Uno
se cree que las mató el tiempo y la ausencia,
pero su tren compró boleto de ida y vuelta. Son aquellas pequeñas cosas que nos legó un tiempo de rosas. Joan
Manuel Serrat.
Me estaba acordando de Romina. Casi no puedo recordar su cara, algo me la desdibuja como si volver a verla en mi imaginación me fuera a llenar de pena. La conocí con diez años, o sea, con ojos nuevos, con toda la sorpresa a flor de piel, a flor de ojos. Pero recuerdo su pelo grueso y casi rojo, su trenza soberbia, su piel muy blanca, sus pecas, sus ojos marrones donde cualquier brillo se quedaba danzando, sus ojos que me vieron amarla tres días, sus sandalias azules, su verano de niña desconsolada, su niñez al borde de un abismo. Mi desmemoria me juega malas pasadas, supongo que era una vecina, aunque tal vez pudo ser una compañera de escuela, y de todos modos, aquello que recuerdo sucedió en la terraza del edificio donde vivía, un viernes, justo después del atardecer, y yo estaba ansioso y circunspecto, y ella estaba sola y como ajena. Despiadados rojos todavía no dejaban ser plenamente negra a la noche, quien de todas formas no se realizaría a sus anchas porque una luna llena y terrorífica acontecía hacia el noreste, dándole a las montañas una especie de vestidura de sombras y a los edificios un beso de limón y a los árboles una caricia cansada de canción que se agota. Extrañas vecindades tienen los recuerdos, tácitos acuerdos de consanguinidad. Ahora estoy con el nagual pescando. También es luna, pero no tan luna. También de noche, pero más de noche, una modorra estival hace que la noche gravite y juegue sobre el río. El viejo Zacarías está como atribulado, yo tengo diecisiete. Confiesa que extraña a la madrina Sofía. Yo quiero saber cómo un brujo la emprende contra esas cosas melancólicas que nos arrugan el corazón. Él se queda callado demasiado tiempo, es su manera de llorar. Hace del silencio un templo y en su sagrario ofrenda su dolor. Hasta le sale incienso por las orejas y se inciensa el bote, la caña de pescar, el baldecito de carnada, el maletín de anzuelos y demás juguetes, se inciensa un reflejo de la luna en el agua oscura pero mansa, se inciensa mi entendimiento y su respuesta es ese perfume. Yo me lo explico a mí mismo, yo me digo esto o aquello, pero el nagual sí que conoce el silencio, se viste con él, lo lleva a cuestas o se sube a él. El silencio de mi viejo es incienso del alma. Y siento ese aroma tan especial estando con Romina, los dos mudos, siete años atrás. Siempre he tenido esos recuerdos del futuro, sé que mañana estaré haciendo mi ayer, que el mapa del tiempo está repleto de circunvalaciones extrañas. Esto significan las relaciones dirigidas internas del eneagrama de Gurdjieff o las direcciones retrógradas en la astrología predictiva. Parece que Nietzsche algo intuyó con esto del eterno retorno, pero ya los pitagóricos decían que esto mismo, esta anécdota que cuento la volveré a escribir, volverán a leerla una y otra vez, la repudiaran eternamente. El influjo oriental pergeñó estrafalarias metempsicosis y reencarnaciones, pero mi trato íntimo con ese enemigo, el tiempo, me deja a menudo perplejo tratando de descifrar en qué sentido fluye el tiempo. No estoy tan seguro que sea una calle de única vía, si no cómo te explicás que yo me acordara de estar con el nagual pescando siete años antes de que eso me pasara, estando con Romina a la espera de que alguno tomara la iniciativa, al fin y al cabo, a besarnos habíamos subido y ahora qué era este dubitar, este bravío atropello de significancias encontradas y de sentimientos que perdían el sombrero por venir a la carrera o por huir del escenario. Marina decía que siempre hay que ir al frente con las niñas. Que a ella los niños tímidos como yo no le movían un pelo. Pero cuando la increpaba terminaba confesando que sí estaba enamorada de mí, porque bueno, no era tan tímido, pero entonces en qué quedamos Marina, cambiemos de tema Galito, no decime lo que estás pensando de mí y ella viste qué bonito el vestido que me hizo Lupe y yo cómo te hacés la tarada y ella sos tímido nomás, y yo te queda bien el vestido Marina, y ella ya lo sé, y yo sos presumida y ella andá a ensoñar nagualito de pacotilla y yo pero sé que me querés brujita y ella andá a cagar, mejor. Pero un beso me daba, en cambio Romina me era de algún modo inaccesible porque a) era demasiado hermosa o b) establecía distancias y no parecía dispuesta a ceder esos espacios o c) yo era un tímido irremediable y Romina estaría esperando que yo tomara la iniciativa. Como a y c eran verdaderas en mi opinión, opté por c que incluía a a pero omitía a b, y eso me hizo confiarme y quedar apresado en la trampa. Romina era sus diez años, pero también un padre muy jodido sospechado de golpeador y borracho habitual, Romina era su madre postrada cuya minusvalía acentuaba su abandono y su entrega, Romina era una maqueta de avión de Sea Harrier y un hermano muerto en Malvinas, y un perro peludo con el que salía a correr en la siesta, y Romina era esos ojos marrones pero era también ese hematoma en el brazo y esas frecuentes lágrimas en los ojos, ese desamparo hecho mueca triste al reír. Mi precaria brujería no podía contener el simple terror de vivir una vida de mierda, y supongo que yo para ella sería una puerta más de las que se abrían con gentileza pero escondían cuartos de tortura o mazmorras empecinadas en exhibir huesos humanos y bosta de dragones malolientes. Romina prefirió no besarme y nos quedamos horas mirando esa inmensa luna que por momentos parecía crecer, espejar de oro alquímico las baldosas de la terraza, bautizar de serenidad la ropa tendida, el viento, el sortilegio de la niñez. Hablamos de cómo sería el mar de noche, y yo le dije, es la noche misma sin estrellas. Ella dijo: entonces has visto el mar. Yo le dije: sí. Pero mentí. Era sólo por conservar el espejismo de la magia, por amarla de ese modo, con la pausa y el desconcierto pero también con una rara ternura que hace tanto no me nace. Pescando con el nagual le hablé de Romina y el dijo que ya había encontrado otro sinónimo de la melancolía, pero eso lo entendería yo con los años. El perfume hacía que el agua se agitara apenas y susurrara: no habrá peces, sólo el estarse así, en el mundo, en un viaje que no tiene retorno. Mendoza,
23 de noviembre de 1999
Galo
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