Briscas y otros juegos del azar
Chiara Merino Pérez 

    El bar Las Virtudes está situado justamente en la frontera que divide la vieja ciudad de la nueva metrópoli.   Calle Olvido número 7, ensangüichado entre la Bodega El Gandúl y la Lavandería Rápido, el pequeño bar se ve iluminado.  La fachada roja está rodeada de lucecitas de Navidad blancas y rosadas, porque aquí se celebra todo el año.  En el marco de la puerta maciza de madera algunos años atrás alguien escribió en pluma negra un mensaje profético que lée: DOLOR ES ROMPERSE EL CORASON EN MIL PEDASOS Y EN TU AGONIA SENTIR QUE LO QUIERES TODAVIA.  Así mismo está escrito, con ho/errores ortográficos y todo.  Así lo escribió algun filósofo callejero, seguro que en medio de una borrachera Palo Viejo, y así ha quedado a través de los años que ni lluvia ni manoseo han podido tachar.  Ésto es el Borinquen de ayer preservado hoy; el único sitio donde la vellonera sigue cogiendo vellones.  La vieja vellonera de discos formato 45, que no toca música nueva de protesta que tanto gusta a los estudiantes, sino toca lo clásico, lo que sale de aquí: Ruth Fernandez, Tito Rodriguez, Gilberto Monroig, Mirta Silva, El Gran Combo, Rafael Cortijo.  Las paredes son esqueletos de paredes coloniales, cada ladrillo amarillento símbolo de otros tiempos que no se sabe si eran mejores o peores, sólo necesarios para ser lo que somos hoy día.

     En el bar Las Virtudes todo el mundo juega un juego distinto.   En la esquina derecha de atrás, entre la barra y el baño, se sientan Don José, Don Chucho, Don Jesús y Don Vicente.  A todos les precede el Don, tan típicamente Puertorriqueño, porque son caballeros de otra época cuando empezaron a romper el molde.   Todos los que vienen aquí tienen un cuento que contar, un cuento que todos sabemos de memoria pero que cada noche escuchamos como si fuese la primera.  Ellos son maestros del dominó de seis, entre cigarrillos Winston y traguitos de ron, pueden ser catedráticos de lógica.  La mesa de enfrente, ya tirando hacia el centro del bar, es la mesa de generala.  Cinco dados rojos con puntos blancos en una lata mohosa de café.  Aquí no existe distincción sexual.  Juegan machos y hembras por igual, todos buscando la generala.  La razón por la cual no se distingue entre los sexos es porque todos sabemos que en los verdaderos juegos del azar, los juegos de chiripa, de fortuna, de suerte, siempre los gana una mujer.  Don Chucho me explicó ésto una noche diciendo que la fortuna es femenina y marimacha; en los juegos la fortuna seduce al hombre pero prefiere siempre a su enemiga natural, la mujer.  Me miraba a los ojos cuando me hacía su explicación, yo sabiendo ya que eran buenas nuevas para mí.   Todos siempre me respetaban porque yo, siendo mujer, padecía del mismo mal que los afligía a ellos.  Mal de amores, como dicen por estos lares.  Por una mujer como tantas otras por las cuales ellos habían sufrido.  Simple y llanamente todos sufríamos de una traición...la que se nos fué.  Así que quedábamos en un acuerdo silente ya que al mal de amores no lo cura un puñito de azabache al cuello, sino un viejo bar en la calle Olvido número 7, un cigarro y un trago fuerte que nos saque/seque las lágrimas, y un juego del azar buscando la suerte.  Buscando descanso en ella o preferiblemente sobre ella.  Buscando alivio a la condición.  Todos nos entendiamos bien.

     Yo me sentaba siempre en la misma mesa.  Era una mesa pequeña para dos personas con un cenicero amarillo que anunciaba, MEDALLA...UNA TE LLEVA A LA OTRA.  Unos minutos antes de que llegara María Elena, yo acostumbraba a estar en la barra con Doña Rosa, mientras ella me hablaba de sus hijos entre bocanadas de humo y vodka.
Los desgraciados no me llaman, y los chavos, que muy de ves en cuando mandan, no dan ni pa'la medicina...y el nieto mío (porque tú sabes que es mi única compañía desde que su madre me lo dejó aquí pa'irse a putear con el ingeniero ese...) se va temprano y llega tarde, pero yo sé que el nene es bueno, tú sabes...La pobre Doña Rosa era la última que salía del bar.  Yo la había llevado a su casa varias veces, ya que ella siempre llegaba temprano en la guagua.  Era la abuelita de todos en el bar y siempre nos encargábamos de ella cuando empezaba a chillar por el esposo muerto, el único hombre que conoció cuerpo y alma.  En el bar Las Virtudes nostros los virtuosos nos encargábamos de todo.  Nadie se iba llorando sin antes reír, nadie bebía solo si podía hacerlo acompañado.

     Por la puerta maciza de madera entraba una mujer treintona de piel trigueña y pelo largo negro.  Llevaba puesto un traje de algodon crema, con algunas amapolas rosadas desteñidas, que hacía relucir dos rebozantes pechos.   Entremedio de ellos se fijaba una cruz de oro, colgando de una delgada cadenita.   Sus caderas inspiradoras de los más intensos tambores tropicales se meneaban en un tún-tún antillano sabrosón.  Fue mi indicación a excusarme con Doña Rosa e irme a la mesita para dos.  Mientras yo sacaba los naipes de la bolsa, ella caminó a la barra a pedir un cubalibre.  Yo empezaba a barajear las cartas y a convencerme mentalmente de que cuando María Elena se sentara frente a mi, como lo hacía todas las noches a esta hora, no me iba a saltar el corazón a la boca.  Me trataba de convencer, como lo hacía todas las noches a esta hora, de que cuando ella fijara esos ojos tristes azabaches en mis ojos tristes castaños claros, no me iba a dar un retortijón en lo más profundo del vientre.  Bebía mi Ron del Barrilito "estrai" (straight) y despacio para que no se me notara el mal.  María Elena se acercó a la mesa y se sentó justo frente a mí, sonriendo dulcemente, sus dientes blancos creando un contraste con el canela de su rostro.  Cuando María Elena sonreía se le hacían patitas de gallo alrededor de los ojos y lineas de expresión en la frente; yo quería acariciarle las lineas de la vida con la yema de mis dedos.

     Y así pasaba todas las noches a esta hora.  María Elena, la mujer casada, la mujer de Pablo el mecánico, la madre de Toñito y Quique, era mi amante.  Hacía tres años desde que la toqué por primera vez.  Ella llegó a Las Virtudes una noche al final del verano y el tiempo se suspendió por un breve instante.  Todos la seguíamos con la vista mientras caminó a la barra y pidió un cubalibre.  Su cara era una de cansancio profundo; se sentó en la barra a tomarse su trago silentemente.  Yo la miraba por encima de mi vaso, y creo que en ese momento supe que me había enamorado.  Sus dedos largos de uñas cortas y limpias acariciaban el sudor que se deslizaba por el vaso.  Doña Rosa, que ya llevaba unos cuantos vodkas encima, se encargó de entablar una conversación con ella.  A partir de unos minutos la abuelita se viró hacia mi diciendo,
Iris...Iris, ven acá que te voy a presentar a María Elena...ella trabaja en la Farmacia Guzmán, justo a dos calles de mi casa...Ya sabía yo que Doña Rosa estaba más soná que un timbre de guagua, y vi que la mujer a su lado se empezaba a sonrrojar, así que me dirigí a la barra.  Me presenté y le pregunté a la mujer si le interesaba probar su suerte en un juego de briscas.  Me dijo que sí y la llevé a la mesita para dos, despidiéndonos de Doña Rosa, que seguía hablando, esta vez con Juan José, el barman.  Esa primera noche empatamos el juego sesenta a sesenta.  Al contar los puntos, la dama fortuna debe haber sonreído.  Si recuerdo bien, la vida era copas.  María Elena siguió viniendo esa semana a probar su suerte mientras yo agradecía la mia.  La séptima noche ella me acompañó a dejar a Doña Rosa en su apartamento y volvimos a la calle Olvido, pero se nos quedaron cortas las ganas de Las Virtudes y terminamos en la Posada del Olvido (habitación tres, quince pesos la noche).  En el cuarto oscuro del motelito, descubrí el cuerpo bendito de María Elena, reflejado a la luz azul de neon, suavizado por las espesas cortinas amarillas.  Probé el guayaba dormido de su boca mientras deshacía los botones de la camisa que leía Farmacia Guzmán justo sobre uno de sus pechos magníficos.  Hicimos el amor lentamente, no tanto buscando un orgasmo como buscando algo de calor.  La mañana nos encontró enrredadas juntas, su cabellera cubriendo mis senos como una pequeña noche.  Y cada noche despues de copas, bastos, espadas, y oros, se repetía la historia.

     Pero esta noche todo era diferente.  Mientras María Elena se sentaba justo enfrente mío, como lo hacía todas las noches, yo decidí hacerle una propuesta. 
Te noto rara, mi cielo,¿ qué tienes que andas con esa carota?  Me preguntó suavemente.  Le sonreí con dificultad mientras barajeaba los naipes y empezaba a repartirlos.  Esta noche quiero hacerte una apuesta...no me mires así, es bien sencillo.  Vamos a jugar un tres de cinco, si acaso empatamos, la seguimos jugando hasta que cuadre. ¿ Te parece? María Elena, siete cartas ya en mano, me miró fijamente a los ojos.  ¿Y cuál es la apuesta? me preguntó un poco nerviosa.  Simple y llanamente, si tú ganas, me pides lo que quieras...le dije.  Y si ganas tú ¿qué tienes en mente?  Su ceja izquierda se alzó y sus ojos brillaban en la opaca luz de Las Virtudes.  Te tengo en mente a ti...dejas a Pablo de una vez por todas y te vienes a casa con los nenes.  ¿No crees que hemos perdido mucho tiempo ya?  Ni tú ni yo estamos tan jovencitas todavía como para no saber en lo que nos hemos metido...María Elena, la vida es tan corta...¿quieres seguir viviendo así? ¿Aceptas mi apuesta? Ella me miraba como si yo estuviese total y completamente demente.  Se quedó callada y se miraba las manos, esas manos finas que sorteaban pastillas por el día y acariciaban mi espalda por las noches.  Estuvo silente unos segundos, que yo sentía eternos, y finalmente levantó su mirada hacia la mia. ¡Qué caray!  Iris, acepto tu reto.  Enfin, yo siempre te gano...me dijo mientras agarraba un cigarrillo de mi bolsa.  Lo encendió, aspiró, y soltó el humo como si fuese un suspiro.  Yo saqué la vida de las cartas para empezar el juego; la vida era copas.

    
Heraclio Fournier, no seas cabrón y ayúdame, me dije entredientes mientras me deshacia de un dos de bastos.  Volví a mirar mis cartas mientras María Elena se lo llevó con el bastuco, ganando sus primeros once puntos de la noche.  Me sentía confiada, al menos en este primer juego, pues tenía el tres y el doce de copas.  Para ser mano repartida, tenía buenas cartas.  El resto me vendría fácil si me concentraba en cómo usar la mano.  Ya no tenía que dejarme llevar por la suerte; era cuestión de saber jugar y sacarle puntos a mi amante.  En la parte posterior del bar, se oían las carcajadas de los jugadores del dominó, mientras revolvían y hacian sonar las fichas como chicharras.  "Piénsalo bien muchacha, piénsalo bien"...entonaba Ruth Fernandez en la vellonera con su voz sonora.  Yo ya había notado que María Elena andaba enbriscada y pude sacarle bastantes puntos en las primeras jugadas.  Pero al finalizar el primer juego logró recuperar lo suficiente como para ganarme por ocho puntos; quedamos sesenta y ocho a cincuenta y dos.  Yo sentí un escalofrío correrme por la espina dorsal.  Uno a cero, me dijo, tomando las cartas para barajearlas nuevamente.

     Yo me excusé y me levanté para ir a la barra a pedir otra ronda para nosotras. Mientras esperaba a que Juan José terminara de cuadrarle la cuenta a unos clientes, Doña Rosa se me acercó.  Tenía los ojos llorosos, gracias a la vodka que se llevaba a los labios.  Se sentó a mi lado con cara de preocupada.
M'ija, luces como si hubieras visto un muerto...¿qué te pasa?¿ María Elena te volvió a ganar?, me preguntó la abuelita.  Fíjese Doña Rosa, esta noche no voy a dejar que me gane, pues hoy tengo mucho que perder...Juan José, danos dos pa' la mesa...Doña Rosa me hizo sentarme mientras esperaba mi orden.  Iris, no me digas que andan apostando, m'ija, yo pense que ustedes no hacían eso...¿qué, ya no juegan por el puro placer de cojer a la fortuna de pendeja?  Nunca he visto yo en todos mis años aquel primer juego de ustedes...¿te acuerdas? Empataron esa noche, sí señor...me ofreció un cigarrillo mentolado, largo y marrón, de esos que ella fumaba.  Yo acepté y en ese momento Juan José llegó con los tragos.  Pagué lo debido y me disculpe con Doña Rosa, que me encendía el cigarrillo con su encendedor de plástico anaranjado.   M'ija, ten cuidado con la dama fortuna...ustedes son hembras,¿ sabes? Una vez que apuestan, ya no hay forma de ganar...me dijo mientras pedía otro vodka.  No se preocupe, mi vieja, écheme el ojo bueno porque esta noche no salgo de aquí una perdedora.  Regresé a la mesa en el momento en que María Elena se disponía a repartir las cartas.

     La vida era espadas, que era mi vida de suerte.  Miré mis cartas y, ciertamente, tenía el espadon y el resto eran vidas bajas, con excepción de un cinco de copas.  María Elena me miró, seguramente pensando lo mismo.  Ella me empezó a hablar mientras jugábamos. 
Iris, creo que nunca te he dicho esto...pero la noche que entré al bar por primera vez, te ví desde la calle antes de entrar.  Y aunque te suene raro, supe en ese momento que ibas a formar parte de mi vida.  No creas que era algo sexual, bueno en ese momento no era eso, pero es que no sé como explicartelo.  Tú estabas sentada en esta mesa, fumando, y te levantaste a poner una canción en la vellonera...pusiste "Olga," aquella canción que cantaba Daniel Santos....¿ recuerdas? "Si esto es amor por compasión no huyas de mi, dame valor..." tarareaba María Elena, recordando en medio del juego.   Le sonreí, tirando un siete de oro.  Parece que fue ayer...le dije.   Pues lo que te iba a decir es que te veías tan sola, Iris, tan triste, que yo te comprendía antes de conocerte.  Yo entendía esa soledad tuya, y cuando caminaste a la mesa ya yo estaba entrando por la puerta y fue la primera vez que te miré a los ojos.  Levantaste esos ojazos, grandes y dorados como la miel, y yo supe que te iba a querer.  No se si me puedas entender...me dijo con melancolía.  Hablaba en un tono bajo, casi cuchicheando, pues aunque la gente del bar ya sabía lo que había entre nosotras, siempre tuvimos respeto.  No te pongas triste, claro que entiendo lo que tratas de decirme...no sé, María Elena, para mi, tú siempre has estado a mi lado.  ¿Sabes?  A  veces estoy segura que nací soñándote, que mi vida siempre fue un camino que desembocaba en ti...y así viví mi vida, buscándote y esperándote en cada esquina de esta extraña ciudad.  Yo sabía que ibas a llegar, y cuando te vi entrando a Las Virtudes le pude poner un rostro a ese angel que me visitaba todas las noches desde pequeña.  Y terminando de decirle estas palabras, hize mi última jugada y gané el segundo juego, setenta y dos a cuarenta y ocho.    Uno a uno, me dijo, con los ojos llenos de emoción.

     María Elena me pasó las cartas y empecé a barajear nuevamente.   Pensé que la dama fortuna estaba conmigo, si no en las briscas, en las palabras de María Elena.  Creo que en ese momento entendí que el amor era el verdadero juego del azar.  Yo lo había apostado todo en María Elena y al fin y al cabo sólo el destino (claro está que bajo el tutelaje de la dama fortuna) podría darme los puntos para ganarla por el resto de mis días.  Pero también hacía falta un poquito de la lógica de los del dominó, un chin de esa cordura que encontraba en mis pláticas con Don Chucho.  Esa lógica fue el enamorarme de María Elena, porque para mí era lógico quererla sólo a ella, desearla sólo a ella, acostarme pensándola y levantarme soñándola.  Porque cuando la encontré el amor era algo sencillo; yo me entregué plenamente, abriendo mis brazos, mis piernas y mi corazón.  El amor no se tenía que pensar, era como el instincto de fiera que todos llevamos dentro, ese lugar puro e inocente que le entregamos a sólo una persona en nuestras vidas.  Nuevamente, la vida era espadas y yo jugué a ganar.  Con una sonrisa rara, María Elena declaró mi victoria nuevamente.
Dos a uno, dijo suavemente, sin importar la puntuación.

     Yo me empecé a poner nerviosa.
Sólo me queda esta última jugada, Heraclio, no la cagues, coñete...En esta última jugada no hablamos.   Busqué otros trago en la barra y me di cuenta que Doña Rosa ya estaba con su cabeza blanca recostada sobre la barra.  Me acerqué a ella y Don Chucho me gritó desde su mesa.  No te preocupes, Iris, esta noche estás jugando.  Yo llevo a la abuelita así que juega tranquila, m'ija.  Con esta última palabra me tiró una guiñada de ojo y volvió a su juego.  Regresando a la mesa, dejé los tragos y agarré un vellón de mi bolsa.  María Elena me miraba extrañada cuando me dirigí a la vellonera.  En unos segundos, "Olga" interpretada por Daniel Santos, llenó el pequeño bar.  "Desde que yo te ví te quiero tanto, tanto que ya no puedo vivir tranquilo..." Regresé a la mesa donde me esperaba la dama fortuna y comencé a barajear los naipes que leían, "Varios Premios."   Pero sólo me interesaba uno.  Siete y siete y Daniel cantaba triste y borracho aquella hermosa canción.  Vi el más mínimo temblor estremecer los hombros desnudos de María Elena.  La vida era la nuestra.  Pasaron las primeras jugadas tentativas, probándonos, tanteándonos la una a la otra, tratando de adivinar nuestras jugadas.  Se cambiaron los dos por los sietes; se guardaron las vidas para el final.   Yo tenía en mano sólo el tres y quedaban menos de quince cartas a escoger.   Pensé mis jugadas bien, tomé un trago de ron y encendí un cigarrillo.  Le quité puntos menores de dos, tres, y cuatro, y al fin me llegó el uno tan necesitado.   Quedaban dos cartas a escoger.  María Elena hizo su jugada, y yo hize la mía, la cual gané.  Agarré la penúltima carta y ella la última expuesta.   Mi carta era el doce.  Había llegado el momento de la jugada final.   María Elena me quitó unos puntos bajos, pero estaba al fin completamente enbriscada.  La miré a los ojos y vi una intensidad que nunca había comprendido hasta ese momento.  Puse mis cartas en orden sobre la mesa y le dije lo único que me restaba por decir: Entrégate.


Fin

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