Ramiro llegaba
al café como de perfil. Su rostro ajado, atribulado por una gruesa
cicatriz de cuchillo o de mujer. Los faroles de la esquina le encendían
la mirada cuerva, su nigromancia en el vestir, su don de matón venido
a menos. Entraba y medía las mesas en la penumbra, buscaba el grupo
que formaban don Augusto, Jacinto, fierita, Z y yo, que ya era un hombrecito
de catorce años. Los viejos tenían la costumbre de citarse
a la medianoche de los jueves, yo a veces los acompañaba, me gustaba
el café y un enano mal vestido que tocaba un piano viejo pero entrador.
A veces, una joven apática, estirada, de vestidito plateado y sombras
violetas, de cabellera larga y lacia, se ponía a acompañarlo
con su violonchelo, del cual arrancaba todas las notas posibles de la melancolía
y la noche. Quisimos hacerla bruja pero acaso llegamos tarde, o acaso ya
lo era y no nos quería a su lado. Cuando pasaron más de cuatro
jueves sin verla tocar supimos que algún misterio la arrancó
de allí y no la volvimos a ver. Sueño con ella de vez en
vez, siempre está formando parte de un cuadro surrealista, está
desmembrada en curiosas estructuras cristalinas y sus ojos desparramados,
que son más de dos, cuelgan de ramas o sólo vuelan, o se
quedan haciendo equilibrio en las maromas imposibles que en el sueño
nacen del techo o de una nube. Ramiro quiso comprar su violonchelo, y Z
lo entendió como un augurio.
La noche transcurría
con esa curiosa elegancia que tiene la tristeza cuando se añeja.
No tomaban vino, tampoco fumaban: sólo café tras café.
El humo estaba en el ambiente, hacía la silueta de los brujos mucho
más fascinante. Ramiro pedía algo de Pugliese o las pocas
cosas que el enano sabía tocar de Beethoven, en forma temeraria
pero no desentonada del fenómeno estético. Yo pensaba en
Trinidad, era la época en que me enamoré perdidamente de
ella y el nagual tuvo que esmerar su acecho para que no me descarriara.
Confieso que me descarrié a pesar de su intento inflexible, y ese
su intento, cayó sobre mi en la forma de castigo terrible. Pero
esa es otra historia, otra historia triste. La chica del violonchelo lo
mejor que hacía era dibujar Piazolla con sus acordes graves, y tenía
su propia versión del "contrabajeando" que enturbiaba de lágrimas
las pupilas de todos, hasta del más macho, hasta de Ramiro.
Parece que ya de
joven Ramiro fue un delincuente. No conoció padres ni casa, su niñez
fue una lucha eterna para no ser devorado en las calles salvajes de su
Buenos Aires natal. Fue maleante y ladrón, provocador de disturbios,
peronista sin motivos y montonero de puro hombre. Tuvo alguna que otra
mujer envuelta en su historia turbia. Lo hicieron brujo a la fuerza en
una comisaría, de donde lo rescató el nagual antes de que
terminara como NN. No puso bombas ni esas macanas, era tipo de pelea frontal,
desprecio sublevado, amistoso y guardián de sus compadres, borracho
ocasional, pendenciero por honor y por naturaleza, lustrador de botas en
Callao, deshollinador, guardaespaldas de cierto intendente, pegador de
carteles, analfabeto por descuido pero misteriosamente culto, fana de Fangio,
entrenador de boxeadores, matón a sueldo, chofer de camiones, prócer
inusual que a la sombra del obelisco lloraba como insano, que lloraba cuando
contaba anécdotas del general don Galo Lavalle, del general don
José de San Martín y del ejército libertador. Tuvo
caprichos menores: billar, bandoneón, putas, una viejita que visitaba
en su asilo que tal vez fue su madre, partidas de truco por plata, colarse
en el subte, darle paliza a ciertos miserables, un crucifijo. Su capricho
mayor: la piba del violonchelo, tísica y atosigada de angustia y
desamparo feroz.
No sé si Ramiro
se enamoró de ella o fue algo diferente pero similar en cuanto obsesión.
El nagual le decía que un acechador no se deja cazar por una falda,
y Ramiro decía que no era por una falda, ni unas piernas ni unas
caderas. Si hubiera tenido léxico, supongo que Ramiro hubiera transmitido
mejor lo que sentía y lo hubiéramos comprendido. Acaso lo
entiendo: la piba era una esmirriada hechicera y su simbiosis con el instrumento
provocaba vértigo y lirismo acuciante. Soledad se lo encontró
en una plaza y tuvo que salivarlo para que reaccionara: miraba palomas
y una fuente que en el murmullo del agua se lo había llevado lejos.
El fierita le quitó el saludo uno de esos jueves, y fue un jueves
diferente porque Ramiro no dijo una palabra. Me entretuve con los otros
aprendiendo y aprendiendo, pero mi corazón estaba turbio y Ramiro
se acomodaba el pelo o la florcita del ojal, o se paraba de pronto y se
acercaba a un par de viejos que disputaban un ajedrez. En su ausencia el
nagual decía: pedazo de brujo me eché encima. Pero reía
no con burla o desprecio, sino con respeto oculto. Los otros no reían,
porque le tenían miedo. Era el acechador más bravo que conocí,
un tigre de acecho, sanguinario y dulce, indulgente o despiadado. Ramiro
decía de sí mismo que era demasiado malo como para tener
lugar en el infinito o lo que fuera ("la mierda esa" le decía cariñosamente
al infinito), y el nagual le decía que el universo tenía
maldad suficiente como para que cualquier demonio menor se sintiera insignificante.
Pero Ramiro no era tan malo como decía, nunca usó artes negras,
ni se dio a pactos y conjuraciones y cosas de ese tipo. Podía desaparecer
de repente y aparecer en otro lugar, a kilómetros de ahí,
y si le preguntaban cómo diablos lo hacía, se encogía
de hombros. Dice que pensaba que un caballo brutal y azabache le galopaba
en el pecho, y cuando el dolor era insoportable, sentía niños
gritando, un alarido, un estremecimiento en la próstata, un relincho,
una campana que ensordecía y listo: se iba a donde quería.
Conocí gente idiota que decía que Ramiro era el diablo en
persona. Ya quisiera el diablo parecerse a Ramiro.
Me entretuve en otras
cosas y me fui del relato. Resulta que cuando la desaparición de
la chica del violonchelo se hizo pronunciada y a todas vistas irreparable,
Ramiro quiso obtener el violonchelo. Le costó, pero el nagual lo
ayudó a convencer al dueño del bar. El dueño, creo
que le decían o se llamaba Paquito, convidó un posible teléfono
donde hallarla. Fuimos a su casa, y encontramos una anciana, que parecía
ser su abuela. Le ofrecimos comprar el violonchelo de su nieta, y ella
dijo que nada de eso, que cuando su nieta se fugó a Rosario con
su novio, dejó expresas indicaciones de qué hacer con él.
Devolverlo a su dueño, a su padre. Entonces se fue hacia un rincón,
lo trajo en su estuche, y lo puso en manos de Ramiro.
Galo