LA RIÑA

La muchacha entró aprisa y cerró la puerta ruidosamente para después sumergirse en lo más profundo de su habitación. Abrió el guardarropa y arrojó su contenido frenéticamente hacia el suelo, parecía estar buscando un objeto importante.

--¡Maldición! --gritó desconsolada--. ¿Dónde te escondes cuando más te necesito?

Se recostó en la cama y permaneció inmóvil con la mirada perdida, igual que sus pensamientos, después se incorporó sin ánimo y caminó hacia el tocador cuya luna resplandecía contra una cetrina pared. Tomó un cepillo y se arregló el pelo mecánicamente; se pasó el cepillo trescientas veces antes de abandonarlo. Entonces pensó que era buena idea tomar un baño, por lo que se desnudó y se enredó una toalla blanca alrededor del pelo.

A punto estaba de dejar la habitación cuando su cara se iluminó de gozo, arrojó la toalla y corrió hacia el pasillo.

Abrió cautelosamente la puerta de la recámara de su hermana, asomó un ojo por la hendidura... sólo encontró oscuridad adentro. Abrió la puerta un poco más, sólo lo suficiente para hacer entrar su cuerpo esbelto... por fín logró estar adentro. Se escurrió hasta un mueble con cajones, abrió el primer cajón y de ahí sacó un objeto que puso bajo su brazo. Luego salió huyendo a toda prisa.

Ya guarecida en su habitación, la muchacha pegó el objeto hurtado, una pequeña estrella plateada con símbolos negros, bajo su axila izquierda. El botín resplandeció un instante después del contacto y luego se perdió bajo su piel. Ahora formaba parte de ella. El rostro de la muchacha se contrajo, tal vez por dolor, tal vez por éxtasis, y levantó los brazos mostrando las palmas hacia el techo. Sus ojos fulguraron. Abrió la boca y un color violeta le escapaba. Los haces de luz maldijeron todos los objetos desgraciados sobre los que incidieron, que no pudieron ser salvados por ninguna especie de bondad, y la maldición escapó por las ventanas y voló más allá de los límites de la humilde casa hasta cernirse sobre el pueblo cercano; la madición entonces se apoyó en la torre más alta de la iglesia y escurrió sobre las paredes y penetró las grietas entre las piedras... minutos después el sacerdote del pueblo estaba muerto.

De esa forma había pagado él su retinencia a abandonar el santo oficio y desposar a la bruja más joven y bella del pueblo.

Sergio Malinto

Volver

1