La transgresión del camino literario cuántico

por Gregorio Morales

Este ensayo constituye el Capítulo I del libro, recientemente publicado, "El Cadaver de Balzac" (haga clic en el enlace para más información sobre esta obra), cuya lectura recomendamos desde este espacio. Su autor, Gregorio Morales, intenta reunir en una misma visión materia y espíritu, ciencia y arte, asumiéndolas como dos manifestaciones de una misma realidad última. "Estética cuántica" es el nombre de este nuevo movimiento literario que lanza, extendiendo definitivamente la cosmovisión junguiana al ámbito del arte. Aventurándose por ese fascinante sustrato unitario nos descubre una nueva perspectiva, en la que la obra de Natura cobra un nuevo sentido, en la misma medida creado y descubierto por nuestra mirada.

Lentamente, sin alharacas, la denominada "estética cuántica" se ha ido abriendo paso. Probablemente, define un estado de conciencia colectiva que aún no había sido formulado. Ante la imperiosa necesidad de un nuevo tipo de arte, se ha ido exten diendo una revolución silenciosa que corroerá los cimientos ya de por sí débiles de las actuales concepciones.

A este respecto, afirma Edgar Morin:

"Todo progreso importante del conocimiento (...) se opera necesariamente por la quiebra y la ruptura de sistemas cerrados, que no tienen dentro de ellos mismos la aptitud de la transcendencia. Se opera entonces, cuando una teoría se muestra incapaz de integrar observaciones cada vez más centrales, una verdadera revolución, que quiebra en el sistema aquello que le daba tanto su coherencia como su clausura. Una teoría sustituye a la antigua teoría y, eventualmente, integra a la antigua teoría, provincializándola y relativizándola."

Gran parte de la literatura europea ha permanecido alejada de los grandes descubrimientos contemporáneos. Por una razón no suficientemente explicada, se ha mantenido anclada, tanto en temas como en estilo u objetivos, en el siglo XIX. Podemos decir que es una literatura, en la visión del mundo, newtoniana; en la consideración de las personas y de su acontecer, realsocialista; cuando quiere ser "moderna", bebe de las modas y mitos populares del siglo XX: El cine mudo y, fundamentalmente, las tres primeras décadas del sonoro, el jazz, el cosmopolitismo y la pasión por el viaje de los cubistas, la música de los Beatles, las consignas liberadoras de mayo del 68...

De tanto suponer actual lo que se estiló décadas atrás y deglutir una y otra vez unos temas que hace mucho tiempo perdieron su vigor, dicha literatura se ha convertido en algo rancio, anodino, epigonal.

Edgar Morin vuelve a poner el dedo en la llaga:

"Hay que recordar las ruinas que las visiones simplificantes han producido, no solamente en el mundo intelectual, sino también en la vida. Suficientes sufrimientos aquejaron a millones de seres como resultado de los efectos del pensamiento parcial y unidimensional."

La nueva estética hunde sus raíces en el siglo XX, pero no en sus modas y mitos, sino en lo más profundo de su corazón para, desde allí, alumbrar el nuevo siglo. No ama de forma rendida los productos de la modernidad, sino que se abisma en sus mecanismos más complejos, los reconstruye, los vuelve a crear, para que el producto que salga de ellos no sea una de esas desangeladas y planas imitaciones a las que estamos acostumbrados, sino entidades originales, primigenias.

La física de partículas, cuyo corpus se constituyó casi por entero en 1927 pero que ha sido sistemáticamente ignorado por la literatura, trae al paradigma estético una galerna de nuevas posibilidades; desfenestra los tópicos, hiende las limitaciones; aporta oxígeno en la asfixia general; confiere libertad en las constricciones beatas. Y lo hace de tal manera, que la transgresión que introduce es semejante a la de una hecatombe; o para emplear una expresión más ilustrativa: Invierte el estado de la cuestión, sustituyendo el país actual por el de sus antípodas.

Por citar algunos aspectos de la revolución, diremos que la estética cuántica se centra en el individuo antes que en la generación; identifica materia y espíritu; cree en la teoría de la inseparabilidad, según la cual los electrones más lejanos del Universo se influyen recíprocamente; bebe en Jung antes que en Freud; busca el cambio interior frente al lifting o el "new look"; ante al fisiologismo generalizado, le interesan el erotismo, el amor; se preocupa por lo extraordinario, antes que por lo común; sostiene que A y no A pueden ser al mismo tiempo; considera falsa la claridad excesiva, y legítimos y verdaderos, lo incierto, lo ambiguo, lo contradictorio; resalta la madurez, en contra del juvenismo; revaloriza el símbolo, atemperando la sobrevaloración del objeto; prima la diferencia por encima de lo gregario, el misterio sobre las explicaciones reductivas, las conquistas del yo a expensas de la irracionalidad...

Decir "estética cuántica" es, en todo caso, decir más que "física cuántica", puesto que, a las teorías de ésta última, une la psicología de Jung y las concepciones del "pensamiento borroso" de Bart Kosko y el "pensamiento complejo" de Edgar Morin.

La nueva estética parte del hecho de que la realidad no sólo no se agota en las apariencias, sino que puede conculcar las leyes que consideramos sensatas; el mundo continúa más allá de donde hasta ahora habíamos creído y lo hace de forma no familiar, vulnerando el espacio, el tiempo y la causalidad.

Algunos científicos, como David Bohm , han llegado a hablar de orden plegado y orden desplegado. El segundo sería el mundo externo, tal y como lo vemos, ya sea a través de nuestra propia percepción o a través de avanzados instrumentos. El orden plegado sería, por el contrario, cuanto permanece oculto, la fuente de donde proviene la realidad manifiesta. Para comprender mejor este concepto, Bohm elaboró el siguiente experimento: En un jarro con un cilindro rotatorio y un delgado espacio relleno de glicerina, se vierte una gota de tinta. Conforme rota el cilindro, la gota de tinta se va adelganzando hasta desaparecer completamente. Aunque la gota es ahora invisible, no ha dejado de existir. Podríamos decir que está plegada en el interior del frasco. Ello se demuestra si volvemos a rotar el cilindro, aunque esta vez en sentido inverso. Entonces la gota va apareciendo paulatinamente, hasta alcanzar la misma forma y tamaño del principio. Esto se correspondería con lo que Bohm llama el orden desplegado. En el mundo de la física subatómica, el orden desplegado correspondería, por ejemplo, a los diferentes tipos de partículas; el plegado, a las misteriosas propiedades de esas partículas, como la complementariedad, incertidumbre y comunicación entre ellas más allá de la velocidad de la luz.

El escritor cuántico tiene siempre en cuenta el orden plegado, aunque no se refiera a él explícitamente. Como sería insensato olvidar que un edificio se mantiene en pie debido a que reposa en la solidez de sus cimientos, lo sería el ignorar que todas las cosas que acaecen reposan sobre un fluido oculto y más vasto, al que también podríamos llamar, con palabras de Heidegger, "el misterio del mundo". Desde un punto de vista mental o psicológico, ese orden plegado se relaciona con el inconsciente, ya sea personal o colectivo: El inconsciente es un océano del que emana, como un atolón, la conciencia.

Uno de los escritores que mejor practicaron esa doble articulación de la realidad, fue Henry James. En sus obras hay siempre una fuerza que trasciende la conciencia de los personajes. Mientras ellos creen ir a un sitio, van en realidad a otro. Mientras creen estar comportándose por la determinación de su voluntad, obedecen leyes que transgreden continuamente esa voluntad. La impresión del lector es la de que existe un orden escondido e inescrutable que dirige nuestros pasos.

Una de las alternativas del novelista cuántico es penetrar en ese mundo para asimilarlo a la conciencia. Una labor que podríamos llamar civilizadora, de conquista de tierras ignotas.

El físico Rupert Sheldrake ha elaborado la teoría de los "campos morfogenéticos", lugares de resonancia energética que informarían la creación tanto de los objetos inanimados como de los seres vivos, así como de su conciencia y comportamiento, y en los cuales, por otra parte, quedarían archivados, en una especie de memoria universal, todas las experiencias de cada especie. Por un proceso que denomina "resonancia mórfica", los nuevos descubrimientos y técnicas incorporados por una especie en un determinado momento, pasarían a la siguiente generación, que encontraría menos dificultades en su aprendizaje, y así sucesivamente. Desde un punto de vista literario, esta teoría estaría conectada con los Arquetipos de Jung. En opinión del psicólogo, los arquetipos han sido creados por la experiencia acumulada de la humanidad que nos ha precedido.

De una manera práctica, lo anterior se traduciría por una atención especial del escritor hacia los aspectos míticos que subsisten en la vida diaria -con una revitalización de antiguos motivos arquetípicos-, así como también por un estudio literario de la entrega inconsciente de sus personajes a determinados mitologemas y la lucha entablada por realizarse a través de ellos. Las situaciones y los personajes borgianos se acercan a este enfoque; más aún la literatura de Kafka.

Tanto el orden plegado como los campos morfogenéticos parecen estar traspasados por una misteriosa inteligencia, que no sólo se mostraría en los humanos y demás seres vivos, sino también en la materia. Para hacernos una idea de ello, describamos un nuevo experimento: Si proyectamos un rayo de luz hacia una pantalla, haciéndolo pasar previamente por una superficie opaca con dos orificios, contemplaremos una serie de franjas iluminadas y otras oscuras, prueba de las interferencias entre ondas. Pero lo extraño de la experiencia reside en que los fotones pasan de manera regular y alternativa por sendas aberturas, lo que no ocurre si obturamos una de ellas. ¿Cómo sabe cada fotón de la existencia de la otra abertura? ¿Cómo sabe si está abierta o cerrada? Pero más extraño aún, las interferencias se producen de la misma forma si el experimento lo realizamos en distintos laboratorios. ¿Cómo sabe un fotón lo que los demás van a hacer en otras partes diferentes del globo? ¿Son, pues, los fotones inteligentes? De pronto, Eddington parece llevar razón en su consideración de que "el mundo está compuesto de 'materia mental'" Da la impresión de que la materia se plantease permanentemente todas las alternativas posibles, las cuales influyen a su vez de manera determinante en la que finalmente se realiza.

Ken Dychtwald afirma:

"A medida que los metafísicos penetran más y más en los elementos básicos del denominado mundo 'no físico' o psicológico, descubren también que el mundo de la materia y de la energía, o cuerpo y mente, no son tan distintos como nos han hecho creer. Así, las partículas básicas o unidades de la conciencia parecen existir en algún sitio del lugar imaginario energético entre estos dos estados extremos del ser."

Bajo estas consideraciones, el entorno literario se ensancha. Sin necesidad de recurrir a la peligrosa tentación mística o a la superstición, podemos movernos en un continuum espacio-temporal, arrasando con la tradicional distinción entre materia y espíritu, y viendo el mundo como una unión de contrarios, donde la materia es sólo una gradación del espíritu, o, al revés, el espíritu una gradación infinitesimal de la materia.

Fueron los escritores centroeuropeos de las primeras décadas del siglo XX quienes supieron plasmar como nadie esta extraña interrelación, creando una atmósfera donde el paisaje y los objetos son tan importantes como las personas y, a menudo, traslucen tanto su interior como el inconsciente colectivo de la sociedad.

Semejante unión está en el origen de lo que Jung denomina "sincronías" o identidades significativas de fenómenos entre los planos psíquico y material. Él mismo nos relata una de estas sincronías:

"Un joven paciente tuvo (...) un sueño durante el cual se le regalaba un escarabajo de oro. Mientras me relataba el sueño, estaba yo sentado de espaldas contra la ventana cerrada. De repente percibí detrás mío un ruido, como si algo golpeara suavemente contra la ventana. Volviéndome, advertí que un insecto había chocado contra la ventana desde fuera. Abrí la ventana y lo cacé al vuelo. Era la analogía más próxima a un escarabajo de oro que cabe encontrar en nuestras latitudes..."

Si cosas así ocurren es porque, sea cual fuere la ultima realidad, ésta es psicoide, o sea, al mismo tiempo material y psíquica, con lo que resulta inevitable que ocurran traslaciones de uno a otro campo.

Cuanto nos rodea vuelve a animarse para el artista. No se trata de que abuse de las sincronías, al estilo de la novela gótica y folletinesca, donde ocurren continuamente todo tipo de "casualidades" significativas, sino de la íntima asunción de que los objetos ya no son seres muertos, dóciles, manejables. Por el contrario, su constitución es semejante a la de la mente. El mundo exterior está conectado, de manera real y no metafórica, con nuestras profundidades. Cosas como éstas las ha sabido y practicado la mejor literatura de todos los siglos -piénsese, por ejemplo, en el ciclo artúrico y en la importancia que adquieren determinados objetos-, pero el presente literario, en base a la ciencia positivista en la que tan ciega y empecinadamente cree, ha adjurado de ellas, construyendo el mundo más plano, romo y mezquino en el que el hombre haya vivido nunca. De ahí la importancia de que sea la misma ciencia la que, liberándonos de sus pacatos conceptos de antaño, vuelva a entregarnos el mundo en su vastedad. Ken Follet, en su novela El Mago, acierta a dar expresión literaria a este estado de cosas donde lo más normal y cotidiano se tiñe con las luces de lo sobrenatural. Justamente lo contrario de lo que ocurre con el "realismo mágico", donde lo extraordinario cobra siempre la categoría de lo normal o, peor aún, se inserta en el más rancio costumbrismo. En el novelista cuántico hay siempre una mirada de "extrañamiento" que le sirve para mostrar lo inusual que es la realidad a la que creemos estar acostumbrados.

La física cuántica resalta hasta qué punto el observador influye sobre lo observado. El instrumento de observación condiciona el resultado. De ahí que un cuanto sea visto en unas ocasiones como onda y en otras como partícula; o que no se puedan determinar al mismo tiempo su velocidad y su posición. Más aún, algunos físicos han sostenido que la cuántica no puede dar ni dará nunca una descripción real del mundo microscópico, sino sólo simbólica, a la medida de nuestra constitución mental. Hay quien sostiene que la realidad fluye en múltiples sentidos y que somos nosotros, con nuestros instrumentos de percepción, quienes "creamos" esa realidad.

El prestigioso físico teórico Paul Davies nos ha hecho ver que en el universo coexisten innumerables realidades y que un requisito indispensable para separarlas es la observación; pero, a pesar de todo, la separación puede no resultar efectiva, de modo que fragmentos de unas realidades interfieran en otras. Existiría tanta mayor objetividad cuanto menos cuánticos fuesen los objetos de medida, pues, en otro caso, pueden surgir hilos de conexión entre los distintos mundos o realidades.

Nosotros somos a la par ese aparato cuántico y no cuántico de medición. Lo primero, cuando utilizamos instrumentos avanzados. Lo segundo, cuando aprehendemos el mundo limitados a nuestra percepción. Pero tanto en un caso como en otro, el hombre, expulsado desde Galileo de su reinado sobre el mundo, vuelve a convertirse en su centro. No porque esté en un centro real que, como ha demostrado la astronomía más reciente, no existe en parte alguna, sino porque es él quien crea la realidad. Las cosas existen por él y para él. Él es los ojos y la mente del Universo.

Semejante antropocentrismo es conocido en la física cuántica con el término de "Principio Antrópico". La denominación fue acuñada a mediados de los años 80 por Brandon Carter, astrofísico de Cambridge, y sostiene que son las observaciones del hombre acerca del universo las que han ayudado a moldear lo que entendemos por leyes de la física.

A este respecto, afirma Michael Talboc:

"Hemos llegado a un punto donde la interconexión que percibimos entre nosotros mismos y el universo no puede ser explicada como mero Engreimiento Ptolemaico. Nosotros, los humanos, estamos conectados con el universo, con el distante pasado de la creación, y sin duda también con el remoto futuro, en una forma que va más allá de inevitables tendencias humanas (...) Una explicación de esa interconexión es el Principio Antrópico."

El paso hacia un nuevo humanismo resulta inevitable. El hombre retorna de su destierro a encontrarse consigo mismo y con su olvidado poder. Cuanto existe, lo proyecta su naturaleza como el objetivo de una cámara; actúa como el director de cine, pergeñando, forjando, creando lo que le rodea; elige como un dios, entre las infinitas realidades, aquella que se le acomoda.

Como en los casos anteriores, las consecuencias para la obra literaria son inmensas. Hacedor de cuanto existe, todo aparece ahora para el hombre bajo una nueva luz. Ya no será el ser atormentado y descompuesto de Picasso, el soplo caricaturesco de Bacon, la breve cuchillada de Giacometti, la sensación caprichosa de Proust, el hombre-máquina de Marinetti, el poseso de Breton, "el hombre sin atributos" de Musil, el cerebro genital de Freud, "el hombre unidimensional" de Marcuse, el plano burgués de Rohmer, la res de Julian Freud, el estereotipo de Trueba. Será el universo mismo y llevará en sí toda la trascendencia de cuanto existe. Es, en cierto modo, un retorno a la grandeza del héroe de la tragedia griega.

Por eso, ahora el escritor puede encontrar nuevos caminos para reemprender la tarea de la belleza. Relegada, humillada, asaeteada por el siglo XX, que ha hecho de la fealdad y del horror su estética, la belleza ha tenido que venir reivindicada por los científicos cuánticos, que buscan incluso antes de la certeza de una teoría el que ésta sea bella. Steven Weinberg, premio Nobel de física, llega a decir:

"De forma extraña e inquietante, aunque la belleza de las teorías físicas está incorporada en estructuras matemáticas rígidas basadas en principios subyacentes simples, las estructuras que tienen este tipo de belleza tienden a sobrevivir incluso cuando se descubre que los principios subyacentes están equivocados."

En su anhelo de encontrar una teoría final que lo explique todo, Weinberg osa afirmar que

"en cualquier caso, no aceptaríamos una teoría como final a menos que no fuese bella."

Claro que la estética cuántica no busca la belleza al viejo estilo pompier, inflamado y hueco. Se trata de comprender que lo apolíneo surge justamente de lo dionisíaco, y que, sin el sufrimiento ni el horror ni la fealdad, no puede existir la belleza. "¡Cuánto tuvo que sufrir este pueblo para poder llegar a ser tan bello!" escribe Nietzsche a propósito de los griegos clásicos.

La diferencia entre el artista cuántico y el rococó o el pompier radica en que los segundos apartan de sí la fealdad, como si el mundo estuviese constituido únicamente de luz y bellas formas, mientras el primero, el artista cuántico, no sólo no huye de la fealdad, sino que, al modo nitzscheano, la integra en la belleza. No mira al sufrimiento, a la destrucción y al horror como fuerzas ciegas, sino que las concibe en una dimensión creativa, como parte de una totalidad. John Steinbeck y sus Uvas de la ira serían un ejemplo de este modo de actuar en el que las calamidades no son un azote ciego de la fortuna, sino que, aceptadas, acaban trascendidas, con lo que el personaje alcanza una humanidad inconmensurable.

Parte de la revolución que opera la estética cuántica proviene de la psicología de Jung. Ocurre sencillamente que la psicología de Jung es una psicología cuántica. O bien... la física cuántica es una física junguiana. Tanto la psicología de Jung como la física de partículas representan distintos aspectos de los mismos principios.

Conocida es la amistad entre Jung y Pauli. Pauli fue un cultísimo físico que predijo la existencia del neutrino veinte años antes de que fuera descubierto y que recibió el Premio Nobel de Física en 1945. Él y Jung daban largos paseos mientras elaboraban conjuntamente sus teorías. Si hoy leemos los trabajos de Pauli, veremos cómo están impregnados por doquier de la psicología de Jung. Incluso dieron forma entre los dos a trabajos de investigación, como el ensayo sobre "La influencia de las ideas arquetípicas en la construcción de las teorías científicas de Kepler."

Por otra parte, a través de sus escritos, Jung recalca específicamente, en numerosas ocasiones, la identidad entre sus teorías psicológicas y las de la física subatómica. Una discípula suya tan destacada como Marie-Louise von Franz afirma:

"Jung (...) descubrió que la psicología analítica se había visto obligada, por las investigaciones en su propio campo, a crear conceptos que luego resultaron asombrosamente análogos a los creados por los físicos cuando se encontraron ante fenómenos microfísicos."

Y más adelante:

"Los inesperados paralelismos de ideas en psicología y física sugieren, como señala Jung, una posible y definitiva unicidad de ambos campos de realidad..., es decir, una unicidad psicofísica de todos los fenómenos de la vida. Jung estaba incluso convencido de que lo que él llamaba el inconsciente se enlazaba, de algún modo, con la estructura de la materia inorgánica..."

Dicho en otras palabras: Los mismos principios que rigen la psique los encontramos en el mundo material. O al revés. Como hemos sugerido anteriormente, hay una fuerza ignota, que fluye en todos los sentidos y que anima tanto a la materia como a la conciencia.

Desde el punto de vista estético, la materia se animiza y el alma se materializa. Estamos ante una nueva y radical inversión: El alma adquiere la realidad palpable que hasta ahora tenían los objetos, mientras éstos pierden su rotundidad apabullante, liberando de la esclavitud un mundo uncido exclusivamente hasta ahora a la exterioridad. Resulta inevitable el recuerdo de los viejos relatos de la humanidad, desde los cuentos tradicionales europeos hasta el Popol Vuh, donde todo, ya se trate de los objetos, del paisaje o del hombre, está dotado de vida.

La psique reposa, como un barco en el océano, sobre el inconsciente. Si el hombre primitivo vive absolutamente abismado en ese inconsciente, no le ocurre menos, aunque crea lo contrario, al hombre contemporáneo. Cuanto más numerosa es la aldea a la que pertenece, tanto más constriñe contra él el inconsciente colectivo. En un mundo como el de hoy en el que todo Occidente y sus satélites giran en la misma órbita, se alegran con las mismas cosas, sufren con las mismas miserias, consumen idénticos productos y padecen semejantes peligros, la singularidad de cada hombre está más amenazada que nunca.

La individuación consiste en la tarea de abstraer lo propio de lo común; de saber diferenciar entre lo que nos pertenece exclusivamente y lo que nos es impuesto por la comunidad. Más aún, la individuación debe arrebatar parcelas al inconsciente, de modo que se amplíe la conciencia. El hombre, en su proceso de individuación, encarna sucesivamente diversos arquetipos, de los que debe ir deshaciéndose como una piel que se le ha quedado estrecha. O diríamos mejor, integrando, incorporando, como si lo que primero es vestidura se le transformase progresivamente en piel.

Los caminos por los que un hombre se individúa son infinitos, a menudo tortuosos, con profundos altibajos, algunas glorias y muchas mezquindades. En palabras de Jung, hay un sí mismo que nos conduce en la tarea de la individuación, llevándonos irremisiblemente por los vericuetos que nos son necesarios.

Estamos, pues, ante una nueva concepción del destino, del que cada hombre, en una larga y perseverante lucha contra el inconsciente, sería el héroe.

Tales concepciones subvierten las mismas raíces de las que hasta ahora se había alimentado el personaje literario. Su destino ya no es exterior a sí mismo, como ocurre en la concepción clásica. Pero sigue teniendo un destino, a diferencia del personaje moderno, perdido en el sinsentido de la vida, atomizado, entregado a las convulsiones. Lo fascinante de ese destino es que es interior y que puede ser atisbado, comprendido y, desde ese momento, dirigido.

Una novela cuántica será, pues, la única e irrepetible historia de una individuación. O de una parte de ella. O de su falta. O de su estancamiento o resurgir... Podemos tener al héroe perdido en el inconsciente. O puede haber comenzado a rebelarse contra su destino. Lo podemos encontrar al final de la vida, individuado ya. Podemos centrarnos en los golpes que sufre en el camino. Es posible calibrarlo como lo ve el mundo o como se ve él. El narrador puede comprender el sentido de la vida de su personaje o ignorarlo, aunque, a pesar de todo, éste siga realizándose para el lector...

El poema puede por sus características penetrar aún más que la novela en la simbología de la transformación. Como en el largo y complejo proceso del alquimista, cada poema es la condensación de una fase. Su multiplicidad puede ser tan numerosa como la de los sueños, los cuales, a pesar de la variedad inmensa de temas y situaciones, señalan siempre en la flecha de la individuación.

Es imposible que haya, pues, una historia igual a otra ni un poema parecido a otro, aunque en ambos casos exista el común denominador del antropocentrismo.

Ningún camino de individuación puede ser cerrado ni cortado. De ahí que el escritor y el poeta cuánticos sientan no sólo un profundo respeto por la libertad de sus personajes y de sus símbolos, sino que, en su actuación como ciudadanos, practiquen un respeto escrupuloso de todos los valores democráticos, estando en contra de cualquier prejuicio de pureza y a favor del mestizaje con que la vida lo tiñe todo.

Semejante tolerancia forma parte integral del "pensamiento borroso", cuyo axioma es que A y no A existen al mismo tiempo. Consecuentemente, la inversión con el pensamiento occidental desde Aristóteles no puede ser mayor. El postulado del que parten todas las matemáticas modernas es justamente el contrario: Que A y no A jamás pueden darse simultáneamente.

Como todo cuanto es revolucionario, el pensamiento borroso fue atacado desde innumerables frentes a partir de que, en 1965, el ingeniero de origen iraní Lofti Zadeh formulase por primera vez en Fuzzy sets ( Conjuntos borrosos) sus presupuestos. Los matemáticos oficiales se pusieron nerviosos. Un intruso se había colado en sus aristocráticos reinos y amenazaba con descorrer el velo de los iniciados. ¡De pronto, hasta un niño podía elaborar sistemas borrosos! La teoría de la probabilidad se revelaba una mixtificación y los sistemas inteligentes construidos hasta el momento, algo estúpido.

Lofti Zadeh llegaría a decir de forma humorística:

"La lógica clásica es como quien va a una fiesta vestido con un traje negro, una camisa blanca almidonada, una corbata negra, zapatos lustrosos, etc. Y la lógica borrosa es un poco como quien va vestido informalmente, con vaqueros, camiseta y zapatillas. En el pasado esta ropa informal no habría sido aceptable. Hoy es la otra manera que hay de vestir."

Tuvieron que venir los japoneses, incorporando las matemáticas borrosas a sus aparatos, que de pronto parecían realmente inteligentes, para que se demostrase la certeza del presupuesto de que A y no A pueden ser al mismo tiempo. Esto sólo ha ocurrido desde los años 90 para acá.

El pensamiento borroso viene a poner en su sitio las excepciones que en la física subatómica suponían las relaciones de complementariedad e indeterminación. No hay que elegir entre onda o partícula ni entre velocidad y posición. Todas son a la par. A y no A coexisten en el mismo tiempo y en el mismo lugar. Cada fotón del experimento al que hemos aludido anteriormente, entra a la par por las dos rendijas.

Sólo en los extremos del espectro encontramos términos puros, pero son la excepción. Hasta ahora, todo el pensamiento había considerado las cosas exactamente al revés: Los extremos eran lo general y el espectro entre ambos la excepción que no merecía ser estudiada y que se entregaba a los cálculos de la probabilidad.

Pero la pureza de los extremos es escasa y habitamos en un mundo gris. Los estereotipos son una abstracción de la estupidez humana. En el mundo real, no existen los estereotipos.

Es lo que viene a propugnar el "pensamiento complejo", formulado por Edgar Morin. En palabras suyas, "la patología moderna del espíritu está en la hiper-simplificación que ciega a la complejidad de lo real. La patología de la idea está en el idealismo, en donde la idea oculta la realidad que tiene por misión traducir, y se toma como única realidad. La enfermedad de la teoría está en el doctrinarismo y en el dogmatismo, que cierran a la teoría sobre ella misma y la petrifican. La patología de la razón es la racionalización, que encierra a lo real en un sistema de ideas coherente, pero parcial y unilateral, y que no sabe que una parte de lo real es irracionalizable, ni que la racionalidad tiene por misión dialogar con lo irracionalizable."

Literariamente, tanto el "pensamiento borroso" como el "pensamiento complejo" vienen a afinar la percepción del escritor. Dan una puñalada a las tesis. Caen de un plumazo el escritor filosófico, el político, el higienista... para dejar paso a la libertad de la vida. A mayor borrosidad y complejidad de los personajes, mayor profundidad. A mayor borrosidad y complejidad del estado de ánimo, mayor alma en el poema.

De este modo, el escritor cuántico no tiene más remedio que bucear en las entrañas de la existencia y arramblar con sus contradicciones y paradojas. No tiene más remedio que dejar atrás sus prejuicios y enfrentarse al vendaval de la vida. Debe abandonar el espejismo de que somos uno y perderse en el laberinto de las muchas personalidades que nos habitan.

Una pluralidad de heterónimos batalla en nosotros, como nos mostraron Machado y Pessoa. La diferencia con ambos y con su modo de hacer es que el escritor cuántico no siente el prurito de expandir sus múltiples yoes en personalidades definidas. Es decir, no rinde culto a la ilusión egoísta ni al pensamiento binario. El escritor cuántico deja fluir sus yoes a través de la misma voz. Se atreve a la contradicción. No siente la nostalgia de lo puro ni de lo incontaminado. Los personajes de Shakespeare, por su complejidad, por su ausencia de esquematismo, por su capacidad para la transformación, por el mantenimiento, a pesar de todo, de algo que les es específico y único, son la mejor expresión de lo que afirmamos.

En cuanto a la atomización de la conciencia, el escritor cuántico está cerca de Proust y de Joyce, aunque con una diferencia radical: Mientras que para estos últimos la conciencia es vapuleada por el azar, algo que fluctúa al compás de las sensaciones externas y se agota en sí mismo, para el escritor cuántico presupone un sentido: En la tarea de la individuación, el hombre debe poner orden en su caos, de modo que, integrando sus múltiples fuerzas, sepa controlarlas. En realidad, toda narración es la historia de estas fuerzas y de la lucha por hacerse con ellas.

El deseo de "alcanzar el sentido" parecen tenerlo las mismas partículas subatómicas, hasta el punto de que ha nacido lo que se denomina física del significado, que pone su acento no sólo en desentrañar cómo actúan las leyes de la física, sino en el porqué.

Los surrealistas representan el "antiguo régimen": Su estro está entregado a las fuerzas caóticas y fluyen como esclavos de su dictado. El poeta cuántico no renuncia a los abismos, pero comprende que su misión no es entregarse rendidamente al dictado de Dionisos, sino ampliar, a su costa, la conciencia.

El escritor cuántico reivindica la realidad del mundo interior. El mundo exterior es a Newton lo que el interior es a la física cuántica. Por supuesto que no se trata de aniquilar al primero, lo que sería contraproducente. Cuando existen dos formas legítimas y uniformemente repartidas de mirar el mundo -la una, exterior y de identificación con el objeto; la otra, interior y de asimilación del objeto-, la época contemporánea ha primado desorbitadamente la primera en detrimento de la segunda. Hasta tal punto es esto así, que quienes por constitución pertenecen al segundo tipo, al que podríamos denominar como el de los introvertidos, hacen dolorosos esfuerzos por incorporarse al primero. Avergonzados de su sentir, con el peso de una inefable culpabilidad, se enajenan, aferrándose a las formas y al pensar extravertidos.

La identificación con el objeto es tan necesaria para la humanidad como la asimilación; pero cuando la identificación llega a ser excesiva, cuando se vive únicamente en el objeto y para el objeto, entonces se cae en la ingenuidad. El escritor que respira en su objeto, como nos demuestra la división en ingenuos y sentimentales que hizo Schiller, puede llegar a inusitados extremos de prosaísmo y de vulgaridad. No hace sino reflejar su época, y la que vivimos es una de las más ramplonas y faltas de creatividad que hayan existido jamás.

Hay que hacer todo lo necesario para liberar a la actitud introvertida de la opresión que padece. La consecución de su derecho pleno de expresión sólo podrá armonizar a una sociedad dislocada, acrítica, codiciosa, que camina insensatamente hacia su destrucción. La literatura cuántica reivindica al sentimental para frenar al ingenuo. Pero lo que jamás tratará de hacer es de aplastar al ingenuo, pues ambos tipos, sin contrapeso recíproco y abandonados a su arbitrio, conducen al hombre al desquiciamiento.

La estética cuántica pone en orden de igualdad la realidad interior con la exterior. No apabulla al mundo newtoniano, sino que lo armoniza con el subatómico. No pide renunciar al objeto, sino reconocer su paridad con el sujeto. Sabe por Jung y por la nueva física que las fuerzas que nos habitan jamás pueden ser aplastadas, pero sí integradas.

Todo cuanto produce la estética cuántica, persigue lograr ese objetivo en el hombre. No estamos, por tanto, ante un arte y una literatura esteticistas, sino ante algo que trata de ser el alimento de la vida y de la maduración. En cierto modo, el artista cuántico debe haber llegado a lo alto de la cima para contemplar la perspectiva. Sólo puede tender los hilos de su arte desde la sabiduría interior. Debe ser un hombre completo para penetrar de lleno en la complejidad de sus personajes. De ahí que en el escritor cuántico se alíe, a la estética, la exigencia de una ética rigurosa.

Si deseamos comprender cabalmente las diferencias entre lo que la estética cuántica es y no es, podemos fijarnos en dos figuras antagónicas y representativas de cuanto decimos: Picasso y Agustín de Hipona.

Desde la visión cuántica, las épocas de uno y otro se invierten: Picasso se convierte en un hombre rupestre mientras Agustín de Hipona se nos muestra en una exacerbada modernidad.

Generalmente, cultivamos una función y dejamos las otras vivir a su antojo. La función desarrollada suele ser la civilizada, mientras que las otras se mantienen en un carácter arcaico. Como pintor, Picasso fue notable, pero, como hombre, no dejó de ser el caprichoso reyezuelo de una tribu. Marcó artísticamente su siglo, pero, personalmente, estaba a muchos años luz atrás. "La realidad de Picasso como destructor es trágica: Los suicidos de su segunda esposa, de su nieto y de Marie-Thérèse Walter, su amante durante varios años, la desintegración mental de su primera esposa, las crisis nerviosas de Dora Maar, la brillante artista que era su amante cuando Picasso pintó 'El Guernica', todos ellos forman parte de una impresionante lista de víctimas..."

Caprichoso, voluble, mentiroso, traidor, envidioso, cruel, egoísta, ingrato, inmaduro, posesivo..., Picasso fue todo lo que un hombre nunca debe ser. Los sueños, que son compensaciones a la situación presente, nos lo atestiguan: Picasso se levantaba siempre malhumorado e irritable. No cabe duda de que en las noches debían de visitarlo no sólo sueños degradatorios, donde lo endiosado del personaje que representaba se haría trizas, sino horribles pesadillas; pues las fuerzas que no se cultivan ni se integran nos persiguen como enemigos. Es normal que, luego, sus obras reflejaran ese mundo diabólico, intrincado y hostil. De la armonía de los períodos azul y rosa al horror del Guernica y al primitivismo africano de las alegorías "La Guerra" y "La Paz". El "Guernica" no refleja tanto el espanto bélico como la fragmentación y la lucha cruenta del interior de Picasso. Y el colorido y la estilización africana de sus últimos años no son sino una señal del hombre tribal y obsoleto en que se había convertido.

Agustín de Hipona representa el proceso inverso. Venido desde un mundo mitológico tribal -nació en la pagana Tagaste, cerca de Cartago, a mediados del siglo IV-, camina hacia la integración de sí mismo; de la superstición, al hombre civilizado.

En Las Confesiones nos muestra su proceso de individuación, desde el inconsciente del paganismo -volcado como la civilización actual en el objeto- hacia el surgimiento de su yo único e irrepetible. Creo que el cristianismo es en Agustín un medio para llegar a ese objetivo. Sus Confesiones son una novela tal y como la propugna la estética cuántica: La narración de los vericuetos elegidos por el destino (que, como hemos dicho, está dirigido por el sí mismo interior) para hacer aflorar la música propia que habita en cada hombre. Agustín nos habla desde la cumbre de quien ha encontrado su individuación y, comprendiendo en perspectiva su vida, no duda en criticar cuantos senderos le separaron de la meta. Desde su plenitud, es corrosivo con los diversos yoes con que se identificó. Ha llegado a la unión de contrarios y ha devenido un hombre complejo. En la "novela" de su vida, mira al mundo donde Picasso se movía a placer y opina de él:

"Mi desobediencia no se basaba en una opción personal por lo mejor, sino en la afición al juego. En las competiciones, lo que más me atraía eran los triunfos sonados... Idéntica curiosidad destellaban mis ojos ante el mundo de los espectáculos..." "En distintos momentos de mi adolescencia me abrasó la fiebre causada por el hartazgo de las realidades de rango inferior. Tuve, así mismo, la osadía de internarme en la espesura de amores diversos y sombríos..." "Tienen su encanto las cosas bellas, el oro, la plata y otras muchas más... La misma honra mundana y la capacidad de mando y de supremacía tienen su encanto..." "Andaba a la búsqueda de un objeto de amor, deseoso de amar. Me asqueaba la seguridad y me aburría el camino sin trampas... Sentía un orgulloso regodeo ante el hecho de que me consideraran un personaje elegante y un hombre de mundo."

Es la atmósfera en que Picasso se mueve a placer, pero la diferencia entre ambos es que, para Agustín, es un hombre incompleto quien permanece para siempre uncido a ella. Ha superado las vanidades, las tentaciones, las soberbias, pero, desde su altura, no se nos aparece como un dios inasible, sino como el hombre más humano de los humanos. No está más lejos de nosotros, sino más cerca. Picasso, en su primitivismo, creaba dioses. Agustín, desde su dios interior, crea hombres. El uno fabricaba máscaras; el otro, rostros. El uno se externaba en los objetos, se deshacía en ellos como en un rapto; el otro, los utilizaba reflexivamente como instrumentos para comprenderse.

La literatura y el arte cuánticos optan por la civilización y el conocimiento. Por el contemporáneo Agustín frente al cavernícola Picasso.

Creo que la inversión en el tratamiento de estas dos figuras demuestra claramente la transgresión que supone la estética cuántica respecto a la situación presente. Todo en ella es revolución.

Lawrence Sklar lo ilustra cabalmente:

"La teoría cuántica ha confrontado a científicos y filósofos de la ciencia con una serie de cuestiones sorprendentes. Muchos piensan que cualquier tentativa de comprender un mundo descrito por la teoría cuántica requerirá una revisión en nuestro entendimiento de la naturaleza de las cosas mucho más radical que la revisión en nuestro entendimiento de la naturaleza del espacio y del tiempo demandada por las teorías de la relatividad. Se ha afirmado que, para comprender la teoría cuántica, debemos revisar nuestro entendimiento mismo de cuestiones tales como la naturaleza objetiva de la realidad y su independencia de nuestra percepción, la naturaleza de un sistema complejo y su relación con sus componentes, y la naturaleza de la determinación causal y de otros tipos en el mundo."

A causa de la revisión radical que impone en nuestras categorías básicas de la naturaleza y del arte, la estética cuántica tendrá que enfrentarse a las burlas y las descalificaciones. Tendrá que soportar la censura de individuos que ni siquiera se hayan acercado a conocer sus premisas. Será satanizada por quienes han medrado de la inane situación literaria anterior. Será silenciada por quienes, en el camino de la renovación, la vean como un obstáculo para el mantenimiento de sus prejuicios. Pero la historia de revoluciones anteriores nos enseña que todo esto no son sino jalones en el camino hacia la sustitución de un deteriorado paradigma por otro emergente. La vitalidad de las obras aparecidas bajo la nueva concepción oscurecerá los gritos y las burlas temerosas de los pobres de espíritu. Para ese tiempo, lo deleznable de su arte se habrá hecho patente y se verá en toda su dimensión lo epigonal del momento presente. Sin duda, no tocará ver en mucho tiempo una edad tan desolada como ésta. Agotada el agua vitalizadora, hemos descendido a lo más profundo del pozo, allá a donde sólo existe el cieno. Pero, afortunadamente, otro oasis se ha abierto, de donde partirá, sobre las desérticas superficies, la selva del futuro. Porque estética cuántica y variedad son lo mismo. A punto de desaparecer las selvas reales del planeta, vendrá a sustituirlas y a adueñarse de todo una selva igual de enorme y fértil, la de la imaginación cuántica.


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