La
primera locura de Amanda la tuvo al nacer. Se le ocurrió nacer a
los siete meses, se habrá cansado de estar entre paredes tanto tiempo.
Tenía los ojos abiertos e inmensos, casi no lloró. A los
dos años la mordió un perro, hay quien piensa que estaba
rabioso, pero Amanda tampoco lloró y la rabia resultó no
ser tal. A los tres, después de una lluvia torrencial de verano,
su papá la sacó al jardín para que viera un arco iris.
Tenía un vestidito celeste con un sol bordado, y unas trencitas
con prendedores de plástico lila. Entonces Amanda lloró sus
tres años enteros de sequía, lloró sus setenta centímetros
hasta la última gota de tristeza y de altura, lloró su hermanito
que no pudo ser y a su mamá que no pudo quedarse. Pero la madrina
Sofía aseguraba que lloró porque descubrió la hermosura
en el mundo.
A los cinco, Amanda se enamoró de una niña tres años
mayor, que le enseñó a descubrirse el cuerpo y encontrarse
placer. No nos dijo su nombre, pero sabemos que se iban por las siestas
a una plaza, y agotado el entusiasmo en la calesita o las hamacas, bebida
todo el agua posible de los bebedores, perseguidas todas las palomas posibles,
jugaban a cosas de los mayores, con esa ingenuidad perversa de los niños.
También a los cinco años su tartamudez se hizo más
pronunciada y conoció a la brujita Cida, que era fonoaudióloga
y empezó a atenderla en el hospital público. Entonces se
supo que Amanda tenía el coeficiente intelectual que en la escala
corresponde al genio. Convencieron a su padre de que estimulara a Amanda,
que la enviara a un colegio especial, pero su padre se negó. Hizo
bien. Entonces Cida se fue haciendo de a poco una segunda mamá para
Amanda. En los cumpleaños le llevaba libros y en el día del
niño le llevaba complejos juegos de tablero o libros, y siempre
que
podía, le sacaba libros de la biblioteca y se los llevaba. A Amanda
dos cosas le encantaban como ninguna: leer y atorrantear.
Tendría ocho años cuando Amanda se despertó un día
en el techo de su casa. Dice que sabía que estaba soñando,
y que se animó a saltar y quedó flotando. Entonces pensó
que no era elegante estar sin alas en el aire, y se vio nacer unas alitas
transparentes. Pero como no le quedaran bien, se imaginó dragón
y en eso se convirtió, un dragón de color celeste que echaba
fuego y todo. Fue tan sencillo para ella. Pronto comprendió que
uno se ve como quiere verse, que el ensueño es un escenario, y conoció
brujos que se vestían de cuervos, de pumas, de quirquinchos, de
lampalaguas, de mariposas nocturnas, de mariposas de Borneo, de mariposas
diurnas, de diablos, de diminutos duendes, de duendes, de brujos, de gatos.
Supo que la geografía del ensueño es la que cabe en un pañuelo,
que ensoñar es reducirse hasta hallar un lugar en algún pliegue,
en alguna arruga infinitesimal, en alguna hebra, atraída quizás
por una lágrima. Siempre nos dijo Amanda que los colores del ensueño
eran diferentes según la intensidad con la que uno entraba.
Amanda a los once se propuso entrar con absoluta intensidad. Probó
peyote, pero al otro día entre vómitos recordó haber
entrado por el sótano, atravesar pantanos, llenarse de mugre. Y
ni siquiera pudo verse dragón, si no miserable lagartija o tarántula.
Lo intentó con música, con respiración y Sivananda,
con ayuno y sin ayuno, con ganas o sin ellas. Una noche encontró
en una plaza del ensueño, en el extremo sureste, cerca de las casitas
de gnomos, una pantera de ojos esmeralda que le dijo con cierta elegancia
en los bigotes y ciertas rítmicas oscilaciones de pupila y de aliento,
que no había nada mejor que entrar al ensueño en pleno orgasmo,
hecha una furia de goce y locura.
La natural inclinación de Amanda hacia la lujuria le permitió
comprobar la certeza de la pantera. Se subía a un árbol o
se metía en la bañadera con agua tibia, se daba placer con
todo el arte que podía y que sabía desde temprana edad, y
cuando el volcán se ponía completamente inestable, se dejaba
ir con la erupción y entraba al ensueño más milagroso
que existe: el ensueño donde hay colores que no conocemos, criaturas
inefables, mundos dentro de mundos. En ese ensueño está la
Biblioteca, la historia escrita en piedra, el intento ilimitado, el espasmo
de la vida, el dios tortuga y el dios de los licántropos, el andrógino
y las hespérides, el puro diamante, los ríos de miel de Arcadia,
las innumerables constelaciones, el minotauro de Creta, el alfa y el omega,
los días venideros, el telektonon y la nave de Pacal, los escarabajos
de lapislázuli de Kheops, la inagotable arena, la rosa de los bienaventurados,
las sinfonías que Beethoven no alcanzó a componer, la piedra
filosofal, los jazmines del nazareno, los gigantes de las Pleyades, las
escaleras espirales de Escher, los argonautas con su vellocino...
Cuando a los catorce años la conocí, Amanda había
bebido tanta belleza que era la adolescente más hermosa que vi y
veré. Su tartamudez empeoró. Tenía los dientes desparejos.
Pero esas pecas, ese pelo azabache, esos ojos negros, ese cuerpo de marfil
y de curvas que tal vez ni Miguel Ángel imaginó tan perfectas.
Su voz traía un raro acento de extranjera, sabía dieciocho
idiomas, y hasta un dialecto maya con el que se comunicaba con misteriosos
e invisibles compañeros. Tenía siempre el pelo perfumado,
vestía con raras sedas y tules transparentes, debajo de los cuales
andaba desnudo y exuberante. Ensoñaba doce o trece horas diarias.
Ella ha visto el infinito, sabe cosas que quizás nunca sabremos.
También supo el amor, y cuando gozaba con su brujo, se lo llevaba
como un dragón alza en vuelo a una princesa raptada, como el águila
de Dante, y abandonaban el mundo dejando sábanas sudadas y exquisito
azahar en la almohada de los amantes. Yo viajé con Amanda, y entre
cientos de cosas maravillosas, yo elegiría ese viaje para repetirlo
una y otra vez, metidos en un Aleph los dos, infinitesimales candelas de
consciencia en el vasto imperio del universo refulgente, Shiva y Sakti
en su caballo blanco al galope, cruzando el horizonte, llegando detrás
del arco iris.
Galo