Cerrar
podrá mis ojos la postrera
sombra
que me llevare el blanco día,
y
podrá desatar esta alma mía
hora
a su afán ansioso lisonjera;
mas
no, de esotra parte, en la ribera,
dejará
la memoria, en donde ardía:
nadar
sabe mi llama la agua fría,
y
perder el respeto a ley severa.
Alma
a quien todo un dios prisión ha sido,
venas
que humor a tanto fuego han dado,
medulas
que han gloriosamente ardido:
su
cuerpo dejará no su cuidado;
serán
ceniza, mas tendrá sentido;
polvo
serán, mas polvo enamorado.
Quevedo.
Amor
constante más allá de la muerte
Hay una Trinidad
que se pasea por el mundo desequilibrando las columnas que sostienen pesadas
tortugas, se pasea revelando milagros alrededor como un agudo marino en
tierras remotas. Llega Trinidad y llega el sol. La madrina Sofía
decía que Trinidad tenía oro en la melena, y siempre lo creímos
de niños. Tanto lo creyó Lucía que un día la
peló y se fue a la ciudad con la mata de cabellos a empeñarla
en una joyería y le fue bien. Su acecho le permitió regresar
con unos cuantos billetes, y ese cabello de Trinidad debe estar formando
parte de pelucas sedosas para mujeres calvas. O tal vez alguna hebra esté
escondida en un anillo de alianza, ¿quién sabe? Esa Trinidad
bruja es más bien una especie rara de ángel, una canción
de ensueño que se anda cantando mientras anda por los despoblados
caminos y por los caminos hastiados de hombres y de bestias.
Hay una Trinidad que sabe más cosas de las que ningún mortal
conocido sabe, porque ella se fue al otro lado y vino. Era una mañana
nublada cuando llegó don Rodrigo con la noticia funesta de que Trini
se había ahogado en el Sena. Mi intuición decía que
ella lo había buscado así, acaso caminando tan bruja y tan
rubia y tan sola en las calles de Paris, bebiendo café sin azúcar
en la rue Motilleaux, anhelando curiosos frascos de perfume en las vidrieras
de una ciudad que como ella estaba llena de opulencia beatífica
y soberana hermosura. Estaba haciendo un trabajo especial sobre Simone
de Beauvoir, enviaba libros, cartas que yo me quedaba oliendo hasta que
el olfato se permitía un receso y entonces leía con avidez
y con imprudente amor. Y de pronto, algo arrebatándola de nosotros,
el tiempo congelado y las garras del dolor ultrajándome las entrañas,
el recuerdo de sus ojos inmensos y celestes, su flequillo dorado, la delicada
curva de sus orejas donde siempre se encontraba un diminuto aro de zafiro.
¡Trinidad muerta! Esa preciosa criatura que hubiera dejado sin aliento
a Boticelli y Miguel Ángel, divina musa renacentista en cuya noble
y radiante belleza uno palpaba los exactos contornos que definen la perfección,
la forma, la deletérea y esquiva metafísica prudente.
Hay una Trinidad que volvió de los confines tenebrosos: algún
secreto pacto con la muerte, tal vez la misericordia o acaso la simple
predestinación hicieron que aquella Trinidad se recuperara en la
sala de emergencias de un hospital de Francia. Extraños profesionales
que jamás conocí, en un lugar que desconozco, me devolvieron
el ángel y la fe en el mundo. Trinidad de regreso no fue del todo
la misma, su cambio más notable era el dominio del silencio. Había
logrado la curiosa habilidad de inducir el silencio con sólo mirar,
ella simplemente posa sus azules adorables ojos en vos y ya te estás
quedando sin habla interior, sin el arrullo de los oxidados mecanismos
de la mente cualquiera, de la mente ladrona de sueños, de la perra
mente.
Pero hay otra Trinidad. No la reina ni la hechicera, yo conocí a
la mujer enamorada. Y lo que constituye un milagro y una tragedia mayor:
enamorada de mi. ¿Qué habrá visto ella en alguien
tan miserable como yo? Recuerdo que el primer año que nos conocimos,
yo sentía tanta vergüenza en su presencia que no me había
percatado de su rostro. Lo intuía como asombrosamente bello, pero
desconocía hasta qué punto lo era. Y Trinidad olía
tan bien. En sus cercanías parecía que se acumulaban los
jardines como convergiendo en capullo e irradiando en primaveras. Siempre
uno sabía en qué lugar de la casa estaba ella: bastaba seguir
el rastro de flores y sahumerio. Caí completamente enamorado cuando
un día de soslayo vi un lunar discreto en su frente y sus pobladas
cejas oscuras, que le daban a su cara blanquísima un exquisito aire
de monarquía. Le tuve más miedo entonces, y a la vez, la
atracción se intensificaba drásticamente hasta que se hizo
intolerable. Y cuando así sucedió, en lugar de encontrarme
con su rechazo, me abrió los brazos y confesó su secreto
amor.
No recuerdo en mi vida un día más feliz, aunque tuvo el trágico
giro de los amores románticos, y al tiempo se convirtió en
desaforada tristeza. Herida no reparada. Estas palabras lo confirman. Nuestro
primer día de enamoramiento mutuo y develado transcurrió
en largos e indescifrables rituales que hicimos a la luz de la luna en
el jardín de la vieja Carolina. Nos asustó un gato. Hacía
un poco de frío, pero la embriaguez de nuestras manos enlazadas
y como volando por la danza remota, daban al sitio una tibieza especial
y desalojaban penumbras.
Pronto fue un rumor frecuente: Galo y Trinidad, ejem. No lo ocultábamos
del todo, es cierto, pero tampoco queríamos confirmarlo. La adolescencia
hacía bullir nuestra sangre, y un día triste pero intenso,
nos dimos al goce de los cuerpos, hicimos el amor como lo hacen los brujos
de nacimiento: con toda el alma y con extrañas exploraciones, con
luciérnagas revoloteando todo el tiempo y los globos de energía
sacudiéndose en multicolores látigos de placer y visiones.
Fue algo ininterrumpido, supremo, algo que comenzaba y terminaba y volvía
a empezar, un fuego abismal enredado en la columna, una fiebre de luces
de esternón a esternón. ¿Bruja pasión? Así
me gustaría llamarlo, si un nombre hay que darle. Pero.
Pero el nagual Zacarías lo supo. Nuestras andanzas no podían
permanecer impunes demasiado tiempo. Pasó febrero y marzo, abril
casi todo. Y el nagual se enteró. Me llevó a un lugar despoblado
y me dio la paliza más grande de mi vida. A tal punto, que necesité
hospitalización. No sufrí quebraduras, ni lesiones graves.
No me habló en todo un año. Trinidad anduvo en España
y Francia, se le pagó viajes y estudios, para que olvidara. Pero
no olvidó. Después del susto de su ahogo, regresó.
Y no pude verla por un tiempo. Una tarde, estaba organizando unas prácticas
de los tomos azules, cuando entró el nagual a mi pieza. Yo lo miré
con desprecio y con temor. Él me miró con infinito amor y
conmiseración. Dijo que todas las brujas de la casa estaban a su
cuidado y no podía andar una mierda como yo cogiéndolas a
escondidas. Que toda mujer era un venerable tesoro, que un nagual si valía
un poquito, respetaba eso. Que el sexo corrompía a la mujer si no
se practicaba con cierto conocimiento, y que yo no tenía el derecho
de arrebatarle el infinito a Trinidad sólo por mis calenturas. Yo
tuve un pero firme: pero yo la amo. Y él dijo: claro que lo sé.
Por eso estás vivo. Y luego sin que tuviera yo tiempo a decir nada,
dijo que el amor era una de las experiencias más pavorosas y bellas
de la vida, que un nagualito pendejo debía aprender muchas cosas
para no hacer del amor un camino de destrucción o perdición.
"Por ella, porque la querés, sé impecable. ¿Oís?
Impecable. Entonces tu amor será para ella el don más precioso.
Pero sin impecabilidad, tu amor será una desgracia, para ella y
para vos, no será amor, sino incesante tropiezo y quebrantos".
Mendoza,
9 de noviembre de 1999
Galo
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