entre la actitud del intelectual y la actitud política en el aspecto ético que a nosotros nos importa aquí? La actitud del intelectual consta de dos momentos. El intelectual es, por de pronto, un teórico, un investigador positivo o un creador, pues su esfera de trabajo puede ser la filosófica, la científica o la literaria y artística. Pero si es de veras un intelectual es porque se ha entregado plenamente, éticamente a esa su esfera de trabajo: el intelectual es un hombre ejemplar. Pensadores al parecer tan diferentes como Santo Tomás y Ortega coinciden en esto: la racionalidad es algo que el hombre posee sólo incoativamente. La racionalidad desarrollada no es un don sino un deber, una tarea moral. El intelectual, el auténtico intelectual, es el hombre que se esfuerza por cumplir esa tarea moral de desarrollar su racionalidad y, con ella, la de todos. El intelectual lucha así por la conquista de la verdad. Lucha por la verdad, mas también, a través de la verdad, por la libertad, y asimismo viceversa, pues verdad y libertad se hallan circularmente ligadas, se exigen mutuamente. Creo, por tanto --y éste es el segundo momento-- que puede y debe hablarse de un engagement en el intelectual, si bien tocante más a la actitud, quiero decir, a la raíz ética de toda teoría y a las consecuencias morales de tal actitud, que a los resultados enunciables de la teoría o investigación. Pero el plano en que tal comprometimiento acontece es más profundo que el de la política: más profundo porque, de un lado, es personal y, de otro, es social. El intelectual, en cuanto que lucha por la verdad y la libertad de todos es solidario; pero, por ser intelectual, es solitario. Por solidario, no puede desentenderse de la realidad que es la política, toda política. El intelectual, como el profeta, es siempre, en mayor o menor grado, la voz del que clama en el desierto. Justamente por ese extraño modo de ser solidariamente solitario resulta tan incómodo. Los otros inconformistas, a que antes aludíamos, son puramente solitarios, denuncian los pecados de una sociedad con cuya suerte no se solidarizan, de cuya suerte se desentienden. Es la suya una actitud en definitiva excéntrica. Por el contrario, el intelectual denuncia una sociedad de la que se sabe y siente solidariamente responsable. Es la suya una actitud dramática. Por eso, como antes decíamos, no cabe no tomarle en serio.
¿Pero es verdad eso de que no cabe no tomarle en serio? ¿Cuál es, de verdad, la representación social del intelectual?
Para responder rápidamente a estas preguntas sobre sociología del intelectual, puede decirse, grosso modo, que la consideración, el puesto que ocupa el intelectual, es bastante diferente en las sociedades anglosajonas y en las sociedades latinas. En las primeras es hombre socialmente menos importante que en las segundas, pero en cambio su status profesional está perfectamente definido. Es un técnico de su especialidad y se ocupa estricta y rigurosamente de lo que sabe. Por eso mismo sólo se ocupan de él, a su vez, aquellos a quienes concierne directamente ese saber, esa especialidad. El intelectual carece allí de un público general suyo.
Aquí, al revés, tal vez nos ocupamos de demasiadas cosas y, desde luego, se ocupan demasiado --para bien y para mal-- de nosotros. Allí no hay intelectuales amateurs. Aquí es difícil distinguir exteriormente al auténtico intelectual del simple aficionado a echar su cuarto a espadas y, lo que es más grave, del pseudointelectual. Quienes tenemos trato asiduo con los jóvenes universitarios nos damos cuenta de la gran confusión en que al principio, inevitablemente, se encuentran; y aun cuando, finalmente, logren, por sí mismos, discriminar muy bien, siempre es a costa de un tiempo perdido. En España hay una no sé si rica o pobre, en cualquier caso auténtica vida intelectual; pero paralelamente, y dándole réplica exacta, hay también una vida pseudointelectual. Esta segunda forma un bloque compacto, lo cual fuerza, por necesidades dialécticas, a que la primera extreme, exagere su solidaridad. De este modo el intelectual verdadero carece de interlocuteurs valables y, por lo tanto, de lo que es de todo punto necesario, de una crítica competente y de buena voluntad. Esta crítica no puede emanar, evidentemente, de los pseudointelectuales, pero tampoco de sus colegas, los otros intelectuales, porque tal crítica sería inmediatamente utilizada contra la causa común intelectual que es, como venimos diciendo, una causa moral.
El resultado de esta anómala situación es que el intelectual, cuando llega a descollar, por ser demasiado cortejado cae con facilidad en la tentación del divismo; y por carecer de control crítico, pierde rigor para no retener más que brillantez. A la vez que deja de sentir su oficio como deber, abandona la función de moralista y, difuminado su status profesional, tiende a convertirse en productor de divertimento para grupos sociales minoritarios y selectos, algo así a medio camino entre el divo y el comensal invitado a título de causeur, en todo caso, algo sin seriedad.
En tales circunstancias a la sociedad le es fácil, cómodo y tranquilizador asimilar el intelectual a aquellos outsiders pintorescos e inocuos, por tanto tolerables, de que hablábamos antes. Un apólogo de factura nietzscheana, que he leído en alguna parte, ilustra bien este destino. La acción tiene lugar en un aquarium donde un pez gordo, una dorada, va comiendo, una a una, las pulgas de mar que se le ofrecen como alimento. Pero, al llegar a la última, se detiene. Ésta, sorprendida, al cabo de un rato le pregunta por qué no le come a ella también. - -"Es que quiero hacer algo por la cultura". -- "¿Cómo?" --"Sí, hacer algo por la cultura: ver cómo bailas".
El intelectual debe preferir ser devorado por la sociedad antes que tolerado como bailarín. Si queremos que se nos tome en serio tenemos que empezar por tomarnos en serio a nosotros mismos. Para ello, en primer lugar, hemos de conquistar en nuestra tarea propia, a fuerza de modestia y de rigor, la correspondiente autoridad. Pero además debemos asumir de veras esa función de moralista que, en la sociedad actual, incumbe al intelectual y a nadie más que a él. Moralista en aquel doble o triple oficio que al principio señalábamos: alumbrar nuevos proyectos de existencia, tanto personal como colectiva, nuevos modos de ser y de vivir; y ejercitar la tarea, menos brillante, menos creadora, pero, sobre todo en determinados momentos, no menos necesaria, de recordar el deber y de decir "no" a la injusticia.
Sólo mediante esta conjunción de rigor intelectual y de decisión moral cumpliremos, en su modestia y en su grandeza, el oficio propio del moralista, el oficio moral propio del intelectual.
(*)De
Papeles de son Armadans, nº XL. Julio de 1959.
Nota editorial:Con la elección de este documento de José Luis López Aranguren, recientemente fallecido, queremos rendir memoria, en justo homenaje, al que ha sido entre nosotros maestro de maestros, intelectual y moralista señero y entrañable.