ENRÍQUEZ DE GUZMÁN, Feliciana.
ESTEVARENA GALLARDO, Concepción.
Zambra. http://www.zambra.com/ 1998
Pag. 1325 Enciclopedia de Andalucía. Edit. Anel Tomo III, 1979
A sus impensables 74 años, doña Esperanza -Penélope andaluza- lleva ya casi sesenta haciendo salir de la magia de sus dedos y de su aguja, auténticas maravillas bordadas. Doña Esperanza nació precipitadamente en una finca de La Campana; pero su vida -como la vida de sus padres y sus abuelos- está enteramente ligada a Sevilla. A los diecisiete años empieza a trabajar en el taller de su tía Victoria Caro, célebre bordadora, artífice -entre otras obras- del palio de malla de la Hermandad de Montesión, y alumna, a su vez, de las Antúnez, a las que se les debe el manto viejo de la Cofradía de la Estrella y el que se quemó de la Carretería.
A los diecisiete años empieza, por tanto, la relación de doña Esperanza con el mundo del bordado. Pero en aquella época la aguja se le antojaba demasiado lenta; prefería el lápiz; así que sus primeros trabajos fueron diseños de futuras obras (el del Baratillo, San Pedro y muchos de Jerez, son diseñossuyos). Poco a poco, alternando el dibujo con el bordado, fue aprendiendo y aficionandose a este último. Trabajó con su tía en el ya citado manto de Montesión (1925), en el palio deSan Roque (quemado en el 36), en los Panaderos, en San Antonio de Padua y al morir doña Victoria, se quedó ella al frente del taller.
Desde entonces viene trabajando a un ritmo tal, que hoy sería demasiado largo enumerar exhaustivamente sus obras. Baste recordar que entre ellas -y refiriéndonos sólo a Sevilla- se encuentra todo el conjunto de bordados de la Universidad; el manto y palio de la Coronación de la Macarena; los bordados de la Hermandad de las Penas de San Vicente; el techo y manto de la Esperanza de Triana; el palio de los Gitanos; manto y palio del Baratillo... y un larguísimo etcétera, ya que las 54 Hermandades que existen en esta ciudad, solamente habrá diez, o quizás doce, que no tengan nada del taller de Elena Caro. Para Jerez, doña Esperanza ha bordado la obra completa de diez Hermandades. Para Málaga, la de dos o tres. Cádiz, Córdoba y Huelva también pasean sus bordados en Semana Santa.
En cuanto a su obra "profana" -que tampoco es corta- pueden citarse el telón y la embocadura del antiguo Coliseo sevillano; los tapices de la Diputación de Cádiz; la sillería y los tapices de la Capitanía General de Sevilla; los pendones del Orfeó Catalá; reposteros con el escudo de armas de diversas familias; y un montónde banderas, banderines, insignias y completos de uniformes militares, que constituyeron su única producción en los años de la guerra.
Zambra. http://www.zambra.com/ 1998
Encarnación Fernández Fernández nació en Torrevieja (Alicante) en 1951. Hija y hermana de los guitarristas Antonio y Rosendo Fernández, ha desarrollado prácticamente toda su carrera en la zona de La Unión, donde reside. Es especialista en los cantes minero-levantinos, a los que sin embargo aporta el matiz de gitanería propio de su raza.
Discografía seleccionada:
Por cartageneras
+ Antonio Piñana EMI-Hispavox
Cuadernos Almerienses . La Voz de Almería. http://www.lavoz.almeria.net/
MARIA ENCISO: POETISA ALMERIENSE DEL 27 Estudio y Antología de María Enciso por Arturo Medina Escasos son los nombres que nuestra provincia ha dado a la Literatura, y más aún los que en ella han destacado. Sin embargo, aún quedan personajes para engrosar esa lista, alguno de ellos olvidado, como es el caso de María Enciso, poetisa encuadrada en la Generación del 27, republicana que tuvo que abandonar el país tras la Guerra Civil y cuya obra se publicó sobre todo en Sudamérica, pero cuyos contenidos tienen como constante referente la tierra de Almería.
Su figura fue estudiada por el ya fallecido Arturo Medina, en esta obra que aquí reproducimos en parte. Otra especialista, Antonina Rodrigo, habla de la figura y la obra de esta poetisa a recuperar para los almerienses.
María Enciso, María Pérez Enciso nació en Almería a las once de la mañana del día 31 de marzo de 1908. Se le impuso el nombre de María Dolores y vino al mundo en una casa de la calle de San Ildefonso, la numerada con el 27. Una de aquellas casas -supongo- de una planta y una nave, reducida entrada y pasillo lateral, que, dando paso a dos exiguos dormitorios con camarilla, desemboca en minúscula cocina asomada a un patinillo sin techo, con retrete y pila de lavar. Blanqueado terrao de argamasa y fachada encalada en ocres y en azules. Así es muy modificada la que hoy ocupa el número veintisiete de San Ildefonso. ¿La de entonces?
María fue la mayor de tres hermanos. Francisco, que murió tempranamente. Y Guillermo, exiliado como María y, andando el tiempo, catedrático de Filosofía en la Universidad de Caracas. Los padres: Francisco Pérez Castro, maquinista de una de las navieras de Juan March y Dolores Enciso Amat, de la burguesía almeriense acomodada.
A poco de nacer Guillermo la familia marcha a Barcelona, para estar más en contacto con el padre. Enfermo éste regresan a Almería y se instalan en el número ocho de la calle Pedro Jover, domicilio de la abuela materna, donde se produce el fallecimiento. La madre habría de sobrevivir largamente a María.
Apenas salió de Almería. Habitó con sencillez en sendas casillas de las Almadrabillas y del Zapillo hasta su defunción de cáncer en 1961, en el Sanatorio de don Domingo Artés y asistida por el Doctor Francisco Pérez Rodríguez. La niñez y la adolescencia transcurren en Almería y Barcelona. Y en esta ciudad, su juventud hasta la huida a Francia. Viuda la madre, instala ésta en La Almedina una mercería-tienda de regalos. En aquella especie de quincallería la conocí. Mi recuerdo es el de una joven morena, delgada, atractiva, de ojos grandes y largas y apretadas trenzas.
De sus estudios he constatado únicamente su ingreso en la Escuela Normal de Maestras de Almería, y a la que debió acceder directamente de la escolaridad primaria. El plan de estudios vigente era el nominado de 1914, que no exigía bachillerato previo, sino, junto a los certificados de rigor, haber cumplido los quince años y verificar un examen, oral y escrito, sobre las materias que se impartían en las escuelas elementales. María superó las pruebas en septiembre de 1923. He manejado el expediente académico, y en él, su ejercicio escrito de ingreso. Con pulcra letra, en correcta exposición, no muy extenso y con unas disculpables faltas de ortografía en los nombres geográficos, la aspirante dijo lo que sabía acerca de las formas del relieve terrestre. Formación de las montañas. Principales montañas del globo. El hombre de los países montañosos. Y su firma, María Pérez, con rebuscada rúbrica que con el tiempo simplificaría hasta hacerla desaparecer.
No cursó en Almería la carrera de magisterio. En octubre de ese 1923,. sin que explique los móviles, mediante autorización a su tío José Enciso solicita traslado -y se le concede- a la Normal de Barcelona, ciudad en la que no dejaría de residir, porque la cédula personal que presenta para el ingreso está expedida en la capital catalana en junio 1923. En su expediente barcelonés consta tan sólo que formalizó matricula extraordinaria en el mismo octubre de igual año. La instancia registra su domicilio: San Gervasio, 69. Avecinada en Barcelona, debió frecuentar los ambientes intelectuales y universitarios de la gran ciudad, y que fue asidua contertulia de la Residencia de Estudiantes de Ríos Rosas, lindante al Tibidabo en la tranquila zona de San Gervasio, lejos de la ciudad entre acacias y madreselvas.
La Residencia, que fundó en 1919 y que dirigía el poeta y ensayista mallorquín Miquel Ramón Ferrá i Juan, era un notable y aglutinador centro cultural de la Barcelona de la anteguerra. Vivían en ella -declara María- un grupo reducido de estudiantes, profesores que fraternizaban con ellos o intelectuales extranjeros de paso por la ciudad. Allí trató y escuchó al Doctor Pi i Sunyer, al arquitecto José Rafols, a Eugenio D'Ors - que le desplace y al que moteja de pedante- al poeta Gabriel Alomar, al helenista Nicolau D' Olwer...
Allí, en 1926, habría de deslumbrarle Gabriela Mistral, que en el jardín de la casona comentaba, ante un público absorto, de Chile, de su vida de maestra, de sus poemas...
A pesar de no haberme sido posible rastrear de sus estudios catalanes más documentos que el de su matrícula en el primer año de magisterio, sé por Doña Amalia Tineo, hoy maestra jubilada y compañera de carrera de María, que ésta los realizó entre los cursos 23-24 y 26-27. Cuatro años en los que, según la Sra. Tineo, María descollaba por su inteligencia y su talante extrovertido y participativo, asegurándome que no pasó a la Universidad y que, con arreglo a su titulación, sospecha que trabajó como maestra en las Escuelas Públicas Primarias fundadas por la Generalidad.
En todo caso, su larga conexión con la Residencia de Estudiantes y con lo que tal institución entrañaba, amén de sus estudios de magisterio en una Escuela del alto prestigio del que poseía la de Barcelona, son circunstancias positivamente esclarecedoras para dibujar a María Enciso como persona culta, inquieta, no acomodaticia, aperturista y receptiva.
Cualidades, en cambio, que no me ofrecen base suficiente para enjuiciar apresurada y equivocadamente, por ejemplo, su matrimonio. Es seguro que casó joven con Francisco del Olmo, catalán acomodado y hombre de negocios, que pronto aparecieron desavenencias que condujeron a la separación y que de la unión quedó una hija, Rosa del Olmo Pérez, que acompañó a la madre al destierro y que vivió con ella hasta el final de María.
No nos extraña que una mujer de tales características y formación desembocara en la militancia política. Ni tampoco que hiciese de la creación literaria el medio más adecuado de expresión a sus planteamientos intelectuales y convicciones. Por su rotunda, inequívoca adhesión a la causa de la República se vería inexorablemente envuelta en la riada de los vencidos. Cruzó la frontera por Cervere, cuando Cataluña iba siendo conquistada por las tropas de Franco. Así nos cuenta María su primer año fuera de la Patria: Salí de España en enero de 1939, con una misión oficial, Delegada de Evacuación en Bélgica. Por razones de mi cargo, presencié y acompañé la evacuación española. Recorrí todos los campos de concentración de Francia, para formar un grupo de niños que Bélgica acogía cariñosamente. Me acompañó en esta triste peregrinación, una delegación del gobierno belga, presidida por la diputada Isabelle Blume... En Bélgica residí, vinculada al Cuerpo Diplomático Sudamericano, hasta que fue invadida. El día 13 de mayo de 1940, salí del país, hacia Francia. Más tarde crucé Inglaterra y embarqué en Liverpool, en un barco inglés, hacia las playas americanas. Esto ocurría en los últimos días de junio.
Es el conciso preámbulo que María escribió para su «Europa fugitiva», en cuyos capítulos se irá diseñando, más o menos explícitamente, en su agónico deambular, con su corazón sin regazo y sin cobijo, solo y frío. Gracias a este libro y a algunas de las páginas de «Raíz al viento» he podido reconstruir algo de su errática trayectoria, cuando, una vez pasados los Pirineos, se llevaba con ella -como León Felipe- la canción.
En Francia acude a los campos de concentración. Sórdidos, infrahumanos campos de Argelés-sur-mer, Saint Cyprien, Clairmont Ferrand, Gueret, Perigueux..., que la aterran con su desolada fisonomía de hacinamiento, de multitud agrupada en una despiadada miseria. El espectáculo terrible de hambres, torturas, humillaciones, la conturba. Y le duele, le escuece hondamente tener que testificar, ella tan amante de Francia, que es en este país donde tales crímenes se cometen. De estos infiernos, de inhóspitos andenes de estaciones ferroviarias con niños perdidos, va reclutándolos, acomodándolos en hogares e instituciones belgas. O, en contados trances, devolviéndolos a los asilos de España. Son los niños los seres de la diáspora que más la conmueven, los niños sin infancia, los niños evacuados, caminando por tierras duras y extrañas. Aquellos niños tristes, envejecidos, niños especiales, de los campos de concentración. O amontonados en trenes, como rebaños, y luego, separados, dispersados al azar. Los niños convertidos en fríos nombres de un fichero inanimado. Duelo, quebranto, compasión, que los extiende a todos los que sufren similares crueldades y vilezas: Y siento un frío de congoja en el corazón, que también siente, que también está solo, angustiado, con los seres queridos esparcidos por el mundo, aventados por los aires, como cenizas de una inmensa hoguera que la guerra encendió.
La agotadora lucha en favor de sus pequeños compatriotas prosigue en Bélgica. Bruselas, Ostende, Brujas, Malina... son ciudades en los que busca desolada alojamiento para sus niños. Por unos días se hospeda en la Place du Midi, en pleno centro de Bruselas. Recorriéndola se conmueve al ver a muchachos y a estudiantes pidiendo ayuda para los niños de España. Su mudó pronto a las afueras, a una pensión con balcón abierto a inmensa plaza sin urbanizar. Tras la ventana contempla soles y lluvias, transeúntes, refugiados como ella, perseverantes enamorados que acaban siendoseles familiares, el joven cartero que le agita a lo lejos las cartas que le envían...
Yo era para ellos aquella triste emigrada española pegada a los cristales en aquella esquina solitaria, que se debatía entre la vida pasada y la presente, en un constante fraguarse de recuerdos y de esperanzas inciertas en el porvenir. En esta asentada, tremenda, soledad irá deshaciéndose implacable la vida de María. Entre el recuerdo y la esperanza. Una esperanza vacilante, que se le acrece o se le agota, pero de la que nunca quiso desprenderse, alimento para continuar viviendo. Y errabunda, anatematizada otra vez.
Bélgica es invadida. María y su hija han de abandonarla. Fue casi de improviso: Una madrugada fría de mayo. Todo desapareció de repente, y yo también. Allí quedaron los cristales, anchos, transparentes, cara a la plaza sola, socavada, sin césped, sin parejas de enamorados, negra y sombría. Allí mis horas de recuerdos y desesperanzas. Allí mis melancolías, mis negras horas de amarguras, y mis desilusiones. La ocupación de Bélgica se consuma fulminante e inexorable. María comparte el llanto de impotencia y de coraje de muchos pacíficos belgas, incapaces de resistir la aplastante embestida. Rotas las defensas y replegado el ejército, María se une a las gentes que huyen a Francia, cruzándose con camiones de tropas y materiales, ambulancias, hombres y mujeres maduros, movilizados... todos hacia una frente de ya imposible defensa. Su hija, de cuatro años, la acompaña. La niña, con un osito de peluda felpa amarilla, con dos ojos brillantes, de cristal. Y María, con una maleta, pesada y fea. Tomaron el tren para Francia en la estación del Midi. Subimos a un tren largo, interminable, y tan colmado de gente que en los pasillos se acumulaban equipajes y personas en una confusión de hacinamiento improvisado, con un olor inconfundible a guerra, y una visión de horror, casi insensible, con una atrofia momentánea de los sentidos martirizados. Y cuando el tren emprende la lenta, alucinante marcha, la zozobra, el espanto de los sucesivos ametrallamientos de los aviones, de las alertas chirriantes, del ulular de las sirenas, de los cristales rotos, de los lamentos de los heridos... Una noche inacabable hasta desprenderse de la expedición en Eu, escondida estación de Normandía. Lloros sin consuelo de la hija, infinito cansancio, hambre, sueño... Y otro tren. Ahora, a París. Cómodo, casi vacío, que cruza verdes valles, entre altas montañas pobladas de árboles grandes, con una leve claridad de atardecer sereno en sus copas recortadas. Plácido fondo concordante con unos viajeros bien diferentes a los de las unidades de Bruselas. Sosegados, no inquietos en demasía, porque tienen confianza plena en el destino de Francia.
El París con el que María topa no se ha dado cuenta de la tragedia que lo amenaza. Una ciudad con fisonomía irreal, bulliciosa y frívola, de espaldas todavía a la guerra que golpeaba ya sus puertas. María queda atónita ante la villa alegre y confiada. Tiene la certeza del inmediato derrumbe, y que en París ya no puede permanecer, que hay que proseguir la marcha. Sólo una fugaz visita a un organismo de ayuda a los refugiados españoles. No hay lugar para el reposo. De París al Havre en un tren llenísimo de gente de muy diversas nacionalidades, como una Babel histórica. Y del Havre a Southampton, surcando el Canal de La Mancha, en un buque sobrecargado de fugitivos. En la aduana, una agitación febril para conseguir el sello de salida lo antes posible. Como una fuga de verdadero pánico. A pesar de que las seguridades para llegar al otro lado del Canal eran mínimas, por los submarinos y los aviones, era necesario arriesgarse, menos peligroso en definitiva que esperar tranquilamente los sucesos de la invasión que iba acercándose aplastadora a París. Travesía tensa, de noche, eterna, en un silencio denso, agobiante, pero que termina felizmente. En Southampton son franqueadas las formalidades aduaneras. Y de nuevo, el tren, mientras maría en tropel confuso evoca, a una semana de su salida de Bruselas, los vertiginosos, alucinantes acontecimientos en los que la arrojó la marejada de la guerra, llevada por esta multitud como una masa inerte, sin sentido, como flotando en un espacio desconocido que da vueltas y más vueltas a mi alrededor. Inglaterra, por el cuido con que prepara su defensa, despierta su interés. Todo meditado, calculado, previsto... Todo admirablemente organizado.
De Londres anota la proverbial flema inglesa. Y de Liverpool, final de trayecto en Inglaterra, su oscuridad y comercialización. De los ingleses le maravilla, al par que le desconcierta por latina, el comedimiento en el diálogo y el respeto a la libertad de expresión, y no acaba de entender la distante democracia británica que establece inflexibles barreras entre los diversos estamentos sociales. En Liverpool se aloja en un hotel de Nelson Street, nombre que le suscita aproximaciones románticas, y en donde reflexiona sobre los status gremiales de la ciudad portuaria y de los de la Europa entera, asolada por el desempleo. Crisis del siglo, que la guerra resolverá trágicamente, concluye. Partiendo de Liverpool, por el Mar de Irlanda y por el entonces peligroso, por vulnerable, Atlántico, rumbo a América. Veinte días de navegación a bordo de un trasatlántico británico, que en número no muy considerable, pero sí representativo, traslada a checos, judíos alemanes, belgas, holandeses, lituanos, austriacos, españoles... Es la Europa fugitiva, que se escapa por todas las fronteras hacia el ancho mar. Atrás queda la desolación, el miedo y las sombras. Todavía, frente a Irlanda, la estampa siniestra de barcos bombardeados a medio hundir. A la altura de España -de nuevo España, siempre España, aunque sea la triste España de la muerte- cree, escuchar en los aires los sonidos de las campanas de la Patria, vocingleras, repicando a muerto. Y era cierto, pero dentro de nuestro corazón. El buque influyen de continuo, machaconamente, y a través de la radio, las sucesivas derrotas de los ejércitos aliados: el desastre de Dunkerke, la caída de París, la entrada de Italia en la guerra. Amargos envíos, desoladores, que en los pasajeros se mitigan con la gozosa espectativa de la tierra de promisión. Escalas en las Bermudas y Jamaica.
De ésta nos cuenta deslumbrada: Llegamos a Jamaica un amanecer dorado. Es la primera visión precursora de América que tenemos, y, ¡qué visión! Largo rato bordeamos la Isla, que es una montaña azul, alta, cuyo final no llega a divisarse. Da la vuelta completa, y aparece en un recodo el puerto. Nos adentramos lentamente en un maravilloso paisaje. La vegetación exuberante, en color y profusión, al lado de las doradas playas, y las aguas cristalinas, que el sol hace fulgir en miles de punto de color. La bahía tiene a trozos bancos de arena, tan altos, que se adivina su color dorado bajo la superficie del mar. Junto a ellos, barquitas de pescadores nativos bogan lentamente, salpicando de puntos oscuros las claras lejanías del puerto. ¡Qué diferente estado de ánimo a los que le acongojaron ante los campos de Bélgica y Francia, o ante las casas de Londres y de Liverpool! En aquellos mares caribeños, a considerable distancia de las escuadras alemanas, María, por primera vez, después de prolongadísimos meses de acosos y ansiedades, se siente protegida, a salvo, con su hija. Relajadamente respira los aires de paz, anchos, cálidos, perfumados, del continente americano. Eran los mediados de julio de 1940, y el puerto de arribada, Barranquilla.
América, al fin... Las informaciones que tengo de los años postreros de María Enciso, esto es, de sus años americanos son para mí muy reducidas. He fracasado en mis intentos de conectar con el hermano y con la hija. Es más, ni incluso puedo sostener si todavía viven. Las fuentes que he manejado de aquella época -»Diccionario Enciclopédico» de México, los libros de Julián Amo, Mauricio Fresco...- por escasas raquíticas, y hasta erróneas, no las he tenido en consideración. Han sido sus libros -como ya anticipé-, la Revista «Las Españas» y unos textos de Manuel Andújar los que me han permitido contornear un devenir, que, en lo sobresaliente, se ajusta -sospecho- a lo que bien pudo ser la existencia de María Enciso en este tiempo de América.
De su residencia en Colombia puedo afirmar que duró hasta 1944, y posiblemente, algo de 1945. Con absoluta fiabilidad también sabemos que en Barranquilla y en Bogotá le publicaron, respectivamente, «Europa fugitiva» y «Cristal de las Horas». Y que fue redactora del semanario «Sábado» y colaboradora de la «Revista de las Indias» y de «El Tiempo», ambas de Bogotá. Sobre estas actividades años más tarde el embajador de Colombia en México aseveraba que María en el periodismo y en la literatura encontró el trabajo redentor y al propio tiempo el consuelo y la razón de una nueva vida. Y agregaba que escribió, para periódicos y revistas colombianas, críticas literarias, cuentos, artículos, poemas. Bajo este prisma de periodista insisten igualmente Julián Amo y Charmion Shelby en la obra ya citada.
De esta varia y disgregada producción sólo he tenido acceso a aquellos temas que la misma María Enciso seleccionó para algunos de sus libros. Ignoro qué razones inmediatas o concretas impulsan a María a abandonar Colombia, un país cuyos círculos periodísticos habían abierto para ella sus páginas, un país que detentaba unos medios que le habían permitido la publicación de sus primeros libros. Yo, a vía especulativa, escribía en 1980 que la maldición del desarraigo que marca agónicamente el desterrado podría subrayarnos la motivación profunda de su desgajamiento de Colombia, de su fugaz estancia en la Cuba de 1945, y de su posterior llegada en este mismo año a México, en donde... permanecería hasta su muerte. Ello es cierto.
Es casi ley biológica que los trasterrados en sus primeros años de exilio se debaten angustiosamente ante unos ambientes que, en el mejor de los casos, son impermeables a la situación anómala a la que han llegado desde la confusión y la derrota. Situación que conlleva -como aludiendo a Emilio Prados comentan unos críticos actuales- la dolorosa conciencia de saber que el que se era ya no está con uno mismo. Así María Enciso en sus años colombianos, así -me permito asegurar- en todos sus años de destierro, buscando el norte salvador entre un vivir en crisis, un dirigir cabeza y corazón a tiempos irremediablemente idos y un debatirse ante problemas acuciantes y rutinarios. Huyendo de todo esto, en definitiva huyendo de sí misma, María deja Colombia, no se detiene en Cuba y recala irremisible en México.
Cuba se nos queda en blanco, a no ser sus elogios a la fuerte personalidad de La Habana. ¿Breve permanencia? ¿Simple escala para México? Algo más conocemos de su vida en México gracias a los testimonios escritos de Manuel Andújar -amiga leal la llama-, y a los propios de María Enciso.
En México firma trabajos para el suplemento cultural de «El Nacional», -que en aquellos tiempos era no sólo como hoy, periódico gobiernente, sino cardenista y revolucionario- y para la revista «Las Españas», aquella heroica aventura que pusieron en pie -y mantuvieron- Manuel Andújar y José Ramón Arana. De las tres etapas de la revista -de 1946 a 1963-, en la primera -hasta fines de 1950- María publicó en 1947 su «Almería, ciudad arábigo-andaluza» e incluido en la sección «España en el recuerdo». en la que los españoles en México evocaban -sangre contenida- sus lejanos lugares, en las que los exiliados daban muestras de sus señas de identidad. Entre otros, José Bergamin, Santullano, Manuel Andújar, Agustín Millares Carlo...
María Enciso, que retomaría su pasado y su artículo, para, con irrelevantes modificaciones éste, reproducirlo en «Raíz al Viento». Hasta el número de julio de 1948 de «Las Españas» no reaparece María. Fue su última entrega: dos sonetos preciosistas «Abril» y «El aire», un romancillo en heptasílabos con acentos panteistas «Ocre», y las rubenianas tres coplas de «Azul». Habría de ser también «Las Españas» la que diese cuenta del fallecimiento de María Enciso. Fue en su número 12. El de abril de 1949. Justa y emocionadamente lo comunicaba Manuel Andújar: Con palabras de vida y esperanza debemos recordar a María Enciso, muerta a deshora, cuando el tiempo de España, de su libertad, la aguardaban... María Enciso la amiga leal es una limpia verdad literaria que se trunca, en el momento en que su emoción y su concepto poético alanzaba fecundo equilibrio, clara sazón. En ella, la dignidad de la forma animábase con una ferviente dedicación temática a su pueblo... En el curso de su exilio en Bélgica, en Colombia y en México, este sentimiento auténtico inspira el decir de María Enciso. Y su propia existencia. María Enciso, destino y destierro, poesía y España. Un delgado silencio vibrante.
Ansiada de regresos, moría en muerte callada y a destiempo. Tenía cuarenta y un años. Vivía en la calle del General Prim, número 85, del noveno departamento del México D.F., y al decir de su amigo y prologuista Nieto Caballero era mujer serena, de ojos de extraordinaria dulzura, despertadora de simpatías, afectos y amistades, generosa, escritora de talento y poetisa inspirada y penetrante. Manuel Andújar alude, discretísimamente, en el prólogo a la edición española de «De mar a mar», a problemas personales, recónditos de María, y piensa que su vivir -externamente sereno más sometido a saudosa carcoma y quizás a enconados debates- traslucía una tónica conflictiva. Y que las realidades cercanas, o allegadas, violentaban en equis medida, su equilibrio íntimo y continuo quehacer.
El buen amigo, no obstante, se lamenta no haberse arriesgado en las preguntas, no por inmiscuirse en interioridades, inviolables por ello, sino porque -investigador en cualquier caso- dada la indisolubilidad de la existencia y de la poesía de María Enciso..., esos rasgos de su espíritu y sino puede representar una de las palpitantes guías de sus versos.
Que el transcurrir de María Enciso en México no fue fácil lo atestigua un comentario suyo, que de pasada vierte acerca de la ciudad de México -deduzco que recién incorporada María-, y que es harto elocuente: México es tierra que no se deja conocer fácilmente, la vida es dura, cuesta aprisionar su alma, es escurridiza como gran ciudad, recelosa y activa, pero a medida que nos vamos adentrarnos en ella, capta nuestra sensibilidad. El color y la música son su fisonomía esencial, el ruido y la promiscuidad su otra destacada fisonomía. Como en todas las grandes ciudades la vida en ella es múltiple y distinta. Más que en otras ciudades su espíritu es impenetrable. No, México no era la ciudad para María. María Enciso, pobre de amores, se encuentra perdida en la ciudad inmensa y cosmopolita. En aquel nido de águilas rodeado de volcanes no halla la acogida menuda y verdadera que su modo de ser y circunstancias demandaban. De desconcertante, escurridiza y recelosa la califica. ¿Hermética? ¿O fue acaso su hundido ánimo, encerrada en ella misma, el que alzó la barrera a toda posible comunicación? ¿Qué motivaciones la estimularon y sustentaron para sobrevivir en estos mundos a los que había entrado desde fuera y de improviso? Difícil, por no afirmar imposible, que se le cuajara en certidumbres un nuevo y ajeno estilo de vida.
De mimada o ninguna tranquilidad -al decir de Andújar y su propia confesión lo testifican-, de apenas tiempo -cuatro años- son los dos principales condicionantes de que dispuso María en México para granar su «De mar a mar» y su «Raíz al viento». Cuatro años malviviendo, fantasma de sí misma. El teresiano vivo sin vivir en mí, aunque en otro orden de valores, bien podríamos aplicárselo a María, bien podríamos aplicárselo a muchos de estos seres sin patria. Porque en ellos, para su tragedia y gloria, como liberación, la muerte.
(1) ANTONINA RODRIGO Escritora. Nacida en Granada, investigadora, ensayista y conferenciante.
Autora de diferentes obras sobre García Lorca, ha escrito también sobre las figuras de Mariana Pineda, Margarita Xirgu y María Lejárraga. Colabora habitualmente en revistas especializadas y pertenece al Consejo de historia y vida. «María Enciso forma parte de ese grupo de mujeres de la República que lucharon por conseguir avances sociales» No sólo de hombres se compuso la Generación del 27.
El mítico grupo literario contó con representantes femeninas que han quedado relegadas, incluso olvidadas, tras la imponente fachada de nombres míticos como Alberti, Lorca o Aleixandre. Sin embargo, su obra, hoy reivindicada, no se quedaba atrás de la de los hombres. Antonina Rodrigo, escritora e investigadora, acaba de finalizar un libro, titulado Mujer y exilio, 1939, en el que se recoge la vida y la obra de alguna de estas mujeres. Entre ellas, una almeriense: María Enciso. «Su caso», explica Rodrigo,»es el de muchas mujeres de la Guerra Civil y la República, que lucharon por sus derechos civiles, consiguiendo grandes avances que más tarde se malograron. Ellas mismas fueron represaliadas, o se fueron al exilio».
María Enciso pertenecía, además, a la Generación del 27, dentro de un grupo reivindicado por figuras como Manuel Altolaguirre o Manuel Andújar, «los cuales les dedicaron unos juicios críticos hermosísimos», según explica Antonina Rodrigo. Pocas mujeres pertenecientes a ese grupo han superado la barrera del anonimato, como María Zambrano. Enciso sigue en ella, pese a los estudios publicados sobre su obra, como el que se reproduce aquí, obra de Arturo Medina.
El libro de Rodrígo, en el que se recogen 27 figuras femeninas de la época, es uno de ellos. La estudiosa insiste en la necesidad de recuperar a la escritora almeriense, más aún cuando existen tan escasos ejemplos en la provincia de trabajos literarios como el de esta mujer, que vivió la «retirá» hacia el norte a medida que la península era tomada por las tropas fascistas, hasta llegar a Barcelona, desde donde salió, como delegada de la República, con un grupo de niños rumbo a Bélgica. «María Enciso pasó el desgarro de tener que separar a estos niños de sus madres, que estaban en los campos de concentración franceses», explica Antonina Rodrigo, «a los que llamaba «tristes y envejecidos niños especiales de los campos de concentración».
El avance de la II Guerra Mundial hace que también deba abandonar Bélgica, para regresar a Francia. Desde allí, se inicia un periplo que culmina definitivamente en Sudamérica: primero en Colombia, después Cuba y, finalmente, en México, donde muere a la temprana edad de 38 años. Es en Colombia donde publica su primer libro, y posteriormente el resto de su obra, que estaría impregnada por una gran nostalgia hacia Almería y los recuerdos que de esta tierra poseía.
Antonina Rodrígo no evita llamar la atención de los responsables culturales para «rehabilitar esta obra, que es hermosísima y en donde recoge imágenes en torno al mar, los paisajes y las gentes de Almería». «Son unos poemas entrañables, maravillosos, que todos ustedes se están perdiendo», insiste la investigadora, que recuerda además cómo se trata de un trabajo «asequible para todo el mundo, desde 8 años a 80. Es una poesía para todos, muy machadiana». Escrita, además, por una mujer que, como otras muchas en su época, trabajó por conseguir un fuerte avance social: a ello contribuyeron sus estudios de Pedagogía, muy avanzados en la República, y su militancia en el Partido Libertario y posteriormente en el Partido Comunista.
Indice Cuadernos Almerienses ©1998 Digindal.
Pag.1359 Enciclopedia de Andalucía. Edit. Anel Tomo III, 1979
Poetisa, "se crió en el monasterio de] Espíritu Santo de esta ciudad de Sevilla, y por ser muy pobre no pudo ser monja", Se conserva en la Biblioteca Nacional un romance manuscrito con letra de¡ s. XVIII, y que se titula Respuesta de una doncella honesta y virtuosa contra unas endechas lascivas y deshonestas en que habla indinamente de las monjas undevoto que comunicaba con una religiosa y, viéndose despreciado de ella, se las escribió infamando a todas las monjas con términos indignos de su religioso estado. Méndez Bejarano conjetura que, aunque pobre, no debió ser plebeya, pues firmaba Doña María.
Pag. 1360 Enciclopedia de Andalucía. Edit. Anel Tomo III, 1979
N. en Santa María de Trassierra (Córdoba) en 1467 y m. en 1521. Huérfana a los cuatro años, se encargaron de ella sus parientes de Córdoba. Fue amante de Cristóbal Colón cuando el futuro descubridor tenía 35 años y ella 20. De esta relación nació en 1488 Hernando Colón. Aunque algunos historiadores dijeron que ambos amantes se hablan casado en secreto, no hubo tal matrimonio, sino que Colón encomendó en su testamento a Beatriz a su hijo legítimo Diego.
Pag.1360 Enciclopedia de Andalucía. Edit. Anel Tomo III, 1979
Poetisa, n. en Sevilla en el último tercio del s. XVI, ignorándose la fecha de su muerte. Estuvo casada con Cristóbal Ponce de León y en segundas nupcias con Francisco de León Garavito, de¡ cual también enviudó pronto (1630).
Famosa por sus escritos y por una historia que recogió Lopc de Vega en la silva 3ª de su Laurel de Apolo, donde se hacía alusión a las aventuras de una doña Feliciana que estudió en Salamanca disfrazada de hombre y enamorada de un doncel llamado don Félix tuvo que declarar su sexo.
Es autora de: Tragicomedias: los jardines y campos Sabeos, dedicada a sus hermanas (Coimbra 1624), de esta obra existe una edición en Lisboa.
Escribió además: Las doncellas de Símancas; el soneto Las Bodas de Maya y Clarisel y Censura de las antiguas comedias españolas,y varias poesías líricas, entre ellas el precioso madrigal, El sueño de Gelita.
Su prólogo en verso suelto de la Tragicomedia es la antítesis del Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega, y al revés de los demás neoclásicos españoles, dio tanta importancia a la unidad de lugar como a la de tiempo.
Pag.1388 Enciclopedia de Andalucía. Edit. Anel Tomo III, 1979
Ganadera de reses bravas de Jerez de la Frontera, (Cádiz). Formó la Ganadería con las vacas y sementales que compró a Lucia Conradí Alonso, llija de Juan Bautibta Conradi. Más tarde, Soledad Escribano eliminó las reses de, esta procedencia y las sustituyó por otras procedentes de Mutube y de su esposo, el también ganadero Ferrmín Bohorquez Gómez. Tiene divisa verde.
Zambra. http://www.zambra.com/ 1998
Nació en 1966, en una familia trianera cuyo patriarca es su padre, el cantaor Curro Fernández. Al principio, Esperanza siguó el esquema tradicional del artista gitano: primero, las juergas en casa; después, algún fin de fiesta en las actuaciones familiares; por fin (a los 13 años), el salto en solitario. Pero luego ha seguido nuevos rumbos. Inspirada en su voz bellísima, de registros muy amplios, desde el agudísimo hasta el más grave, ha bebido en el piano de José Miguel Évora y en el flamenco sinfónico y en la guitarra a secas. De esa actitud valiente y poco usual han salido espectáculos bellísimos, llenos de duende, como el titulado "A oscuras", una creación basada en textos de poetisas latinoamericanas en la que participó Morente.
Pag. 1416 Enciclopedia de Andalucía. Edit. Anel Tomo III, 1979
Poetisa, n. en Sevilla. Hija del conde del Aguila, Miguel de Espinosa (v.), y de Isabel Tello, tuarquesa de Paradas. M. en 1800. Obras: Poesías (Sevilla, 1837); Venus irritada (Sevílla, 1822); Educación y estudios de los niños y niñas, manuscrito.
Pag. 1435 Enciclopedia de Andalucía. Edit. Anel Tomo III, 1979
N. en Sevilla (1854-1876). Poeta posromántica. Murió tuberculosa a los 22 años. Su edición de versos (Últimas flores, Sevilla, 1877) fue, prologada por José de Velilla (v.) y epilogada por una corona poética en la que colaboran los mejores escritores sevillanos. (v. también "Epígonos de la Ilustración Romántica: posrománticos Y becquerianos").
Pag. 1444-1445 Enciclopedia de Andalucía. Edit. Anel Tomo IV , 1979
La historia blanda y deformada que cuenta una popular canción de la posguerra. ofreció a los españoles la imagen de una señorita de Montijo dominada por las habilidades casamenteras de su madre hasta convertirla en emperatriz, y por la nostalgia de la tierra lejana. Pero, detrás de la simplificación y el poder evasivo de aquellos argumentos, hay una realidad muy diferente. Nació Eugenia en Granada, el 5 de mayo de 1826, y era la segunda hija del matrimonio formado por don Cipriano, conde de Teba, y doña María Manuela de Kirkpatríck, ambos con antepasados ilustres y una ascendencia que se complacían en remontar en varios, siglos Su padre combatió para los franceses. y la condesa gustaba de relacionarse con los medios artísticos y sociales del país que había restaurado la monarquía tras la aventura napoleónica. Los viajes a París eran frecuentes, y en ellas, con la colaboración de Próspero Merimé, amigo personal de doña María Manuela. se ampliaba el circulo de influencias, Eugenia en compañía de su hermana Francisca, iba creciendo en un ambiente exaltado donde las conspiraciones y las ideas liberales se extendían con fuerza , y en el que el recuerdo de Napoleón, cuyas cenizas volvían a Francia dominaba las conversaciones. En 1839 muere don Cipriano y los cambios de residencia se hacen numerosos, la condesa, por su parte, amante de intrigas en la corte madrileña de la reina Isabe II, aspira a grandes matrimonios para sus dos hijas. El primero no tardará en celebrarse, y en 1844 Francisca se convierte en la Duquesa de Alba.
Las alteracíones políticas francesas no pasaban desapercibidas en España. En 1848 una
nueva revolución acabó con la monarquía de Luis Felipe y abrió el camino al príncipe Luis Napoleón y a la evocación de las Víejas glorías. Eugenia, educada para brillar, con una cultura rudimentaria, se apasionaba por la política. A los veinticuatro años, mundana, distinguida, poseía una apariencia física alejada de ese retrato tópico que el propio Merimée inmortalizará en sus descripciones andaluzas. Es una de las mujeres más admiradas de la aristocracia madrileña, donde los pretendientes no faltan y las bodas de interés son moneda corriente. En compañía de su madre volvió a instalarse en París y allí coincidió en numerosas ocasiones con Luis Napoleón, Presidente de la República, personaje adulado y ambicioso para el que no pasó desapercibida la española. La agitación en la capital francesa era cada vez más importante. El príncipe-presidente y la Asamblea entraban en conflicto, y la posibilidad de un golpe de fuerza se presentía fácilmente. En 1852, después de restablecer el sufragio universal, y tras promulgar su constitución, Luis Napoleón adquirió poderes absolutos. Alojado en el palacio de las Tullerías, es el momento de rodearse de una corte lujosa y ultimar planes. En noviembre de ese mismo año se restableció el Imperio, y el 1 de diciembre Luis Napoleón fue proclamando emperador. El Segundo Imperio empezó a recorrer los senderos trazados por Napoleón I.
Eugenia vivió de cerca todos esos cambios y calibró, con la ayuda de su madre y del inseparable Merimée, el cerco amoroso de Napoleón III, cuyas aventuras y amantes eran de sobra conocidas. A pesar de la diferencia de edad, de la oposición de familiares y políticos, aceptó el compromiso; y en enero de 1853, en la misma catedral de Notre-Dame en la que Napoleón I se coronó a si mismo y a Josefina, pasó a ser emperatriz de los franceses. Granada quedaba muy lejos. Con ese matrimonio Napoleón III había descartado una unión de intereses con alguna potencia extranjera. Aún así, su condición de conspirador, sus orígenes discutidos, habrían dificultado cualquier intento. El Segundo Imperio resplandecía con luz propia en una Europa donde el liberalismo económico se imponía y en la que un sentimiento de unidad nacional agitaba a Italia y Alemania. Consciente de que sólo su figura sostenía aquel decorado, Napoleón III buscaba el éxito de un autoritarismo nuevo del que la condición divina había sido suprimida, y en el exterior, acatamiento a sus decisiones. Un hijo era necesario para conceder futuro al Imperio, y Eugenia se lo dio en 1856. Fueron los años del prestigio y de la prosperidad. La Exposición Internacional y las obras públicas cambiaban la fisonomía de París. En Inglaterra, la reina Victoria reforzaba con su amistad la unión entre los dos paises. La guerra de Crimea y el Tratado de París elevaban el poderío de Francia. En aquella euforia, Eugenia iba desenvolviéndose cada vez mejor por los ambientes difíciles y no siempre cordiales de la corte. De educación cosmopolita, con rasgos andaluces pero también ingleses en su carácter, anhelaba el reconocimiento de sus súbditos y la participación en algo más que labores de caridad. En 1859, a consecuencia de la campaña de Italia que el emperador dirigió personalmente, asume por primera vez la regencia. Recordó los consejos de la reina Victoria, ferviente partidaria de los reinados matrimoniales, y trató de ganar la batalla a una instrucción deficiente y superficial. Napoleón III se había lanzado a la unificación italiana, y soñaba con una confederación. Eugenia poseía al respecto opiniones particulares, mezcla de afectos e intuiciones, y la cuestión romana la alteraba. Sentía la inestabiliclad de aquel imperio y, de ideas tradicionales, aforaba la fuerza de un absolutismo y una monarquía que la Revolución de 1789 habla desmantelado para siempre. La oposición empezó a acusarla de intromisión en los asuntos de estado. No dejaba de ser, pese a sus esfuerzos, "la española". En 1865 volvió a ocupar la regencia con motivo de un viaje del emperador. Ya para entonces la situación del imperio mejicano de Maximiliano I, al que ella había apoyado con pasión, era insostenible, y en Europa, la influencia de Bismarck con el ejército más poderoso del continente, planteaba serias amenazas.
Aunque una nueva Exposición Universal se celebró en 1867, al mismo tiempo que en Méjico era fusilado Maximiliano, la salud del Segundo Imperio no engañaba a nadie. Eugenia, aficionada al poder, se consolaba de las infidelidades conyugales con una mayor actividad que a muy pocos satisfacía. En octubre de 1869, inauguró el Canal de Suez. Fue el último acto solemne. Al año siguiente todo el país presentía la guerra, y la declaración de la misma a Prusia no se hizo esperar. Eugenia asumió la regencia por tercera vez tratando de salvar un Imperio que ninguna nación apoyaba, pero su habilidad política no era excesiva, y el conflicto franco-prusiano, con la derrota y prisión del emperador en Sedán, había decidido el futuro. Una mejor suerte que la de María Antonieta, reina a la que admiraba, le permitió escapar de un París efervescente que preparaba ya las jornadas de la Comuna. Con idéntica facilidad a la que fuera acogido en recuerdo de Napoleón I, el Segundo Imperio se hundió bajo la potencia prusiana que unificaba Alemania. Quedaba un heredero y con él la esperanza, a pesar de que la República había sido proclamada de nuevo en París. El exilio se organizó en Chislehurst, Inglaterra, desde donde Napoleón III, conspirador infatigable, soñaba con volver a gobernar. Murió en 1873 de un ataque de uremía, Eugenia siguió entonces ocupándose de la política, y la restauración del Imperio en la persona de su hijo Luis, era una carta que quería jugar. Pero en 1879 el príncipe desapareció en una expedición de las tropas inglesas en Africa.
La energía de carácter, el culto a las glorias ausentes, la harían sobrevivir aún muchos años. Nunca dejó de interesarse por los acontecimientos franceses, y una economía saneada y bien vigilada, le facilitaban los viajes y las adquisiciones o donaciones de propiedades. Poco a poco sus amigos fallecían y la Historia arrinconaba su pasado. Eugenia de Montijo, "la bella andaluza" del París agitado de 1850, se convertía en una imagen descolorida que lograba resistir a su época. La guerra de 1914 y la posterior derrota alemana la llenaron de satisfacción. Era la venganza, un alivio en la longevidad. Volvió a España y visitó Sevilla, aplazando una visita a la casa natal en Granada. Murió en Madrid, en el palacio de los Duques de Alba, el 11 de julio de 1920.
Mazenod, Lucienne y Schoeller, Ghislaine.
Diccionario de Mujeres Célebres
Editorial: Anaya & Mario Muchik
Madrid 1996
Pág. 350-351
Eugenia María de Montijo de Guzmán, condesa de Teba. Emperatriz de los franceses (Granada, 5-6-18261 Madrid, 11-7-1920). Su padre, el conde de Montijo, descendía de una ilustre familia española de origen irlandés. Después de su muerte en 1839, Eugenia frecuentó con su madre las más grandes cortes de Europa, donde destacaba por su belleza y su inteligencia. El 30 de enero de 1853 contrajo matrimonio con Napoleón III y en 1856 tuvo un hijo, el príncipe imperial, que murió en 1879 al servicio de Inglaterra en una campaña contra los zulúes. Ejercia una notable influencia sobre su marido y en cierta medida orientó la política exterior de Francia. Ferviente católica y partidaria del incremento del poder papal, se opuso a la política italiana de Napoleón III dado que ésta era contraría a los intereses del papa. Apoyó la desastrosa expedición de México en quí, se produjo la ejecución de Maximiliano I, mientras la emperatriz CARLOTA DE BÉLGICA se hundía en la locura, así como la segunda expedición de Roma (1867). El emperador, enfermo en las postrimerías de su vida, era demasiado propenso a dejarse guiar por sus opiniones, que no resultaron siempre acertadas. Obsesionada por el deseo de garantizarle el trono a su hijo, y ante el creciente debilitamiento del emperador, lo incitó a la guerra contra Prusia, confiando en que una victoria reforzaría el plebiscito del 8 de mayo de 1870, que había resultado favorable al imperio. Ocupó la regencia en tres ocasiones: en 1859, en el momento de la guerra contra Italia; en 1865, durante el segundo viaje de Napoleón III a Argelia; y en 1870, cuando se produjo la guerra contra Prusía. Tras la caída del régimen, el 4 de septiembre de 1870, Eugenia se afincó en Inglaterra con su hijo, donde se les unió su esposo. Cuando quedó viuda, en 1873, luchó por el acceso del príncipe imperial al trono y cesó en la actividad política a la muerte de éste (1879).
Ref. C. Dufreme, L'Imperatrice Eugenie, ou le roman d'une ambitiuse, 1976. W. Smith, Eugenie, Imperatrice et femme (1826-1920). 1989. J.
Autin, L'Imperatrice Eugenie, ou L'Empire d'une femme, 1990