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La página que sigue es un articulo que leí hace ya tiempo. Se puede encontrar en Marie Claire en español AÑO 6 Nº 2 febrero de 1995, pag 40. Les recomiendo que lo impriman para que lo puedan leer con mas calma.


SON SEROPOSITIVOS Y NECESITAN CONFIARSELO A ALGUIEN. UN DIA, SE LO DICEN A SUS MADRES Y, A PARTIR DE ESE MOMENTO, DEBEN RECONSTRUIR SU RELACION SOBRE NUEVAS BASES. Y ES QUE LAS CAUSAS DE LA ENFERMEDAD -DROGAS, HOMOSEXUALIDAD- SON DOLOROSAS DE ACEPTAR POR LOS PADRES, QUIENES DEBEN APRENDER A VIVIR CON "ESO". POR TESSA IVASCU.

"MAMA, TENGO SIDA"

A l enterarme de que era seropositivo, mi primer pensamiento fue para mi madre: ¿cómo darle la noticia?, cuenta un hijo.

"Un día, él me llamó y simplemente me dijo: 'Bueno, mamá, estoy perdido'. Esa frase se me quedará grabada en la memoria", cuenta una madre. "¿Qué responder? ¿De dónde sacar palabras...? ¿Podía acaso decirle: 'No te preocupes, todo se arreglará', en un momento en que el mundo acababa de detenerse para mí, y en que todo el amor que sentía por él resultaba inútil?" Por fuerte que sea el vínculo entre padres e hijos, e independientemente de sus edades respectivas, frente a la tragedia del SIDA, la palabra, de pronto, parece imposible. Y a veces sigue siendo imposible hasta el final. Hablarle a la madre del SIDA es como nombrar lo innombrable. Lo difícil no es sólo decirle que se tiene el virus, que hasta ahora nadie ha podido vencer, sino también decirle: "Quizás muera antes que tú, que me diste la vida". Además el seropositivo sabe que las palabras "Tengo SIDA", traen invariablemente la pregunta: "¿Cómo te pasó eso?"

"Es imposible hablar de esa enfermedad sin evocar todas sus trastiendas", explican los sicólogos. Muy a menudo, tras la seropositividad se esconden factores como la homo sexualidad, la droga, la promiscuidad, en fin, una vida íntima que hasta ese momento era desconocida para muchos padres.

El seropositivo tendrá miedo de que renieguen de él, de que no lo acepten, especialmente si se trata de un toxicómano . El hábito de la droga debilita los lazos familiares, pues conlleva a la agresividad. Esta se ha reafirmado, en ocasiones, como respuesta a una carencia familiar que el joven ha intentado compensar en secreto. En cuanto a los homosexuales, éstos hablan más fácilmente hoy en día de su orientación sexual a sus madres, pero cuando se trata del SIDA, la madre es en la mayoría de los casos, la última en ser advertida, por que el hijo desea ante todo protegerla y evitarle una angustia que amenaza con ser una carga demasiado pesada tanto para ella como para él. En ciertos casos, aun cuando el seropositivo sepa que la familia va a ofrecerle apoyo, teme, con razón que ésta lo aleje de su entorno habitual, de sus amigos, de su compañero. Y esta ruptura agrava el estado síquico y el sufrimiento del enfermo.

L o que un seropositivo espera de su madre es que ella comprenda sus necesidades secretas, que acepte mantenerse al margen de su vida, pero que al mismo tiempo esté lista a abrir sus brazos ante el mas mínimo reclamo por parte de su hijo.

¡Qué difícil ha de ser responder a esas expectativas, teniendo en cuenta que el primer instinto de una madre que se entera de que su hijo está enfermo, aunque ese hijo tenga 30 ó 40 años, es tomarlo entre sus brazos y acunarlo como antes, cuando no era más que un bebé indefenso! Sin embargo, los testimonios siguientes demuestran que ciertas madres han sabido acallar sus inquietudes y seguir vigilantes; han sabido hallar la palabra precisa, el gesto necesario y estar siempre disponibles, sin invadir sus vidas... Es un aprendizaje muy duro, que es vivido en medio de una gran soledad, pues las madres se ven enfrentadas a la dificultad de hablar a otras personas sobre un drama que tanto las afecta.

E n general, el número de mujeres -madres, hermanas, esposas- que se ven enfrentadas a este problema es superior al de los hombres. Y lo que mas difícil se les hace, en medio de todo, es justamente la imposibilidad de hablar sobre su sufrimiento. Estas mujeres suelen recurrir a otras personas y a agrupaciones de ayuda, no en busca de recetas, pues saben que no las hay, sino movidas por su necesidad de, al fin, descargarse de su angustia y hacer de su experiencia un hecho compartido.

Y su experiencia les ha enseñado que hay que negarse a ver la seropositividad de sus hijos como una enfermedad, y el SIDA, como un fin. Saben que la llegada de éste a una familia desata una sucesión de renuncias, de lutos, pero que también significa el inicio de una vida diferente, de un nuevo vínculo con su hijo, donde hay mucho que aprender y construir. gracias al dolor que las golpea, han comprendido que ser madre no es sólo dar la vida, sino también saber volver a dar cada vez que el hijo lo necesite, aunque sientan miedo y se derrumben a veces gritando que no es justo.

El valor que las anima no es nada superficial. Es el coraje que da el amar a un hijo por todo lo que él es, independiente de lo que éste hace; es el que da el aceptar hablar de él y permitir que le hagan preguntas. Es el que se debe tener para aceptar que es el fin y no dejarse destruir por la desgracia, para continuar teniendo una vida de mujer que trabaja, que ama a un hombre, que cuida su apariencia. Para ellas, éste es el precio de la dignidad... de la suya y la de su hijo.

Una segunda maternidad

Odilia y María Isabel tienen más de 50 años y son madres de familia. Un día, se enteraron de que uno de sus hijos era seropositivo. Cuentan cómo vivieron la terrible noticia... y cómo fue su vida a partir de entonces.

ODILIA: "Mi hijo necesita verme vivir, reír, moverme. Le hace bien saber que los otros existen".

El hijo de Odilia se volvió seropositivo a los 27 años. Su madre, el compañero de ésta, y su hermana mayor, sabían desde hacía mucho tiempo sobre su toxicomanía, sabían que estaban expuestos a la tragedia del SIDA, pero se negaban a creerlo.

"Un día mi hijo me dijo: 'Voy a hacerme el test; tengo miedo'. Cuando estuvieron listos los resultados, fui yo quien llamó primero. Nunca olvidaré sus palabras: 'Estoy infectado. De nada vale continuar. Me voy a suicidar. ¿Me puedes ayudar a morir?' La vida había perdido todo su sentido también para mí. Entonces, le respondí: 'Si, te ayudaré'. Mi hija, mi compañero y yo tratamos de calmarnos, de ponernos de acuerdo, antes de ir a verlo. Había que frenar la ola de pánico. Simplemente, no podíamos decir: 'Vamos a luchar', porque no había salida. Decidimos entonces hacer lo posible por estrechar vínculos, y darle todo el amor que había en nosotros, estar ahí siempre que él lo necesitara. Al mismo tiempo, había que aparentar calma para no darle más amplitud al drama. Cuando fuimos a verlo, estaba con la mujer que vivía con él, pero que ya había decidido abandonarlo, porque ella era seronegativa. Comprendíamos perfectamente que se fuera, solo que nos dijimos: ¡Otra catástrofe! Justo en un momento en que él necesitaba tanto amor... Por otro lado, él seguía drogándose, y mientras más lo hacía, mayor era nuestra angustia. Poco a poco, comenzó a perder sus amigos, la mayor parte de los cuales también habían sido alcanzados por el SIDA. Todo el mundo se dispersaba.

Durante un período, viví como postrada. Trataba de poner buena cara y de hablar normalmente; me prohibí besarlo más que de costumbre, para mostrarle que nuestro vínculo seguía siendo el alzo normal entre una madre y su hijo adulto. Sólo que, interiormente, yo sabía que ya nada sería igual. Todo se había vuelto irrisorio; pero curiosamente, empecé a prestarles más importancia que antes a los pequeños detalles de la vida. Era primavera, yo escuchaba a los pájaros despertarse, contemplaba los árboles en flor, y me decía: "¡Qué bella es la vida! ¿Por qué hemos de sufrir tanto?' "Yo tenía amigos en Polinesia, dueños de un restaurante. Ellos me propusieron emplear a mi hijo. Me dije, sin mucha convicción, que si iba lejos todo se arreglaría. Le dimos dinero suficiente para que se mantuviera antes de instalarse definitivamente y, cuando el avión despegó, sentí esperanza. A falta de cura, él encontraría quizás una cierta forma de felicidad...

R egresó a los quince días. Había gastado el dinero disfrutado de todo y, después, había vuelto a tomar tranquilamente el avión. Yo estaba como loca. Pero, a medida que se avanza en la enfermedad, se avanza en la vida. Los valores cambian. Ya no estoy angustiada, aunque la muerte planee sobre nosotros. Mi hijo no ha desarrollado una enfermedad específica pero ha adelgazado mucho. La delgadez es su fantasma. Cuando viene a casa, se pasa el día sobre la pesa. Ha dejado la droga y ve la vida con más lucidez A veces, tiene frases duras, que son para mí como puñaladas: 'Soy un muerto a plazos. De aquí a un año...' Debería saber que no vale la pena pensar en el futuro; hay que vivir lo mejor posible ahora.

"Nos vemos todos los días, como amigos. Le hago la visita, escuchamos discos, salimos a almorzar. Me niego a ordenar la casa o a hacerle las compras mientras pueda hacerlo él mismo. Tiene poco dinero, sólo una pensión de impedido, que administra bastante mal, pero yo no quiero hacerlo en su lugar. La mejor prueba de amor es demostrarle que él puede vivir como todo el mundo. Por supuesto, si algún día se imposibilita o entra a un hospital, me ocuparé de él sin descanso. Pero mientras tanto, hay que disfrutar la vida. Quiero ser feliz. Amo a mi compañero y no podría sacrificar mi vida de mujer para consagrarme enteramente a mi hijo. Yo no podría comportarme normalmente con él si me fuera mal con mi pareja. Mi hijo necesita verme vivir, reír, moverme, saber que los otros existen.

"Yo sé que, en el fondo, mi hijo no está preparado. ¿Cómo podría uno prepararse para la muerte de alguien querido? Lo que mas daño me hace es que a veces lo encuentro tan solo, tan desarmado, que nadie puede consolarlo, ni siquiera yo. por otro lado, lo que él necesita es hallarse en brazos de una mujer. Me gustaría que él conociera de nuevo el amor. Ese es el único deseo que me queda".

MARIA ISABEL: "Al principio, yo me sentía culpable cuando me sorprendía sonriendo".

María Isabel se enteró de la enfermedad de su hijo de 27 años cuando ya éste estaba hospitalizado. Le dijeron que era tuberculosis. Pero ella enseguida pensó que se trataba del SIDA. Ella sabía que su hijo se había drogado cuando era muy joven y que después había pasado una larga temporada en Africa...

"Cuando me dijo que tenía tuberculosis, no pude articular una palabra. Se hizo un largo silencio. Enseguida me dijo: 'No te preocupes me van a cuidar'. Le pedía a mi hija que fuera a verlo al otro día para saber más. Pero en el fondo de mi corazón, ya yo sabía. Cuando vi que mi hija venía acompañada por mi hermano, comprendí que ya no era posible la duda. Le había pedido que viniera porque no se atrevía a darme la noticia ella sola.

"Mi hija me contó que lo mas angustioso para mi hijo no era su enfermedad, sino mi reacción. Lo llamé, hablamos calmadamente y fui a verlo. Me dijo que se sentía aliviado ahora que toda la familia estaba al corriente. Aparentemente, yo me comportaba como de costumbre, pero algo se había roto dentro de mí, irreparablemente. Sin embargo, yo sabía que tenía que mostrarme fuerte y sólo por la noche, cuando me iba al cuarto con mi marido, llorábamos juntos horas y horas.

"Cuando mi hijo salió del hospital, iba a verlo todos los lunes. Ese día le estaba reservado. Salíamos de compras, comíamos, conversábamos, y yo le cocinada para toda la semana. Como está demasiado cansado para seguir trabajando, lo ayudamos, tratando, lógicamente, de no herir su orgullo.

"Acompañar a alguien que tiene SIDA es un aprendizaje. Hay que saber estar presente, pero saber retirarse cuando es necesario. Hay que ayudar, pero sin dar limosnas. Al principio, me sentía culpable cuando me sorprendía sonriendo. Pero hay que permanecer lúcido. Por un lado se busca cierta forma de serenidad, de aceptación; por otro lado, uno lucha sin cesar contra la idea de que pueda haber un final.

"Queremos que ocurra un milagro no podemos aceptar que la muerte sea la única salida. Quizás no se halle nada para nuestros hijos, pero espero que algún día habrá algo para los demás. Desde hace tiempo escucho el sufrimiento de otras madres que están en mi caso. Cada día que pasa, tengo más la impresión de que este sufrimiento me protege y de que un día me dará fuerza para enfrentarme a lo peor".

¿CONFESAR Ó GUARDAR EL SECRETO?

Ambos están enfermos. Carlos se lo dijo a su madre, pero Iván se calla; su enfermedad no es asunto de su familia, pues el SIDA le da "vergüenza" . Eso sí él sabe que algún día tendrá que decírselo a su familia.

CARLOS: "¡Sin dramas! Eso quedó bien claro entre nosotros".

Toda mi familia vive en Brasil. Ya hace más de diez años que no veo a mi madre. En cuanto me enteré de que yo era seropositivo hice como si no pasara nada. Pero al cabo de dos años, comencé a pensar en la forma en que se lo diría a mi madre. Yo sabía que decirle, sobre todo porque ella me ve todavía como a un niño. Traté primero de prepararla, mediante un casete que grabé y le mandé por correo. Le contaba que estaba trabajando mucho, que estaba cansado... Mi madre conocía mi modo de vida y, en sus cartas, ya me había hecho alusiones encubiertas sobre la forma de protegerse del virus. sin embargo sé que si le hubiera dicho: 'Soy seropositivo', ella no habría querido creerme. Pero llegó el momento en que tuve que internarme en el hospital. Esperé diecisiete días antes de llamarla. Le dije que me estaba pasando algo grave. Ella se echó a llorar. Había comprendido. A partir de ese momento, fue ella quien se encargó de poner toda la familia al corriente. Algunos de mis hermanos siguen desentendiéndose del problema, pues en mi país, las palabras homosexual, seropositivo, SIDA, no son palabras a las que la gente está acostumbrada. A mi padre, por ejemplo, que murió hace ya años, habría sido difícil decírselo. Cuando supo que yo era homosexual, armó todo un drama. El, el macho suramericano que tenía una esposa, varias amantes e hijos por todas partes, esperaba de mí, su primogénito, que siguiera sus pasos. Pero murió sin haber sido capaz de aceptarme tal como soy.

"Hoy en día, pienso a menudo en el viaje que pronto tendré que hacer para volver a ver a mi madre. De hecho, sólo pienso en eso. Pero se lo he advertido: '¡Sin dramas!' Eso quedó bien claro entre nosotros. Sin embargo, a pesar de sus promesas, no deja de preocuparme su posible reacción. Una madre, cuando no ha visto a su hijo por mucho tiempo, siente deseos de tocarle el pelo, el cuerpo. Su primer reflejo es preguntarle: '¿ Cómo estás de salud?' Yo me niego a ser una carga para ella, no quiero que ese sea mi regalo de fin de vida. Nunca le impondré mi enfermedad, mientras que yo pueda arreglármelas sin ella, y tengo aquí suficientes amigos con los que puedo contar.

"Yo no quiero que ella sienta lástima por mí. Si me muero, quisiera que mi madre fuera capaz de recordarme tal y como yo era durante mi infancia; un niño sano, libre, alegre. No deseo verla con un pañuelo entre las manos enjugándose las lágrimas y sufriendo por las consecuencias de la vida que yo decidí llevar y de cual ella no es responsable. Y sobre todo, no quisiera que ella se sintiera culpable alguna vez; no quiero que llegue a pensar que quizás no fue una buena madre..."

IVAN: "No quiero ser considerado como un enfermo".

Los padres son las últimas personas a quienes uno quiere hablarles de eso", afirma Iván. "No es un tema que se pueda discutir cómodamente en medio de una cena familiar. Ya es bastante duro tener que aceptar uno mismo el hecho de ser seropositivo antes de tener que empezar a aceptar la mirada de los demás. Es muy difícil. Además, esta situación te obliga a hacer confidencias sobre tu vida privada. Hay cosas que los padres no saben o no quieren ver, y que uno no tiene deseos de explicar. Yo, en todo caso, no tengo muchos deseos. Vengo de una familia católica muy conservadora. Rompí mis vínculos con mis padres hace años, porque ellos no aceptaban mi forma de vida, y yo sé muy bien que eso no ha cambiado.

"Pero aunque no hubiera habido previamente esa ruptura, creo que no les habría dicho nada. Sé que la relación de mi madre, por reflejo, sería la de intentar protegerme y ése no es precisamente el tipo de ayuda que yo necesito en estos momentos. No quiero ser considerado como una persona enferma, ahora que soy seropositivo

" Me siento mas cerca, en cambio de una de mis hermanas. A ella se lo dije, con la idea de que pudiera ser el enlace con la familia en caso de que surja algún problema. En aquel momento, ella hizo todo lo posible por dominar sus emociones. Pero meses después me contó que se había parado en el primer garage que encontró para llorar. Mi hermana es discreta; nunca aborda el tema si no hablo de él.

"Mas tarde, tal vez, tendré que poner a mis padres al corriente. Cuando se está en el hospital, la familia recobra su importancia. Pero por el momento, tengo cosas en qué pensar".

DECIRLO, ¿PERO A QUIEN?

A los padres, por supuesto, para eso están... pero, ¿ellos son capaces de comprender siempre? Sin rechazo, sin angustia excesiva, sin tratar al enfermo como a un niño. He aquí las opiniones de un sicólogo.

El primer reflejo de quien se entera de su seropositividad es negarlo. El enfermo no lo cree, no quiere hablar de eso. Porque uno no acepta algo verdaderamente hasta que no lo confía a otro. Es éste un periodo de gran soledad para el seropositivo. Después de la negación, viene el odio contra sí mismo, la idea de que uno representa un peligro para los demás. Entonces, por iniciativa propia, el enfermo cortará sus vínculos con la mayoría de sus seres queridos y terminará concluyendo: 'Todo el mundo me huye'.

"Solo más tarde, tratará de ver qué aspectos de su vida puede ver qué aspectos de su vida puede conservar si se cuida de su enfermedad, y entonces comenzará a hablar de ella. ¿Ayuda en algo hablar de esto a los padres? Hay que pensarlo muy bien, y estar seguros de que éstos serán capaces de recibir la confidencia sin angustia excesiva. Es también un problema generacional. A menudo, el seropositivo prefiere decírselo primero a un hermano, una hermana, para ver juntos cómo anunciárselo más tarde a los padres.

"Por su lado, los padres deben tener mucho cuidado con la forma en que reciben esta noticia. Este suele ser un punto crucial en la evolución síquica y hasta física del seropositivo. Hay que explicarles a los padres que deben tenerle confianza, dejarlo organizar su vida a su manera, no empujarlo demasiado, por ejemplo, a hacerse exámenes, pues esto aumentaría su inquietud. Hay que convencerlos de que no corren riesgos viviendo con él, pues aún hay quien pregunta: '¿Se puede comer en el mismo plato que él?'

"Lo mas grave es cuando la familia rompe los vínculos. He podido constatar, en numerosos enfermos, los daños causados por el abandono de una familia. Hay también quienes permanecen junto al enfermo hasta el final, pero sin atreverse ni a tocarlo, bajo el pretexto de que no quieren hacerle daño... Otros se aprovechan del estado de debilidad de su hijo para acapararlo completamente y crear un vacío en torno a él. Se debe evitar el ocuparse de un enfermo como si se tratara de un bebé, aunque es cierto que esa enfermedad tiene un carácter regresivo en muchos enfermos: los hay que necesitan que los ayuden a hacer sus necesidades, lo que es muy humillante. Hay que saber hacerlo sin lesionar la dignidad del enfermo.

"Pero hay también padres admirables. He visto a unas madres extraordinarias, que no han dejado de ocuparse de sus hijos a lo largo de toda la enfermedad. Se puede decir que ellas han traído al mundo a sus hijos dos veces".

 


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