Tal como pueden ver, este cuento es un poco
diferente a los anteriores que me ha enviado Amanda, sin embargo,
no por ello deja de tener su encanto.
"Juan Paredes un conocido biólogo de la Universidad de
Buenos Aires, estaba satisfecho de su trabajo. Había estado
midiendo la velocidad que desarrollaban en tierra las tortugas
galápagos. Durante más de cuatro meses seguidos estuvo
desconectado totalmente del mundo en aquella pequeña isla
perdida en el Pacífico viendo y anotando cuanta tortuga había.
Partió de la isla con su pequeño avión Cesna, pensando cual
sería el recibimiento que su novia le daría luego de haber
pasado tanto tiempo sin verse. Tan solo de recordar sus últimos
encuentros con ella, hacía que las ganas de regresar rápido a
Buenos Aires fueran en aumento y forzaba la velocidad del avión.
Al pasar sobre la provincia de Mendoza la máquina empezó a
fallar y comenzó a perder altura. Cuando el avión
irremediablemente se iba a pique, Juan tomó el paracaídas y se
tiró. Cayó en un patio con tan mala suerte que su brazo golpeó
contra una piedra y sintió el sordo crujir de sus huesos al
romperse. Un dolor intenso lo atormentaba, intentó incorporarse
pero no pudo, miró su brazo y era como un flan colgando.
Había caído en el patio del Convento de las Monjas del Silencio
Eterno (la orden se llamaba así porque las novicias hacían voto
de silencio de por vida, a la única que le estaba permitido
hablar era a la Madre Superiora). Las monjas con sus vestidos
negros y cofias blancas, se arremolinaron a su alrededor. Llegó
la Madre Superiora (parecía más joven que las demás y era más
bien gordita) que viendo lo que sucedía inmediatamente les
ordenó a las otras que lo llevaran a la enfermería.
Levantaron a Juan del suelo y entre todas lo fueron llevando a la
enfermería, el brazo de Juan flameaba a un costado como si no
tuviera ningún hueso dentro. Mientras lo acomodaban en la
camilla, Juan sintió como sus ojos quedaban en blanco y se
desmayó de dolor.
Cuando volvió en si, se encontraba en una cama prolijamente
tendida. Se sentía realmente bien, miró su brazo, estaba
perfecto. Se sentó en la cama, se paró, saltó un poquito,
estaba como nuevo. Se puso unas pantuflas que encontró en el
piso, se miró al espejo, ahí estaba con un camisón blanco
recto que le llegaba a los tobillos, contó: una cabeza, dos
brazos, dos piernas, no faltaba nada.
Feliz salió de la habitación a un pasillo largo, de un lado
había un gran ventanal y del otro se veía una hilera de
puertas. Curioso se acercó a una y miró por el ojo de la
cerradura. Del otro lado vio dos hábitos colgados en la pared y
dos mujeres que sentadas sobre una cama; se acariciaban
mutuamente los senos, y al rato comenzaron a besarse y a fundirse
en un abrazo que hacía que sus pezones erguidos chocaran y
mutuamente se masajearan. La visión lo excitó.
Fue a mirar por la cerradura de la segunda puerta. Allí había
una mujer tendida en la cama lamiendo el clítoris a otra que
estaba arrodillada cerca de su cabeza y le permitía llegar con
la lengua hasta su vulva; una tercera, arrodillada en el piso
tenía su cabeza metida entre las piernas de la que estaba
acostada y trabajaba con su lengua frenéticamente. Todo se
desarrollaba en perfecto silencio. Juan se comenzó a tocar su
miembro y a masajearse los testículos.
En la tercer habitación que miró por la cerradura vio dos
mujeres en cuatro, unidas por la cola por medio de un consolador
doble. Se movían hacia adelante y hacia atrás a buen ritmo; al
chocar sus muslos, toda su carne se estremecía, los senos se
bamboleaban para todos lados; sus caras denotaban una felicidad
sin límites, sus lenguas se mojaban los labios y sus ojos se
entornaban a cada rato. Juan se empezó a masturbar, y de pronto
sintió que alguien estaba parado a su lado. Era la Madre
Superiora que lo miraba con un gesto de desaprobación.
- Si esto es lo que quería me hubiera avisado, acompáñeme - le
dijo y comenzó a caminar por el pasillo. Juan avergonzado la
siguió.
Entraron a una habitación que tenía un mobiliario muy austero.
Juan, por indicación de la monja, se sentó en una banqueta
justo frente a un escritorio amplio, lleno de papeles. A sus
espaldas escuchó que le decían: - Estas son las mejores del
convento -. Giró y vio que la monja se había subido la parte
superior del hábito y sus rollizos senos estaban al descubierto,
se los estaba masajeando con sus manos; de sus grandes pezones
redondos y erectos manaba un poco de leche natural.
Juan se excitó más aún cuando la monja se sentó en su regazo
y le empezó a refregar las tetas en la cara. Con su lengua
atrapó un pezón y empezó a succionarlo, la leche le llenaba la
boca, pasaba de un pezón a otro y cada vez era reconfortado con
un chorrito; por una de las comisuras de la boca se le formo un
hilo de leche que goteaba al suelo parte del manjar.
De pronto la monja se paró fue al escritorio y barriendo con un
brazo tiró al suelo todo lo que sobre él había. Recostó a
Juan (que no ofreció ninguna resistencia) sobre el escritorio.
Se levantó la pollera del hábito, Juan no podía creer lo que
veía, tenía puestos unos fabulosos portaligas de tiras anchas
negros con mucho encaje (también negro) que le sostenían las
medias negras lisas que enfundaban sus generosas piernas y
muslos; usaba botas media caña acordonadas negras con un taco
aguja de unos 10 cm de alto. No tenía bombacha y se notaba que
bajo la selva negra sus labios palpitaban pidiendo que alguien
los fuera a calmar, unas gotas de néctar colgaban de los pelos
enrulados.
De un salto subió a la mesa; trabó sus piernas en los hombros
de Juan y comenzó a sentarse sobre su cara. Juan sintió un
fuerte olor a pescado que lo excitó aún más, a los costados de
su cabeza los faldones del hábito caían dejándo en una noche
perfecta a su boca pegada al clítoris de la monja.
Juan comenzó a lamer lentamente, un gusto fuerte le despertaba
todos sus sentidos. Puso las manos bajo el faldón y trababa sus
dedos en las tiras de los portaligas. Con el correr del tiempo se
entusiasmaba más con su tarea. Metió su lengua (totalmente
extendida) en la vagina varias veces y cuando comenzaba a lamer
el clítoris a toda marcha sintió que un mar tibio caía sobre
su cara. Chorros de orina lo mojaban, entraban en su boca,
inundaban sus ojos, tapaban su nariz. La monja dejó escapar un
largo suspiro: había llegado al orgasmo. Juan se tomó el
miembro y apenas lo podía sostener , inchado y completamente
excitado le salían chorros de semen que fueron a parar al
faldón de la monja. La sensación fue tan grata y estaba tan
exhausto que se quedó tendido sobre el escritorio y se durmió.
Cuando despertó, sentía un dolor intenso en el brazo sobre el
cual había caído y notaba que no se podía mover bien. Abrió
completamente los ojos y vio que desde su mano hasta el hombro
estaba completamente enyesado dentro de un cabestrillo que
colgaba del techo. También tenía puesto un cuello ortopédico
que le habían colocado preventivamente. Cuando palpó su miembro
con la otra mano, notó que las monjas también se lo habían
enyesado, pensaron que, como su brazo, tenía dentro todos los
huesos rotos. "
Amanda Wells.
Ves que como te había
dicho, este cuento tenía algunas diferencias con los anteriores,
aquí no aparece ninguna de las chicas como nosotras, pero sin
embargo, estas monjas tampoco eran muy tranquilas (o quizá fue
todo un sueño de Juan Paredes)
Vamos, anímate tu también y cuentame alguna de tus fantasías