Salvador Novo

Sonetos

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I

Escribir porque sí, por ver si acaso
se hace un soneto más que nada valga;
para matar el tiempo, y porque salga
una obligada consonante al paso.

Porque yo fui escritor, y éste es el caso
que era tan flaco como perra galga;
crecióme la papada como nalga,
vasto de carne y de talento escaso.

¡Qué le vamos a hacer! Ganar dinero
y que la gente nunca se entrometa
en ver si se lo cedes a tu cuero.

Un escritor genial, un gran poeta…
Desde los tiempos del señor Madero,
es tanto como hacerse la puñeta.

II

Si yo tuviera tiempo, escribiría
mis memorias en libros minuciosos;
retratos de políticos famosos,
gente encumbrada, sabia y de valía.

¡Un Proust que vive en México! Y haría
por sus hojas pasar los deliciosos
y prohibidos idilios silenciosos
de un chofer, de un ladrón, de un policía.

Pero no puede ser, porque juiciosa-
mente pasa la doble vida mía
en su sitio poniendo cada cosa.

Que los sabios disponen de mi día,
y me aguarda en la noche clamorosa
la renovada sed de un policía.

III

Este fácil soneto cotidiano
que mis insomnios nutre y desvanece,
sin objeto ni dádiva se ofrece
al nocturno sopor del sueño vano.

¡Inanimado lápiz que en mi mano
mis odios graba o mis ensueños mece!
En tus concisas líneas aparece
la vida fácil, el camino llano.

Extinguiré la luz. Y amanecida,
el diamante de ayer será al leerte
una hoguera en cenizas consumida.

Y he de concluir, soneto, y contenerte
como destila el jugo de la vida
la perfección serena de la muerte.

IV

Ya no parece bien, a mis abriles,
pensar en el amor. Fuera locura
llorar, sentir, querer —¡ay!— con la pura
ilusión de los años juveniles.

No sueño más en lunas ni pensiles
ni de un ósculo pido la dulzura
al fuego que en mies sienes se apresura
—con patriótico ardor— en los desfiles.

La ley de la demanda y de la oferta
que me ha enseñado su sabiduría
lleva el fácil amor hasta mi puerta.

Y sin embargo, a veces, todavía
sobre el crespón de mi esperanza muerta
vierte su llanto la melancolía.

V

Mi vida sigue igual, amiga rara:
Despierto hecho una birria, voy al baño
y con productos Rubinstein restaño
la perdida frescura de mi cara.

Me marcho a trabajar. ¡Si trabajara!
El boletín del mes, año tras año…
Luego voy a comer con el extraño
ministro que la suerte me depara.

Doy a veces mi clase consabida;
a mi oficina soñoliento llego;
mi labor oficial quedó cumplida.

Y a las dulzuras del hogar me entrego
cuando ya ¡pi clientela conocida
me almidonó las tripas en San Diego.

VI

Yo te aguardé esta noche con el ansia
de mirarte llegar, y de que luego
escucharas impávido mi ruego
y me dieras tu fuerza y tu fragancia.

Pero quisiste darte la elegancia
de no venir, de desdeñar mi fuego,
sin saber que recibo por entrego
leche de muchos toros en mi estancia.

Yo pensaba quererte en exclusiva;
gemir y sollozar bajo tu fuete,
brindarte mis pasiones rediviva.

Y a casa regresé —con tu billete—,
luego que una salubre lavativa
a los hijos ahogó de otro cadete.

VII

¿Por qué no me has escrito en tantos días
en que angustiado y pálido me espero
a que llegue el simpático cartero
espiando tras las blancas celosías'?

Yo pensé que más veces mentirías
tu amor lejano, dulce y plañidero;
que el engaño siguiera lisonjero
que iniciaron tus cartas y las mías.

¿Qué te cuesta decirme que me adoras'?
¿Qué me cuesta creerlo y consolarme
lejos de ti, mi bien, si me enamoras?

¿,Qué te cuesta en epístola besarme?
Yo pienso en ti por indelebles horas
—y hace en ellas tus veces un gendarme.

VIII

Yo te escribiera a diario, dueño mío:
fatigara tus ojos con mi anhelo:
diera al papel las tintas de mi duelo
y al sol la angustia de mi lecho frío.

Pero, ¿cómo plasmar mi desvarío
con palabras escritas en el hielo
deste común hablar, luz de mi cielo,
deste lenguaje pródigo y vacío?

¿Cómo mi muda voz expresaría
todo el amor, en lágrimas deshecho
que riega en aguardarte mi agonía'?

Grite tu corazón, con cl estrecho
mensaje de su voz, la vida mía
en la dorada cárcel de tu pecho.

IX

Escribirte otra vez, ir al Correo;
tocar mi lengua sus orillas frías;
llevar la cuenta exacta de los días
que hace que se efectuó nuestro himeneo.

Pensar que hace ya mucho que no veo
tus ojos claros y tus manos mías;
aguardar tu respuesta en las vacías
horas en que en pensarte me recreo.

Robar al sueño la ilusión de verte
y a la vigilia el dulce de soñarte
con temor y esperanza de perderte.

No hallar tu imagen en ninguna parte;
eso es amor, mi bien, y de esta suerte,
vivo y muero tan sólo en aguardarte.

X

Pienso, mi amor, en ti todas las horas
del insomnio tenaz en que me abraso;
quiero tus ojos, busco tu regazo
y escucho tus palabras seductoras.

Digo tu nombre en sílabas sonoras,
oigo el marcial acento de tu paso,
te abro mi pecho —y el falaz abrazo
humedece en mis ojos las auroras.

Está mi lecho lánguido y sombrío
porque me faltas tú, sol de mi antojo,
ángel por cuyo beso desvarío.

Miro la vida con mortal enojo;
y todo esto me pasa, dueño mío,
porque hace una semana que no cojo.

XI

¿Qué hago en tu ausencia? Tu retrato miro;
él me consuela lo mejor que puedo;
si me caliento, me introduzco el dedo
en efigie del plátano a que aspiro.

Ya sé bien que divago y que deliro,
y sé que recordándote me enredo
al grado de tomar un simple pedo
por un hondo y nostálgico suspiro.

Pero en esta distancia que te aleja,
dueño de mí pasión, paso mi rato,
o por mejor decir, me hago pendeja,

ora con suspirar, ora con pedo,
premiando la ilusión de tu retrato
y los nuevos oficios de mi dedo.

XII

Leoncio ayer, Carlos hoy —¿a quién mañana
dedicará mi amor su pensamiento?
¿Quién con su ausencia me dará el tormento
de esta esperanza dulce, pero vana?

Salvaje en uno, me embriagó la sana
y cálida caricia de su aliento.
Amo en el otro, príncipe de cuento,
la mirada magnífica y lejana.

Aceite de mi lámpara, que ensartas
en rosarios de tiempo duradero
ilusión y fragancia de sus cartas.

No te daré mi amor, casual viajero,
pero mi lecho es amplio; y cuando partas,
te llevarás un poco de dinero.

XIII

¡Ay, qué castillos fabriqué en el viento
cuando tu voz acarició mi oído
y al cielo que me tengo prometido
mi esperanza asomé por un momento!

¡Qué rápido viajó mi pensamiento!
¡Cómo en tus brazos me soñé, transido
del goce amargo de usurpar un nido,
morder tus labios y beber tu aliento!

¡Cómo soñé fundir en las miradas
de tus ojos de fuego, la alegría
deste hielo que vuelves llamaradas!

(Pero al llegar el anhelado día,
como cuadra a personas educadas,
dormimos —tú en tu cama, y yo en la mía.)

XIV

Si pudieras quedarte, dueño mío;
si yo pudiera compartir tu lecho;
sentir tu corazón junto a mi pecho
vibrar en jubiloso desvarío;

pasar toda una noche, dueño mío,
entre tu abrazo férvido y estrecho;
entregarte la vida, y satisfecho,
la vida reanudar con nuevo brío.

Pero es fuerza partir. Un lecho frío
me depara el silencio de su abrigo,
tan correcto —tan amplio— y tan vacío.

¡Mañana nos veremos! Y me digo,
"Que a dormir a tu lado, dueño mío,
siempre será mejor soñar contigo."

XV

Me dije: "Ya por fin la vida mía
el objeto encontró de su ternura;
es él quien llenará con su dulzura
para todos los siglos mi alegría".

Pero un año pasó desde aquel día;
monótona tornóse mí ventura,
y vi junto a su carne prematura
huerto en sazón que mieles ofrecía.

Déjame en mi camino. Por fortuna
ni el Código Civil ha de obligarte
ni tuvimos familia inoportuna.

El tiempo ha de ayudarme a subsanarte.
Nada en mí te recuerda —salvo una
leve amplitud mayor— en cierta parte.

XVI

Ya se acerca el invierno, dueño mío;
estas noches solemnes y felices,
se ponen coloradas las narices
y se parten las manos con el frío.

Ven a llenar mi corazón vacío
harto de sinsabores y deslices
en tanto que preparo las perdices,
que pongo la sartén —y que las frío.

Deja tu mano encima de la mía;
dígame tu mirada milagrosa
si es verdad que te gusto —todavía.

Y hazme después la consabida cosa
mientras un Santa Claus de utilería
cava un invierno más en nuestra fosa.

XVII

Tus manos fuertes, grandes, que me daban
la vida en sus caricias, y la muerte;
mis manos, que quisieron retenerte;
tus manos, que mi pecho desgarraban.

Tus manos, que en la sangre se pintaban
del corazón que palpitó por verte;
mis manos, sacudidas de su inerte
vacío si a las tuyas se enlazaban.

El milagro ocurrió. No fueron vanos
a los ojos de Dios mis hondos ruegos
ni mis suspiros sordos y lejanos.

Y volvieron a ver mis ojos ciegos
tintas en sangre tus soñadas manos
(pero sangre de reses —y borregos).

XVIII

Nos volvemos a ver. Año tras año
soñé con encontrarte en mí camino.
¡Sol de mis ojos, luz de mi destino!
¿No quisieras, mi bien, tomar un baño?

Nos encontramos uno al otro extraño:
Gordo tú, flaco yo —¡rnundo mezquino!
Y me complace ver —¡oh, desatino!—
que hay cosas que no cambian de tamaño.

Te quiero como antaño te quería:
con pasión, con dolor, con amargura,
cual si este siglo hubiese sido un día.

Quiero corresponder a tu ternura:
Levanta tu barriga, vida mía,
que me voy a quitar —la dentadura.

XIX

Dura visión aflige a los longevos
—cáscara inútil en desierto nido—:
ver que se apaga en ellos la libido
—urgencia y potestad dc los mancebos.

Ambos endocrinaran como nuevos
—fabricantes del jugo apetecido—
si el derecho no hubiera desistido
(hablo —¡triste experiencia!— de mis huevos).

Dura ley: pero ley que nos caduca,
todo —decreta— por servir se extingue:
ayer si penetró, sólo hoy machuca.

Puesto que ya no hay potro que respingue,
al consuelo falaz de una peluca
mi juventud se atenga —y yo me chingue.






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Pórtico de la Estatua de Sal, de Carlos Monsiváis

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