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En negativo
Un cuento de ElAstuto

“Se dejó caer, con las piernas encogidas, y esperó.
Afuera la gente pasaba presurosa, ensimismada”

José Costero

Esta región desconfiada es nada menos que la calle”
Mario Benedetti

I. Empezando el día

            Salí y nada había cambiado. El color de las casas de enfrente (y del perro, y los autos) era el mismo del día anterior. La monotonía azul y gris del cielo anunciaba un calor como el de los últimos días, así que regresé a casa a dejar la chamarra (no había caminado mucho aún). Seguía sintiendo la carpeta bajo el brazo y el dinero en la bolsa, así que sin más preocupación me dirigí a la escuela.

            La noche anterior había sido pesada, y todo gracias a confiar demasiado en mi propio ingenio (de tanto que me decían que podía ser mucho más de lo que era, quizá acabé confiándome). Había dormido unas tres horas y para entonces (6:10am) se me cerraban los ojos. Llegué a caminar unos segundos a ciegas pero no había peligro: después de dos años de caminar por el mismo lugar, si una piedra estuviera fuera de su sitio lo presentiría.

            La mañana comenzaba igual, siempre.

            Como siempre, subí a un viejo pero amable microbús. Leí un poco sobre el examen de las 7 (para mí sería a las 7:30) durante unos diez minutos y debí quedarme dormido los veinte restantes, hasta que alguien me avisó, con un codazo, que habíamos llegado. Recogí de un sonoro sorbo la saliva que casi salía de mi boca, me tallé los ojos, me erguí sobre mis pies cansados, bajé y entré al metro.

            Ya traía boleto (¡vaya!). Al pasar al andén el convoy acababa de abrir las puertas y a buenas mañas tomé un asiento individual.

            De nuevo mi recorrido iba a ser largo, diez estaciones exactamente. Lo que debe ser eso que llaman superego me invitaba a leer, pero mis ojos se cerraban, la conocida batalla entre placer y deber. Por momentos al abrir los ojos, no reconocía a nadie de los que había visto al cerrarlos. No coordinaba lectura ni nada.

            Tal vez hubiera sido justo dormir un poco, pero decidí desafiar al sueño, y ganarle. Decidí probar mi fuerza de voluntad por medios físicos. Me propuse no cerrar los ojos y poner atención a todo detalle entre la quinta y la sexta estación.

            El problema era cómo hacerlo –se cerraban las puertas–, había que fijar la mirada en algo que no –arrancábamos– dejara de cambiar, algo que resultara –una pequeña parada, ¿para guardar distancias?– interesante, así que empecé a fijarme en la gente.

            El mexicano promedio, el que suele atestar los vagones del metro en las mañanas, me causó siempre cierta repulsión, algo de lástima, mucha desconfianza, a veces indiferencia. Se espiaban por los reflejos de los cristales, se maquillaban, callaban lo que sabían (y decían lo que ignoraban), se despedían después de no haber dicho palabra en todo el viaje, todo en orden. Y más repulsión me causó la risa contenida –y el no saber por qué aguantaba, ¿o saberlo en el fondo?

            Le gané al sueño.

            De esa forma llegué a la séptima estación. Todo seguía en orden. Quizá era yo el único con cara de asombro. No me dormí, eso era seguro. Simplemente nos brincamos una estación.

 

II. A medio día

            Estoy seguro de que paso el examen. Andrea, con esa mirada que lame la libido, sigue siendo una distracción, pero eso no me resta fuerzas. Además es bueno saber que soy apreciado por alguien, aún cuando no sea recíproco.

            Bueno, ya. Ahora de regreso a casa.

            ¿De dónde salen tantos boletos? Quizá papá lo haga de pura buena onda, como para pagar los días que lo busco y contesta su secre con evasivas.

            Ahora va todo de regreso: el boleto, pasar al andén, asiento individual y tratar de leer, sólo que ahora no tengo sueño, aunque con este calor quién sabe. Esta vez el viaje es casi imperceptiblemente más largo: como abordo desde la terminal, recorro once estaciones (toda la línea), no diez.

            Recuerdo lo de en la mañana. Seguramente me dormí.

            Mejor pienso en Andrea y en que –se cierran las puertas– quizá se trae algo. ¿Será cierto eso de que –arrancamos– la atracción no se busca, sino que –¡no se detiene!– sólo se permite?

            Y es que ella parece buscar en mí, y no encuentra nada. Yo ya estoy cansado de que me pase lo mismo con otras personas (a mí me gusta A, a A le gusta B, a B le gusta C, y a C le gusto yo: la serpiente se muerde la cola), ya basta. Alguien me dijo hace poco que si aprendes a ir más allá del físico ya la hiciste. Seguramente lo leyó en un póster. Pero dejaré de buscar, ahora quizá sea mejor simplemente dejar que pase, permitir que la/

            (…) Volvió a pasar. Pasamos de la primera a la tercera estación. Nadie lo nota: el ciego sigue pidiendo limosna, el minnesinger de fin de milenio sigue berreando, el paralítico sigue arrastrándose vendiendo su lástima con tamarindo, celofán… ¿Quién tiene la culpa, yo? ¿Culpa de qué? ¿Es culpa, o temor a qué?

            Ahora hasta la sexta. Ahora fueron dos. Ahora… ¿qué? ¿Quién me castiga? Ahora me doy cuenta: Andrea se parece al pánico, esa mirada no tiene lascivia, tiene la intención de jalarme a alguna zona oscura. ¿Pero para qué me quieres atemorizado? ¿Te sirven mis ojos desorbitados, la boca abierta, la cabeza buscando razones? Y a todo esto, ¿qué tiene que ver Andrea?

            Esta vez llegamos a la décima estación, como era de esperarse (¿?) nos saltamos tres estaciones. ¡Nadie lo nota! ¿Quién estará más loco, ellos o yo? ¿O ella? ¿Por qué siento que todo esto es un castigo, una forma de exigirme disculpas?

            Necesito desgarrarme la voz en un grito, pero sería excesivo, daría miedo. Mejor grito con el cuerpo: trueno los dedos, castañeo los dientes, abro (¡más!) los ojos, sudo, tiemblo. De todos modos doy miedo. Aún hay gente que se subió al mismo tiempo que yo, me ven y se alejan, como temerosos a que los ataque o algo. Atacarlos, ja, paranoicos.

            Apenas se abren las puertas me invaden unas ganas de correr antes que tenga tiempo a negarme.

            Primero nos saltamos una estación, luego dos, luego tres. Después está la terminal. La razón susurra que no puede continuar, después del final no hay nada, por eso es final. Pero si desaparecieron seis estaciones, ¿qué más da la última?

            ¿Qué hay en esa zona oscura donde nadie entra?

 

III. Lo que falta del día

            Volveré a calmarme al salir, pero regresaré y todo se repetirá, seguramente. Como una expiación.

            En la mañana tomaré un taxi, por miedo a dormirme y perdérmelo (perderlo) todo. En la escuela todo irá normal, tanto que Andrea platicará conmigo unos minutos. Su mirada me invitará a reconsiderar el asunto, a pensarlo bien. Me negaré como siempre. Todo en orden.

            El problema vendrá después, de nuevo en el metro, en la línea completa, las once estaciones. No habrá otro camino, y aunque lo hubiera la curiosidad podrá más.

            Y todo será igual: el boleto (el último), pasar al andén, el asiento individual en la contraesquina de vagón, el único disponible. Los demás pasajeros, todos sentados, tendrán cara de haberme esperado, seguramente por el letargo. Segundos después los que puedan me indicarán con la mirada que seré el único de pie y sólo hay un asiento, y para evitar sospechas de los demás etcétera. Quizá incluso se asome gente de otros vagones a verme cumplir mi deber, tal será la expectativa (ok, quizá solo seré yo). Parece el único lugar en todo el convoy, en toda la línea. Sólo falto yo. Pese a todo, me negaré y quedaré de pie en un rincón del vagón, tratando de tomar todo con calma. Poco a poco comenzarán a ignorarme.

            Sentiré que debo moverme, pero no deberé hacerlo.

            Ahora sólo quedará esperar –se cierran las puertas–. Lo único que –arrancamos– podré saber con certeza es que, si todo va a ser igual, también –baja la velocidad, la máquina duda– brincaremos la última estación también.

            Llegamos a la tercera estación. Bien, todo conforme a la hipótesis. ¿Lo verás Andrea? Como todo un científico, será un desafío abierto para anular al tuyo. Tú y tu punta de orates, anulados.

            La curiosidad me quitará las ganas de correr, pero no la necesidad de gritar. Y seguiré gritando con el cuerpo. Sólo seré visto cuando la gente baje en sus estaciones ,que por momentos desconoceré. Fuera de esa compasiva mirada con que todos parecerán despedirse de mí, pareceré no existir para ellos.

            Entre la tercera y la sexta estación (ahora estaré seguro) no perderé detalle del túnel. Luces, ratas, cables, desviaciones, agujeros en las paredes, y todo en su lugar.

            La sexta estación se verá vacía. No se podrá leer el nombre del lugar. Los objetos permanecen en colores al parecer menos vivos (¿más muertos?). Baja mucha gente, sólo quedamos arriba la tercera parte. Otra estación más y vendrá lo bueno. Ahora sí Andrea, ¿qué inventarás? ¿La misma payasada de los elegidos? ¡¿Qué elegidos?! Y no hablemos de Cristo –pero será mejor quedarse, si bien sin respuestas, al menos sin tantas preguntas, mejor.

            Llegaremos a la décima. Si no fuera por la forma de los andenes y pasillos no la reconocería. No está el nombre por ningún lado. Por momentos veré todo en blanco y negro, quizá por el aire que comenzaré a perder. Hiperventilación. Quizá. Mareo y de pronto ceguera, eso sin duda. Sin duda. Nada de regresar. Nada de bajar por ayuda. Enfrentar a lo que me mostrarán esos maniáticos, esa idea de renacer, de rebautizar, de redimir. Necios. Esta será la mía, mi negativa definitiva.

            Las puertas quedarán abiertas un poco más de tiempo que lo normal, como invitando a la última oportunidad. No bien me decida a huir las puertas se cerrarán en mi cara, en mi nariz. A pesar de la sangre alcanzaré a notar que todo mundo habrá bajado. Mientras arranquemos los alcanzaré a ver caminar rápido sin querer voltear, como con pudor, como quien huye de una situación incómoda.       

            Correré de extremo a extremo del vagón para asomarme a los demás. No habrá nadie. Al fin, entraré a esa zona oscura a la que nadie entra. Cada segundo será más obvio: el malestar se hará vaguedad, embotamiento, sin color, sin olores, sin tacto. Flotando, sin sentir los límites del cuerpo. Sueño.

            . . . Aquí no habrá memoria . . .

            El convoy se detendrá en una estación extraña. En efecto ya no habrá color, sólo claroscuros invertidos: como una película en blanco y negro invertida, en negativo. Las paredes negras, los asientos grises, gente de cabellos blancos (ancianos de canas negras), reflejos de oscuridad en las paredes, niños de tez negra, de dientes negros. Dientes. Sonrisas.

            Todos se saludarán, entre el escándalo de los niños que juegan sin conocerse. Todos como inocentes. Todas las preguntas, hasta las impropias del lugar y la ocasión, con respuesta. Como si todos se conocieran o se quisieran conocer.

            Yo seguiré en el suelo, por donde nadie pasará  y nadie me verá mientras yo los veo a todos. Sin nada más que hacer más que ver a Andrea acercárseme.

            –Regresa a tu hogar –me parecerá que dice. Arrepiéntete de tus pecados y ven. Te necesitamos y nos necesitas.

            –¡¿Y quién eres tú para redimirme?!

            Y por toda respuesta me clavará una mirada que me hará ver de nuevo el pasado. Mis modestas, escasas buenas acciones serán nada frente a los pecados cometidos. Seré obligado a expeler mis errores y seré purgado de maldad. Nada agradable. Mis engaños, burlas, mentiras, trampas, todo habrá regresado. Como un poseído ante el espejo. Con el diablo adentro, queriendo salir…

            Y en su huida me hará moverme, brincar, gritar pidiendo perdón. Al salir de mí me hará golpear al aire, aullar durante horas. Lo hará. No sé. Pero creo que es lo que me hace golpearme contra las paredes, contra estos cristales que dejo empañados de sangre roja, sobre el blanco del túnel y lo negro de las luces que van pasando fugazmente.

 

Para el 1er. Concurso de cuento de la UNAM, 1992.

 

 

              


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