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Cuando somos jóvenes, creemos que el tiempo es eterno, que nada corre prisa, que siempre habrá un momento, para hacer aquello que tantas veces venimos postergando. Y la vida pasa. Y sin darnos cuenta, un día ya no somos tan jóvenes, ya no queda tanto tiempo; ya hay que apresurarse para poder llegar, y lograr hacer aquellas cosas que hemos ido dejando de lado. ¿Cómo medimos el tiempo? ¿Es que acaso hay varias maneras de medirlo? ¿Es que acaso pasa con diferente ritmo, en la juventud, que en la madurez, o en la vejez?

Disfrutemos de lo bueno que tiene cada edad; sepamos conservar el entusiasmo de la juventud, que unido a la experiencia que nos van dando los años, será mucho más provechoso.

Tratemos de conservar la calidad de vida, aún en el paso de los años; tengamos siempre proyectos, sueños; no dejemos de hacer cosas.

Cuidemos nuestro cuerpo, alimentémoslo sanamente, no dejemos de hacer largas caminatas, disfrutando en cada instante de la madre Naturaleza, de los regalos que el Señor nos dio: disfrutemos del cielo, de los árboles, de los pájaros, de las flores, de los perfumes, de la sonrisa de un niño... No dejemos de comunicarnos con nuestros amigos, no permitamos que la inercia nos aísle frente a un televisor.

Y por sobre todo, no perdamos nunca la esperanza... siempre es tiempo de que algo maravilloso nos suceda, en el momento menos esperado, desde el lugar más increíble...

Y tratemos siempre de acordarnos de servir a nuestros semejantes, que para esto nos puso Dios en la Tierra: para que nos amemos los unos a los otros, para que nos ayudemos los unos a los otros...

¿Tenemos acaso consciencia de que si cumpliéramos TODOS estas dos premisas, no habría problemas en el mundo, porque nadie haría daño a un hermano?

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