6. ¿Por qué se soltaron el pelo los homosexuales?
Los
clientes habituales del Stonewall Inn, situado en la calle Christopher 53 del
Greenwich Village neoyorkino, estaban bailando el frug*, comiéndose con
los ojos a los go-goboys o "buscando plan» cuando irrumpió la
policía. Esta esperaba lo normal en una redada: que se produjera algún que otro
grito y recibir algún que otro arañazo al arrastrar a las «locas» fuera del
local para ficharlas por vestirse de mujer, pero que la mayoría de los clientes
se identificara y desapareciese tan discreta y rápidamente como pudiera. Sin
embargo, no fue precisamente eso lo que sucedió la noche del sábado, 29
de junio, de 1969. En vez de escabullirse, los clientes desalojados se
concentraron delante del bar gritando y maldiciendo. La multitud aumentó, y
cuando sacaban a las «locas» para meterlas en el furgón, una andanada de toda
clase de objetos, desde monedas y piedras hasta ladrillos y parquímetros,
llovió sobre la policía. Con la pistola desenfundada, los agentes se refugiaron
en el bar y pidieron refuerzos. Durante tres noches, volaron los ladrillos, se
destrozaron escaparates y ardieron fuegos incontrolados.
Los
hitoriadores de la liberación homosexual celebran los disturbios de Stonewall
como la «redada que se dejó oír en todo el mundo». El 28 de junio de 1969 fue
«el día en que la oveja le plantó cara al lobo», o para acercarnos a las
palabras del poeta homosexual Allen Ginsberg, «el día en que los maricas
perdieron su cara de miedo». El Frente de Liberación Gay se fundó en Nueva York
unos días después y, muy pronto, otros grupos similares en otras ciudades ya
estaban predicando el «orgullo gay», enfrentándose a la policía y ejerciendo
presiones para obtener unos candidatos y una legislación pro homosexuales,
ayudados por una prensa de liberación homosexual que había surgido casi de la
noche a la mañana: Come Out en Nueva York, Fag Rag en Boston, Gay
Sunshine en San Francisco; todos con el mismo mensaje: era hora de que los
homosexuales dejasen de menospreciarse a sí mismos; la homosexualidad no era
una enfermedad, una "perversión>> o una forma inferior de
sexualidad. Al contrario, los homosexuales gozaban mas de la vida y eran unos
seres humanos mejores que el hombre "normal>> medio. Había que
acabar con los intentos de ocultar las auténticas preferencias sexuales. Los
hombres y mujeres homosexuales que fingían no serlo entorpecían la lucha por la
autodeterminación sexual, perpetuaban las prácticas discriminatorias de
contratación y despido, y nutrían el sórdido hampa de bares homosexuales,
chantaje sexual y extorsión policial. El Manifiesto Gay, de Carl
Wittman, captó el espíritu de la era que empezó en Stonewall. Había llegado el
tiempo de dejar de huir:
Hemos huído de polis chantajistas, de familias que nos repudiaban
o nos «toleraban»; nos han expulsado de las fuerzas armadas, de las escuelas;
nos han despedido del trabajo; nos han maltratado rufianes y policías... Hemos
fingido que todo estaba bien porque no podíamos ver la manera de cambiarlo:
teníamos miedo.
Comparando
a los «maricas vergonzantes» con los tíos Tom* negros, el manifiesto de Wittman
pedía a todos los homosexuales que salieran a la luz del día.
Fingir ser «normal» sexual o socialmente es probablemente la pauta
de conducta más perjudicial en el guetto. El casado que se lo monta en secreto; el tipo que se acuesta una vez
con otro pero que no desarrolla relaciones gay; el reprimido que cambia el sexo
del amigo cuando habla de él en el colegio... Si queremos liberarnos, tenemos
que ser abiertos en nuestra sexualidad. No os escondais más, salid.
Y
lo hicieron. Mas exactamente, salieron en tropel. La perpleja Norteamérica
«normal» se encontró de repente conviviendo con una segunda sociedad
homosexual, un mundo social discriminado y paralelo que había surgido en todas
las grandes ciudades y en muchas de las más pequeñas, que abarcaba a varios
millones de hombres y mujeres y a cientos de organizaciones y empresas
valoradas en miles de millones de dólares. Hacia 1980, en los Estados Unidos y
Canadá se había desarrollado la minoría homosexual mas grande, mejor organizada
y más poderosa en la historia del mundo.
El
rasgo mas significativo de la comunidad gay es lo que el investigador John Lee
llama su «completa capacidad» institucional: el hecho de que actualmente los
homosexuales liberados pueden desenvolverse en su vida cotidiana utilizando
exclusivamente empresas y servicios dominados directamente por homosexuales o
dedicados a sus necesidades. Esta es la descripción que hace Lee de cómo un
ciudadano homosexual puede hacer uso de instituciones gay en cualquier gran
ciudad norteamericana:
Un ciudadano gay... puede comprar una casa a través de un agente
inmobiliario gay, familiarizado con los tipos de vivienda y vecindario que más
convienen a su clientela. Puede cerrar el trato mediante un abogado gay y
asegurarla con un agente de seguros gay. Si es nuevo en la comunidad y no puede
preguntarle s sus conocidos los nombres de estos agentes, puede consultar las
páginas amarillas gay, un listado de empresas y servicios disponible en muchas
grandes ciudades. También puede acercarse a una típica fuente de contactos con
la comunidad gay locales. Por cualquiera de estas fuentes de información se
enterará, por ejemplo, de dónde puede comprar leña y hacer que se la envíe
regularmente a casa una compañía de reparto que atiende a una clientela gay.
Encontrará proveedores gay de muebles, plantas de interior y artículos de
decoración. También podrá disponer de mano de obra cualificada gay o de
servicios de limpieza gay.
Una vez instalado, nuestro ciudadano gay puede vestirse en tiendas
orientadas hacia lo gay, cortarse el pelo en peluquerías gay o encargarle unas
gafas a un óptico gay. Puede comprar el pan en una panadería gay, discos en una
tienda gay y concertar sus planes de viaje a través de agencias gay. Puede
comprar periódicos y libros en una librería gay, asistirá una iglesia o
sinagoga gay, y comer en restaurantes gay. Por supuesto, encontrará bares y
discotecas gay para beber y bailar. En caso de enfermedad, puede dirigirse a un
médico gay o, si lo prefiere, a un quiropráctico gay. Si desea circunscribirse
totalmente a la cultura gay, puede buscar trabajo en muchas de estas agencias y
empresas, pero tendrá que depositar sus ingresos en un banco no gay1, aunque sí
puede tratar con una confederación crediticia gay. Puede donar fondos
desgravables a fundaciones gay, afiliarse a grupos políticos gay y seguir los
programas gay de televisión por cable. Para estar al corriente de todo lo que
sucede en su comunidad gay, dispone de la Línea Gay, un servicio de información
telefónica que se actualiza cada semana.
1 En 1980 se abrió en San Francisco un
banco de propiedad gay.
La
descripción de Lee no pretende ser exhaustiva. La edición de Gayellow Pages
(Páginas Amarillas gay) de Nueva York- Nueva Jersey contiene 96 páginas de
listas y anuncios que ofrecen a los homosexuales los servicios de tiendas de
antigüedades y galerías de arte, programas de radio para lesbianas, el club de
rugby Old Blue Women, teatros lesbianos, una clínica lesbiana de
adelgazamiento, expertos fiscales, agencias de anuncios, servicios de
contestación telefónica, astrólogos, alquileres de coches, una tienda de
alfombras, servicios de ordenadores, dentistas, servicios de desinsección,
fontaneros, carpinteros, electricistas, compañías, un club de motorismo y un
afinador de pianos. Hay incluso apartados especiales para padres homosexuales,
como los Dykes'n Tykes y Gay Daddies of Westchester.
Al
igual que los movimientos de liberación de la mujer, los homosexuales atribuyen
su brusca actitud militante a la contagiosa propagación de la rebelión a partir
del movimiento pro derechos civiles, las protestas contra la guerra de Vietnam
y la «contracultura». «La "Nueva Izquierda" de los años sesenta»,
explica Barry D. Adan, «aglutinó el creciente descontento de las personas de
color, de las mujeres y de una generación de jóvenes que el gobierno de los
Estados Unidos había enviado a Vietnam». «La nueva militancia brindó nuevos
precedentes para una reconsideración de la opresión de los homosexuales». En el
preámbulo a su Manifiesto Gay, Carl Wittman se muestra menos seguro: «No
sabemos cómo empezó; tal vez nos inspiraron los negros y su movimiento de
liberación; aprendimos de le revolución hippie a dejar de guardar las
apariencias. Norteamérica se ha manifestado en toda su fealdad a través de la
guerra y de nuestros líderes nacionales». Pero Denis Altman declara
categóricamente en su libro Homosexual Oppression and Liberation: «Sin
el ejemplo de los negros, los jóvenes radicales y el movimiento feminista, la
liberación homosexual no habría nacido».
Altman
sostiene que los homosexuales necesitaban el ejemplo de otros movimientos
rebeldes porque habían aceptado la idea de que eran unos enfermos y unos
pervertidos, y vivían en un submundo furtivo que olvidaba la opresión que
padecía. Pero la autocensura y la falta de conciencia son «señales de opresión»
-una frase originariamente aplicada a los negros discriminados- que a las
minorías siempre les resulta difícil erradicar: véanse si no las interminables
sesiones de repetición de consignas concienciadoras de las feministas. Si la
tesis de Altman es que los homosexuales estaban más oprimidos que los negros o
las mujeres, no se explica entonces que fueran los últimos en rebelarse. Al
contrario, lo lógico es que hubieran sido los primeros en hacerlo, dadas las
palizas, encarcelamientos y humillaciones que tenían que soportar.
Pienso
que la liberación homosexual es algo más que una secuencia de accidentes
históricos que relaciona una forma de conciencia humana frustrada o indignada
con otra. Una vez más hay que tomar en consideración un nivel causal
institucional más profundo que relaciona el auge de la comunidad homosexual
norteamericana con el de la economía de los servicios y la información, el
reclutamiento de las mujeres casadas en la fuerza de trabajo y el declive del
imperativo marital y procreador y de la familia centrada en torno a un varón
proveedor.
El
vínculo entre la incorporación de las mujeres al trabajo y la salida a la calle
de los homosexuales resulta más evidente si nos preguntamos ante todo porqué
disimulaban. Algunas personas suponen que es de lo más «natural» que una
sociedad trate de reprimir la homosexualidad. Sin duda, la mayoría de los seres
humanos experimentan una fuerte atracción erótica hacia el sexo opuesto,
atracción que está arraigada en la naturaleza humana (aunque el entorno social
evidentemente modela esta atracción y determina a qué tipo de actividad
heterosexual conducirá, si es que conduce a alguna). ¿Pero por qué el
predominio natural de los impulsos heterosexuales ha de convertir en un tabú
los impulsos homosexuales y hacer de ellos un delito? Una posibilidad puede ser
que, junto con la preferencia natural por el sexo opuesto, la mayoría también
sienta una aversión natural hacia el propio sexo. Pero esto parece improbable.
Disponemos de numerosos elementos de juicio que demuestran que hombres y
mujeres adquieren su aversión hacia el propio sexo. Pero esto parece
improbable. Disponemos de numerosos elementos de juicio que demuestran que
hombres y mujeres adquieren su aversión hacia la homosexualidad al crecer y
verse moldeados por las costumbres y condicionamientos sociales. Esto no
significa que todos los heterosexuales sean homosexuales en potencia o
reprimidos –las categorías son engañosas-, sino que la gente aprende sin
dificultad a aceptar las formas homosexuales de sexualidad si hay precedentes
sociales o si de ello se derivan ventajas personales.
Pocos seres humanos pueden catalogarse como
hetero u homosexuales «forzosos», es decir, individuos en los que unos
poderosos impulsos innatos suprimen cualquier desviación de la pauta de
heterosexualidad exclusiva u homosexualidad exclusiva. Como los investigadores C. S. Ford y F. A. Beach han concluido
después de estudiar la incidencia de la homosexualidad en todo el mundo, «la
homosexualidad humana no es básicamente producto de un desequilibrio hormonal o
de una herencia “pervertida”. Es el producto de la herencia mamífera
fundamental de la sensibilidad sexual general tal y como se modifica bajo el
impacto de la experiencia».
En
ese sentido, una descripción de las práctica sexuales en algunas sociedades que
esperan o exigen relaciones homosexuales puede resultar muy instructiva. Uno de
los ejemplos mejor conocidos es el de los antiguos griegos. Sabemos que casi
todas las figuras conocidas de la filosofía y la política griegas practicaban
una forma de homosexualidad en la que los varones de más edad tenían relaciones sexuales con hombres mas jóvenes o
muchachos. El acto sexual preferido consistía en que la persona de más edad
colocara su pene entre los muslos del mas joven. (La relación anal sólo se
practicaba normalmente entre hombres y mujeres o entre hombres de diferente
rango social.) Para maestros como Sócrates y sus discípulos Platón y Jenofonte,
la sexualidad era parte integral de un proceso educativo destinado a facilitar
la transferencia de conocimientos de un maestro amoroso y activo a un
estudiante más joven y pasivo.
La
homosexualidad griega, con su característica relación entre una persona de mas
edad y otra mas joven, parece tener como modelo una práctica más antigua
extendida a la que solían entregarse los guerreros griegos. Sabemos que muchos
soldados griegos se hacían acompañar en sus expediciones por muchachos que les
servían como compañeros de cama y compañeros sexuales, al tiempo que aprendían
las artes marciales. El cuerpo militar tebano , denominado el Batallón Sagrado,
debía su fuerza a la unidad homosexual de parejas de varones guerreros. Y tanto
Platón como Jenofonte indican que la pareja formada por un homosexual de más
edad y otro más joven
peleando codo con codo constituía la mejor fuerza de combate, Como señalaba el
filósofo Jeremy Bentham, para consternación de los estudiosos victorianos que
se negaban a creer que sus héroes griegos fueran apasionados homosexuales:
«Todo el mundo la practicaba; nadie se avergonzaba de ello. Podían avergonzarse
de lo que consideraban dedicarse a ella en exceso, en e1 sentido de que podía
ser una debilidad, una propensión que tendía a distraerles de ocupaciones más
valiosas e importantes... pero podemos estar seguros de que no sentían ninguna
vergüenza de ella como tal.»
Pese a su entusiasmo por los amantes masculinos los
hombres de la antigua Grecia no eran homosexuales forzosos. La mayoría de ellos
eran también partidarios acérrimos del matrimonio y la familia. Se esperaba que
todos los ciudadanos varones se casaran, se acostaran con sus esposas y
tuvieran hijos. El que su marido gozase teniendo relaciones sexuales con
muchachos jóvenes le importaba poco a la esposa griega, siempre que también
durmiera con ella, la tratara con cariño y mantuviera a los hijos. En contra de
los estereotipos populares sobre los homosexuales varones en los Estados
Unidos, a los hombres griegos que tenían relaciones homosexuales no se les
consideraba afeminados; todo el mundo pensaba que hacerlo era algo viril.
Se dan formas similares de
lo que podía denominarse. «homosexualidad suplementaria» en muchas partes del
mundo, cada una con sus especiales atributos sociales y sexuales adaptados a
los contextos locales. Entre los azande, un pueblo del sur de Sudán, la
homosexualidad suplementaria refleja la pauta griega en ciertos aspectos, pero
se aleja de ella en otros puntos interesantes. Los azande se dividían en
diferentes principados rivales, cada uno de los cuales mantenía un cuerpo de
jóvenes solteros como fuerza militar permanente. Tradicionalmente, estos
jóvenes guerreros «se casaban» con muchachos y satisfacían con ellos sus
necesidades sexuales durante los primeros años del servicio militar, antes de
poder pagar el «precio de la novia» necesario para desposar a una mujer. El
matrimonio con muchachos imitaba aspectos del matrimonio azande corriente con
una mujer. El novio donaba un precio de la novia simbólico de cinco o más
lanzas a los padres del muchacho. El muchacho llamaba al hombre de más edad «mi
marido», comía sin que lo viesen los guerreros al igual que hacían las mujeres
respecto de sus maridos, recogían hojas para el aseo diario y la cama del
hombre de más edad, y le llevaban agua, leña y comida. Además, cuando iban de
expedición, el muchacho-esposa transportaba el escudo del guerrero. Por la
noche, dormían juntos. Al igual que entre los griegos, mediante el acto sexual
se pretendía satisfacer al compañero de más edad y, como los griegos, el mayor
colocaba su pene entre los muslos del muchacho. «Los muchachos se satisfacían como buenamente podían frotando sus
órganos contra el vientre o la ingle del marido.» Como la antigua relación
griega entre hombres maduros y jóvenes, la homosexualidad azande era una forma
de aprendizaje militar. Cuando los guerreros solteros alcanzaban la edad
apropiada, abandonaban a sus muchachos-esposas, pagaban el precio de la novia
por una mujer – varias si se lo podían permitir, puesto que los azande eran
polígamos – y engendraban muchos hijos. Entretanto, los anteriores
muchachos-esposas pasaban a engrosar las filas del cuerpo de solteros y se
casaban a su vez con muchachos-novias. El antropólogo británico E. E.
Evans-Pritchard, que obtuvo estos datos de informantes azande, subraya la
naturaleza suplementaria o secundaria de la homosexualidad azande. «Como
sucedía en la antigua Grecia, por lo que uno puede juzgar, cuando los
muchachos-esposas se hacían mayores y tanto ellos como sus maridos se casaban
con mujeres, llevaban una vida de casados normal (para los azande), como
cualquier persona.» Los informantes azande caracterizaban abiertamente la toma
de muchachos-esposas como una adaptación a los problemas prácticos que
afrontaban los jóvenes varones de esta etnia. Puesto que los hombres de más
edad se casaban con varias mujeres a la vez, había una escasez de esposas
femeninas para los más jóvenes (que también dependían de los mayores para pagar
el precio de la novia).
Entre las
sociedades más profundamente
homosexuales que se conocen figuran los etoro de Nueva Guinea. Como relata el
antropólogo Raymond Kelly, los etoro creen que el semen es un precioso fluido
donador de vida, que cada hombre posee en provisión limitada. Sin semen, un
hombre se debilita y muere. Esto en sí no es una creencia poco frecuente; en la
India actual, muchos hindúes creen que el hombre nace con una provisión fija de
semen. Para madurar y vivir hasta una avanzada edad, hay que conservar
cuidadosamente esta provisión durante toda la vida y no dilapidarla
masturbándose o teniendo relaciones demasiado frecuentes después del
matrimonio. En el siglo pasado, eran frecuentes las creencias similares en
Europa y los Estados Unidos, donde las autoridades médicas advertían a los
varones hiperactivos de los perniciosos efectos que «gastar su semen» podría
tener. Lo que es radicalmente diferente en los etoro es su noción de cómo se
adquiere esta provisión de semen. Para ellos, sólo se puede adquirir como un
regalo que un varón otorga a otro. Con el fin de asegurarse de que el semen se
distribuye como es debido y se utiliza para valiosos propósitos sociales, se
espera que los hombres etoro de más edad transfieran su semen a los muchachos
jóvenes. Se consigue esto mediante la práctica de la fellatio, que tiene
lugar en la residencia de hombres de la aldea – una gran casa separada cuyo
acceso está prohibido a todas las mujeres –, donde los varones etoro maduros
duermen con los más jóvenes. Esta parte del sistema etoro guarda cierta
semejanza con la relación de los hombres azande con sus muchachos-esposas o la
de los filósofos griegos con sus pupilos. El etoro mayor no sólo alimenta a su
muchacho consorte – el semen hace que el muchacho crezca y madure –, sino que
le enseña los secretos de la religión y el arte del combate viril. A los etoro
de más edad les preocupa profundamente que algunos jóvenes puedan burlarse del
sistema y traten de aumentar su provisión de semen «robándoselo» a otros
jóvenes a través de aventuras ilícitas. Un joven que madure muy rápidamente y
muestre una falta de deferencia hacia sus mayores se hará sospechoso de obtener
más alimento seminal del que le corresponde. Si persiste en estas prácticas antisociales,
puede ser acusado de brujería y recibir severos castigos, incluso ser condenado
a muerte.
La peor
amenaza a la tranquilidad de espíritu de un varón etoro es la tentación de
mantener relaciones con mujeres. Todos los hombres etoro están casados, pero
tienen prohibido realizar el coito con sus esposas entre 205 y 260 días al año
y, en dichas ocasiones, sólo lo pueden hacer en el bosque, lejos de sus casas,
aldeas y cultivos. Las esposas deben tener cuidado de no tentar a sus maridos,
para que no se las acuse de conspirar para robar la preciosa sustancia seminal.
Por desgracia, los antropólogos no han
adquirido tanta información sobre las mujeres homosexuales como sobre los
varones. En algunas sociedades políginas, como la de los azande, las esposas cuyos
maridos les prestan poca atención mantienen relaciones lesbianas clandestinas.
Pero como los varones normalmente dominan los medios de represión física y
psicológica, pocos casos de lesbianismo han salido a la luz. (Además, al haber
sido varones la mayoría de los antropólogos, no han querido o no han tenido la
oportunidad de hablar con informantes femeninas.)
Los
estudios antropológicos muestran de forma bastante concluyente que pocas
sociedades prohíben completamente todo tipo de actividad homosexual. Por lo
tanto, la pregunta adecuada que hay que formular ante te las sociedades que
inculcan una aversión a toda forma de homosexualidad y arrojan a los
homosexuales a las catacumbas no es por qué se produce a veces una conducta
homosexual (tema predilecto, aunque un tanto equivocado, de psiquiatras,
científicos sociales y de los propios homosexuales), sino por qué no ocurre más
a menudo; no se trata de por qué algunas personas lo encuentran atractivo, sino
de por qué tantas personas lo encuentran aborrecible.
El
antropólogo Dennis Werner, de la escuela de graduados de la City University de
Nueva York, ha hecho un importante descubrimiento sobre las sociedades en las
que la homosexualidad es un tabú frente a las que la practican como de una
forma de sexualidad suplementaria. Werner dividió una muestra de 39 sociedades
en dos grupos, pronatalistas y antinatalistas. Las pronatalistas eran aquellas
sociedades que, como los Estados Unidos, prohibían el aborto y el infanticidio;
las antinatalistas eran las que permitían el aborto o el infanticidio a las
mujeres casadas no adúlteras. Werner descubrió que se desaprobaba,
ridiculizaba, despreciaba o castigaba la homosexualidad masculina en todos los
segmentos de la población en el 75% de las sociedades pronatalistas y que se
permitía o estimulaba, al menos en ciertas personas, en el 60% de las
antinatalistas. La inevitable conclusión es ésta: la aversión a la
homosexualidad es mayor donde el imperativo marital y procreador es más fuerte.
La
sociedad occidental, inscrita en la tradición judeo-cristiana, se ajusta a esta
fórmula a la perfección. Durante la mayor parte de la historia europea y
norteamericana hemos sido consumados pronatalistas. El mandato bíblico de
multiplicarse, llenar la tierra y someterla ha cobrado expresión concreta en
innumerables leyes, actos represivos y preceptos morales dirigidos no sólo
contra el aborto, los métodos anticonceptivos y el infanticidio, sino contra
cualquier forma de sexualidad no procreadora; no sólo contra la homosexualidad,
sino también contra la masturbación, la pederastia, la fellatio o el
cunnilingus, independientemente de que los practicaran hombres o mujeres, o
se realizasen dentro o fuera del matrimonio, como hemos visto en el capítulo
anterior.
La peculiar ferocidad, rayana
en la histeria, que ha caracterizado los tradicionales intentos norteamericanos
de reprimir las relaciones homosexuales (así como otras actividades
antinatalistas) merece un comentario especial. Como se desprende del análisis
presentado en el capítulo anterior, parece probable que el número de personas
que se sientan tentadas a practicar la homosexualidad (así como otras formas de
sexualidad no procreadoras) se incrementará en proporción directa al balance
negativo de los costos y beneficios que conlleve la crianza de los hijos; o, en
otras palabras, se incrementará cuando exista una presión para reducir la tasa
de natalidad. Hay que hacer notar que esto no es lo mismo que afirmar que la
homosexualidad u otras formas de sexualidad no procreadora sólo se producen
ante tal presión. De ningún modo. Cabe esperar que se dé alguna forma o grado
de homosexualidad en prácticamente cualquier sociedad humana y bajo una
infinidad de condiciones (como se ve en los casos griego y azande, ninguno de
los cuales es fuertemente antinatalista). Más bien, la cuestión es que, en la
medida en que la homosexualidad y otras formas de sexualidad no procreadoras
están ya presentes, su incidencia y variedad tenderán a aumentar a medida que
crezcan las presiones para tener menos hijos.
Si, para empezar, una sociedad es fuertemente pronatalista y además posee una acendrada tradición contraria a la sexualidad no procreadora, puede que la tendencia a reducir la tasa de natalidad no conduzca inmediatamente a la relajación o supresión de los tabúes pronatalistas. A corto plazo, es probable que suceda lo contrario, en especial si perviven segmentos poderosos de la sociedad que todavía se benefician de las altas tasas generales de crecimiento demográfico y continúan apoyándolas. En estas condiciones, puede que la amenaza que sufre la tasa de natalidad, en vez de dar paso a una mayor libertad sexual, provoque al principio una reacción que conduzca a unas formas feroces y extravagantes de represión sexual.
Pienso que es esta reacción la que da cuenta de las
peculiares costumbres sexuales de lo que llamamos la época victoriana en Gran
Bretaña y Estados Unidos. Durante esta época (que en realidad duró hasta bien
entrado el siglo xx) la mojigatería se intensificó a medida que descendía la tasa
de natalidad. El intento de hacer cumplir el imperativo procreador y marital se
volvió tan extremo que las mismas palabras que describen los actos sexuales no
procreadores se convirtieron en tabú. Incluso a los médicos les daba reparo
pronunciarlas o escribirlas en los libros de texto. El velo de secreto que se
corrió sobre estas cuestiones se tornó tan tupido que desde los legisladores y
jueces hasta los ciudadanos ordinarios perdieron la capacidad de mantener
discusiones coherentes sobre ellas. El onanismo, por ejemplo, que en la Biblia
alude simplemente a la eyaculación de Onan en el suelo después de haber
mantenido relaciones sexuales con la esposa de su hermano, se confundió con la
masturbación. Y la masturbación perdió su significado específico cuando los
médicos y predicadores utilizaron este término para designar cualquier forma de
homosexualidad masculina o femenina. Todos los estados promulgaron leyes contra
la sodomía, pero en los procesos a veces no se podía emitir un fallo
condenatorio porque el decoro de los legisladores les había impedido definir lo
que entendían por dicho término. Esta pérdida se vio más que compensada por el
aura de miedo y repugnancia que surge cuando se abandonan los horrores a la
imaginación. La aversión de los victorianos a discutir temas sexuales, su
ignorancia respecto de la anatomía y funciones de los órganos sexuales, y su
propensión a ruborizarse o desmayarse sólo con oír las palabras vulgares que
describen las relaciones sexuales son comprensibles desde la misma perspectiva:
una creciente necesidad de reprimir la sexualidad no procreadora para
contrarrestar la creciente tentación de violar el imperativo marital y
procreador.
Este punto de vista permite
explicar algunas de las bien conocidas paradojas de la época victoriana. Pese a
todos tos esfuerzos por reprimir fa sexualidad no procreadora y no marital,
sabemos que durante la segunda mitad del siglo XIX la prostitución alcanzó
niveles nunca vistos en todas las grandes ciudades norteamericanas y que
existía un activo comercio clandestino de libros pornográficos. La advertencia
histérica contra el onanismo -«los onanistas destilan un veneno sobre su cuerpo
que, si no se libera con una ayuda oportuna, inevitablemente les llevará a la
muerte», decía pomposamente George C. Calhoun– y las draconianas medidas
preconizadas para curarlo –castración; clitoridectomía; circuncisión; provocar
ampollas en los muslos, vulva o prepucio– demuestran razonablemente que la
gente se masturbaba y sodomizaba en secreto cada vez más a menudo. Lo que ahora
nos parece una hipócrita e imperdonable farsa victoriana debe interpretarse,
por tanto, como una manifestación de la escalada conflictiva entre las fuerzas
antinatalistas y las pronatalistas. Y como, en buena medida, este conflicto se
libró en las mentes de personas que llevaban todas las de perder si obedecían
el imperativo material y procreador –hombres y mujeres que no podían permitirse
el lujo de tener hijos o ni siquiera el de casarse –, no es de extrañar que las
mujeres se desmayasen al ver un pene, que algunos hombres y mujeres acabaran
volviéndose locos por masturbarse, y que otros se sintieran enfermos y
depravados por preferir la homosexualidad a la continencia, la masturbación
solitaria o la prostitución.
El celo
histérico con que se reprimió la homosexualidad durante el periodo victoriano
tiene mucho que ver con el específico contenido militante del movimiento gay.
La proscripción de la homosexualidad fue tan completa, y el oprobio ligado a
ella tan fuerte, que incluso un solo acto homosexual era suficiente para marcar
a un individuo de por vida como un pervertido o degenerado. Lejos de consentir
la homosexualidad como forma suplementaria o secundaria de placer sexual, los
victorianos norteamericanos insistían en que sólo los más depravados podían
siquiera considerar la posibilidad de tener relaciones homosexuales. De aquí se
desarrolló la peculiar idea de que la homosexualidad no es un tipo de actividad
sino un estado vital; que las personas se encuentran en un estado heterosexual
o en uno homosexual, y que las que se hallan en el segundo pertenecen a un tipo
humano depravado, que los demás deben rehuir.
Y así,
cuando llegó el tiempo de que los homosexuales se rebelaran contra la
mojigatería y la opresión –de salir a la luz pública–, lo hicieron no como
individuos que defendían una homosexualidad complementaria de la
heterosexualidad, sino como un grupo consagrado a la edificación de una
comunidad exclusivamente homosexual, con un estilo de vida totalmente
homosexual.
Persiste la cuestión de por
qué tuvo lugar la rebelión de Stonewall precisamente en 1969. Lo mismo que la
tasa de natalidad continuó descendiendo a despecho de todas las leyes maritales
y procreadoras encaminadas a conseguir lo contrario, la represión y la
mojigatería no pudieron impedir que un gran número de personas experimentara de
forma clandestina con la homosexualidad como alternativa al celibato y los
matrimonios procreadores. La teoría de Dennis Werner implica, en esencia, que
cualquier fortalecimiento de la posición antinatalista tiende a incrementar la
práctica de la homosexualidad. El movimiento de liberación de la mujer, como
hemos visto, fue posible debido a una importante modificación en el balance de
poder entre las fuerzas anti- y pronatalistas, una modificación arraigada en el
rápido cambio que experimentó la composición de la tuerza del trabajo
estadounidense. Durante los años sesenta, esta misma modificación proporcionó
fuertes incentivos para el rápido crecimiento de la población homosexual «no
forzosa» en los Estados Unidos y para la migraci6n de homosexuales de todo el
país hacia los guettos homosexuales que iban surgiendo.
El
sociólogo Martin Levine ha señalado que los homosexuales formaron guettos por
causas muy parecidas a las de otras castas de parias y minorías, es decir, para
poder convivir con jovialidad y garantizar la autodefensa. Los guettos
homosexuales albergan un gran número de instituciones consagradas a los
homosexuales – empresas, bares, restaurantes, clubs, lugares de reunión y zonas
de ligue –, una importante población homosexual y en ellos impera localmente un
estilo de vida homosexual (por ejemplo, las parejas del mismo sexo se abrazan
en la calle sin llamar la atención). En cinco ciudades estudiadas, Levine halló
que los vecindarios que satisfacían los criterios para poder considerarlos
guettos homosexuales plenamente desarrollados eran el West Village de Nueva
York, el Castro Village de San Francisco y «Boys Town» (West Hollywood), de Los
Ángeles. Pero también halló otros doce barrios que parecen estar a punto de
convertirse en guettos homosexuales. Aunque la liberación homosexual aceleró la
formación de estos guettos, el núcleo de los más importantes probablemente se
había formado ya con anterioridad a los disturbios de Stonewall. De hecho, la
altísima densidad de homosexuales existente en el West Village ya en 1969
constituía un serio problema para la policía a la hora de controlar las
muchedumbres que llenaban las calles cada noche.
La fecha de los disturbios
de Stonewall vino, pues, determinada por una convergencia de condiciones
favorables a la adopción de un estilo de vida exclusivamente homosexual. Por
una parte, estaban los sentimientos antinatalistas desatados por la
incorporación de las mujeres casadas a la fuerza de trabajo asalariada y por
las penosas dificultades que atravesaba la familia centrada en torno al varón
proveedor en una economía cada vez más ineficiente e inflacionista, que además
padecía un alto nivel de desempleo. Por otra, se había producido el lento
aumento de los vecindarios homosexuales anteriores a los guettos, en los que
los homosexuales vergonzantes, de uno u otro sexo, buscaban alternativas al
matrimonio, la continencia, la masturbación solitaria y la soltería. Puede que
los demás movimientos de liberación hayan provocado la chispa, pero sin la
yesca estructural antinatalista las llamas se habrían apagado, tal como había
sucedido siempre en épocas anteriores.
En otras palabras la liberación homosexual acompañó a la
de la mujer porque cada movimiento representa una faceta diferente del
derrumbamiento del imperativo marital y procreador y de la familia dominada por
el varón proveedor. La homosexualidad, en su forma exclusivista, constituye la
extrema izquierda radical del movimiento antinatalista. El destacado papel de
las actividades lesbianas en el movimiento de liberación de la mujer ilustra
este hecho. Las lesbianas de NOW (National Organization for Women) y otras
organizaciones han atacado reiteradamente a las feministas heterosexuales por
«colaborar con el enemigo». Según las militantes lesbianas, los hombres
simplemente no pueden evitar oponerse a la liberación de las mujeres y éstas
deben cortar todas las relaciones íntimas y de apoyo con ellos, en especial las
que implican relaciones sexuales, matrimonio y reproducción. Con su postura
contraria a la descendencia, el feminismo lesbiano radical trata de
«desmitificar» las funciones reproductoras de las mujeres. El embarazo, «una
deformación temporal del cuerpo por él bien de la especie», es una dolencia
propia de «señoras gordas» causada por un «inquilino», un «parásito» o «un
huésped no invitado». «El parto es doloroso y horrible. La maternidad es
descrita como un estado terminal de decadencia psicológica y social, total
abnegación y deterioro físico.» Evidentemente sólo una pequeña minoría de las
feministas mantiene estas posiciones extremas, pero a juzgar por la caída de
las tasas de natalidad, el mensaje no ha caído en saco roto.
Pese a tener conciencia de sí mismos corno personas que
luchan por una preferencia sexual más que reproductora, los homosexuales «no
forzosos» están también muy comprometidos en la lucha por derribar el yugo de
la paternidad. Las personas que practican exclusivamente la homosexualidad
disfrutan del no va más en materia de protección anticonceptiva, por
desenfrenada que sea su búsqueda de orgasmos y por mucho que cambien de
compañeros. (Hay madres y padres homosexuales, pero la mayoría de ellos
tuvieron a sus hijos durante un período heterosexual anterior. Muy pocos
hombres o mujeres homosexuales tienen un hijo, ni quieren tenerlo nunca. En San
Francisco, por ejemplo, con una población de varios cientos de miles de
homosexuales, la asociación Lesbian Mothers and Friends [Madres y Amigas
Lesbianas] sólo agrupa a 130 miembros, mientras que Gay Fathers [Padres Gay]
consta de menos de 60.)
Cuando remitió el baby
boom, se abrieron las compuertas que contenían al sexo no marital y no
procreador para dar libre paso a las necesidades de los hombres y mujeres
trabajadores sin hijos. De repente, se precipitaron al exterior todos los
sentimientos y prácticas sexuales, de los que la homosexualidad es simplemente
un caso más, que durante tanto tiempo habían permanecido ocultos y proscritos.
El nuevo y crudo mensaje, proclamado tanto desde las páginas de popularísimos
manuales matrimoniales que explicaban los placeres del sexo como desde los
desplegables centrales de Penthouse, Playboy y Playgirl, era que el sexo
ni está ni tiene por qué estar necesariamente encaminado a la reproducción. En
poco tiempo, surgió una floreciente industria de películas pornográficas
destinadas al público que acude con sus ligues a los autocines. Se hicieron
fortunas con la venta o alquiler a domicilio de películas y vídeos donde
aparece cualquier forma concebible de excitación sexual. Los resultados de las
encuestas sobre los hábitos sexuales de las mujeres se convirtieron en best
sellers. Las mujeres aprendieron que existen seis formas básicas de
masturbarse y que «no hay nada malo en pasárselo bien con uno mismo». Los
tebeos para adolescentes encomiaron las virtudes de las Tits n’ Clits
(«tetas y clítoris»). Por no mencionar la reciente y próspera industria de
salones de masajes, clubs de intercambio de parejas, servicios de acompañantes,
espectáculos de sexo en vivo, librerías porno y sex-shops donde los
hombres que no pueden permitirse nada mejor disponen de cabinas individuales
para masturbarse mientras ven una película.
Otro
aspecto que implica esta noción de que el sexo_ está destinado al placer y no a la reproducción es que no es
divertido ser padre. ¿Ha habido alguna generación de norteamericanos que
haya contemplado las delicias de la paternidad con más antipatía que la
generación del «sólo yo»? Según un estudio realizado por Yankelovich, Skelly y
White, una compañía de investigación sobre consumidores, los norteamericanos
sitúan los coches nuevos por encima de los hijos en la lista de lo que se
necesita para vivir bien. «No se trata de lo dulce o maravilloso que pueda
resultar el tener y criar hijos», escribía una feminista. «Aunque efectivamente
sea así, la cuestión es si se desea o no pagar el precio que cuestan. Ya no
tiene sentido la pretensión de que las mujeres necesitan bebés, cuando lo único
que realmente necesitan es a sí mismas.» Según la Alianza Nacional para la
Procreación Opcional, en 1967 sólo un 1% de las esposas con edades comprendidas
entre los 18 y los 24 años no deseaba tener ningún hijo. En 1977, esta cifra
había aumentado al 5%. Y actualmente, un espectacular 11% de las mujeres con
edades comprendidas entre los 18 y los 34 años planea no tener hijos nunca.
Por qué entonces irrumpieron al mismo tiempo la liberación de la mujer, la liberación homosexual y la liberación sexual en el escenario norteamericano? creo que se debió simplemente a que eran facetas diferentes de un único proceso. Cada una fue una respuesta al rápido aumento del balance negativo de costos y beneficios en la familia del varón proveedor. Lo que todas atestiguan, cada una con sus matices, es la remodelación del modo de reproducción norteamericano de acuerdo con las limitaciones y oportunidades de una economía cada vez más ineficiente en la que tanto los hombres como las mujeres deben trabajar fuera del hogar.
Las feministas han empezado
a captar las repercusiones sistémicas que sobre la reproducción y la paternidad
tiene su lucha por alcanzar la igualdad con los hombres en la fuerza de
trabajo. Betty Friedan, que en un momento dado describió la vida del ama de
casa en una zona residencial como un «confortable campo de concentración»,
insiste en que las feministas nunca han pretendido crear una situación
desfavorable a la procreación. Su intención era más bien dar a las mujeres el
derecho de poder trabajar y amar en igualdad con los hombres, así como la
posibilidad de decidir libremente si deseaban tener hijos. Pero ahora esta
elección «no es tan sencilla como antes parecía» debido a los «conflictos»
imprevistos que incompatibilizan las exigencias del puesto de trabajo y el
éxito profesional con las de la familia. A pesar de seguir partiendo de la
falsa premisa de que fue la toma de conciencia que provocaron los movimientos
de liberación de la mujer lo que incitó a las prisioneras de los campos de
concentración suburbanos a lanzarse en busca de trabajo, ahora Friedan admite que
la libertad que supuestamente conquistaron las mujeres es ilusoria.
No envidio a las jóvenes que aceptan o rechazan esta elección
agónica que les hemos conseguido. Y es que realmente no puede hablarse de libre
elección cuando su salario resulta necesario para pagar las facturas familiares
de cada mes, cuando las mujeres tienen que buscar trabajos y profesiones debido
a las mismas razones de seguridad y status que sus madres antaño sólo podían
encontrar en el matrimonio, y cuando estas profesiones no están estructuradas
para personas que dan a luz hijos y asumen la responsabilidad de su educación.
Espero haber conseguido aclarar las relaciones causales que ligan las nuevas formas de sexualidad y vida familiar con el papel de las mujeres en la fuerza de trabajo y, en última instancia, con la nueva economía norteamericana basada en el proceso de personas e información. Si así es, es tiempo de ampliar nuestra perspectiva para abarcar otras dos dimensiones de la crisis cultural –la delincuencia y el desbarajuste de los programas sociales– que también están estrechamente vinculados a la misma trama causal.
Marvin Harris:
La cultura norteamericana contemporánea
Una visión antropológica