Estimada concurrencia:Un grupo selecto de esta ciudad, con devoción cultural y con alto espíritu cívico, ha organizado este acto solemne de singular significación en la historia social de nuestro pueblo, para tributar homenaje póstumo a Céleo Murillo Soto, a Ramón Amaya Amador y a Jacobo Cárcamo, todos ellos nacidos en esta región de la Patria hondureña de donde alzaron vuelo, con sus alas extendidas a todos los vientos, hasta elevarse a las cumbres más altas de la intelectualidad, dejando para las generaciones presentes y futuras los fulgores de su pensamiento a manera de un reguero de estrellas irradiando en la doliente penumbra de la Humanidad. Céleo Murillo Soto, Ramón Amaya Amador y Jacobo Cárcamo fueron como meteoros relampagueantes en un afán sublime de descifrar las interrogaciones infinitas del mundo. Se fueron por los caminos del ideal y de la belleza; se escaparon de la vida prematuramente y ahora ya duermen el sueño inmenso de la muerte. .. Este acto sencillo tiene el mérito de asociarse íntimamente al sentimiento general del pueblo como un homenaje de reconocimiento, de gratitud y de cariño cuando todavía la angustia del recuerdo tiene evocaciones de nostalgia que preguntan por ellos bajo el cielo triste que, cobijó sus primeros sueños y sobre la realidad inexorable de su ausencia definitiva. Porque Céleo, Ramón y Jacobo fueron barro de este pueblo, pertenecieron a este pueblo como ahora pertenece su gloria, la gloria de ellos y la gloria del pueblo al que se entregaron de lleno, sin reservas mentales, en alma, espíritu y pensamiento, haciendo de su vibrante juventud banderas de libertad y trémulos gritos de justicia cuyo eco ha de prolongarse siempre en la fuga incesante del tiempo, para despertar la conciencia colectiva en cada aurora de una nueva esperanza y en cada crepúsculo cuando aparentemente languidecen las claridades del Sol, pero que aparecen entre el alba del día siguiente más radiantes y con mejores fulgores, así como los grandes ideales que si parecen eclipsarse por un momento, tienen la singular virtud de mantener su llama encendida bajo las sombras exteriores; porque ellos perduran, iluminan y sostienen su fuego vital en la intimidad más honda de la Humanidad. A mí se me ha designado para que hable concretamente sobre Ramón Amaya Amador, el hermano bueno de la juventud y el compañero leal en las primeras brechas que abrimos juntos y juntos recorrimos, sobre la incomprensión y la adversidad, constantemente enamorados de la libertad y de la justicia como piedras angulares para el arranque vigoroso de las reivindicaciones sociales. Ramón Amaya Amador fue un rebelde por naturaleza y un revolucionario por sentimiento y convicción. Si se conocen las normas que regularon su cohibida infancia y las actitudes audaces en la explosión de su juventud, se comprenderá el contraste existente entre lo que el amor maternal quiso que fuera y lo que fue él por su propia e inconmovible determinación. Tenía sangre de pueblo y alma de proletario; por eso fue solidario con el dolor del pueblo y con el dolor del proletario. Y fue un proletario en el músculo y un proletario del pensamiento. Toda su basta obra literaria, todas sus luchas y todos sus anhelos se inspiraron en la redención integral de las masas trabajadoras. Conocía a fondo y sentía muy hondo la tragedia desgarradora del campesino y del jornalero. Su espíritu era la protesta iracunda contra las injusticias sociales y el azote implacable de la infamia esclavizante descargada inmisericorde sobre las clases desposeídas. No fue su formación literaria en ese sentido algo que pudiera haber aprendido en libros de los grandes ideólogos del extremismo revolucionario ni fue su actitud viril en la defensa de las masas trabajadoras, una pose demagógica como hay muchas ni un motivo encontrado, al azar para hilvanar un artículo o escribir una novela. Era esa una disposición engénita de su propia personalidad; nació para esa misión y la llevó adelante sin importarle el desdén o el odio que podría despertar ante los poderosos y sin reparar en el sacrificio a que exponía su propia vida; porque sentía el martirio de los trabajadores como su propio martirio y llevaba en el alma la pesadumbre secreta de la peonada atormentada. Cuando fundamos "Alerta", nada conocía Amaya Amador del materialismo histórico y no obstante que actuábamos y escribíamos bajo la bota opresora de la dictadura cimarrona de aquel tiempo y bajo censura previa, todos los artículos que salían de su pluma estaban saturados de una tinta que discretamente sudaba la protesta muda de la opresión popular. Por esa época y en el mismo semanario "Alerta" que fundamos y redactamos juntos, comenzaron a publicarse los primeros capítulos de Prisión Verde, la novela del pueblo y del campeño de Honduras. Allí está la vida misma,, la realidad desnuda, el drama sangrante en toda la cruda expresión y en toda la clamorosa verdad de los trabajadores de nuestra Costa Norte. Es la historia de nuestro país en las cuencas del Ulúa, del Chamelecón y del Aguán de donde arrancaron los más vergonzantes y dolorosos capítulos de la historia de Honduras en lo que va del presente Siglo. Y junto, al dolor de la Patria vendida y agrilletada, gime el dolor amordazado del pueblo, del campeño torturado por el rebenque insolente de los verdugos del Gobierno y del pequeño terrateniente que muchas veces fue despojado de su heredad a golpes de violencia, con la vil estrategia del engaño y en algunas ocasiones con el argumento sangriento del asesinato impune. ¿Quién no sabe esa historia bochornosa, llena de traiciones y de ignominia, escrita por los políticos indignos y ambiciosos en contubernio con el extranjero, del soborno y con el intruso en nuestros asuntos políticos para sacrificar el honor nacional, adquirir por un plato de lentejas la tierra que nos vio nacer y explotar a su antojo nuestros mejores valles y las energías más vigorosas de nuestro pueblo? Cuando escribió "Prisión Verde hija legítima del Valle del Aguán, Ramón Amaya Amador no hacía más que trasladar a la palabra escrita la grabación profunda de una realidad insobornable que había, impresionado su conciencia y su pensamiento con la indignación que él sufría como hombre irreconciliable y radicalmente intransigente con la injusticia clavada hasta el colmo de la crueldad en el alma y en el cuerpo de los trabajadores de nuestro país. Cuando "Alerta" y "Prisión Verde" Ramón Amaya Amador no tenía complicaciones ni vinculaciones con la política extracontinental. Era un demócrata sincero y para ser más concretos, como todos lo sabemos aquí, era un liberal dentro de las pugnas estériles de nuestros partidos tradicionales. Después, cuando los vientos huracanados del despotismo criollo lo empujaron a playas extranjeras, plantó su planta de peregrino del ideal en Guatemala, en los buenos tiempos de la administración progresista del Doctor Juan José Arévalo. Allá encontró horizontes más amplios para sus inquietudes literarias y vio las puertas del mundo abiertas al vuelo de sus ideales in dimensión universal. "Prisión Verde" fue editada por una casa editorial de México y recorrió los caminos de América con la venia consagratoria de los más grandes escritores del Continente Traducida a varios idiomas, "Prisión Verde" había hecho de su autor, el humilde hijo de Olanchito el peón venero de los bananales de la Compañía, una personalidad respetable y admirada por intelectuales de todos los países de la tierra y querida con coraje y hasta las lágrimas por todos los hombres y mujeres de todas las latitudes que amasan con su sangre y con su sudor y con sus sacrificios las enormes riquezas de unos pocos sobre la miseria y sobre el martirio y sobre la muerte de la inmensa masa de los trabajadores irredentos. Y siguieron apareciendo sus libros y sus novelas siempre con el grito de justicia social, de liberación de las clases oprimidas y escritas con amargura y esperanza como solo podría haberlo hecho un auténtico proletario del pensamiento. "Amanecer", inspirada en el movimiento reivindicador de la revolución de Octubre en Guatemala. "Bajo el Signo de la Paz", impresiones de su viaje a Pekín. "Destacamento Rojo" narración casi exacta de las peripecias, a veces clandestinas, de los trabajadores en su desigual conflicto con los consorcios monopolistas. No conocimos "Fronteras de Caoba" ni "Rieles Gringos". Pero aquí en su amada Honduras publicó lo que nosotros creemos es el fruto más maduro de su valiosa producción intelectual: "Los Brujos de Ilamatepeque" y "Constructores" a la que nosotros no le dábamos mayores méritos, pero que el simple hecho de haber sido traducida al idioma alemán acusa la importancia y potencialidad de su significación. Sus artículos periodísticos, folletos, cuentos y poemas posiblemente quedarán en el anonimato, si es que manos afectuosas no recogen en volúmenes la extensa e intensa producción literaria que quedó en sus archivos de viajero o allá en Praga, donde él tenía la importante sección de una Revista Literaria de circulación universal. Aquí, en Olanchito, y en poder de uno de sus amigos más íntimos, se guarda una montaña de manuscritos inéditos de Amaya Amador escritos en los albores de su juventud y novelas inéditas, contemporáneas de "Prisión Verde" como "Valleros" y "Carbón", lo mismo que leyendas de sabor típico como "Pascuas de antaño en Olanchito" y "Relatos Históricos de Agalteca". No escapó a su pluma acuciosa el perfil psicológico de algunos de los personajes también típicos de este lugar como "Tío Chico Narváez", a quien él llamó el loco sublime y que según la vieja conseja, decía Amaya Amador, había, perdido la razón de tanta sabiduría, porque el seso se le había secado de leer tanto y de aprender tanto. También otros como Yía, una enanita tonta a quien dedicó líneas elegantes de la misma manera que Céleo Murillo Soto trasladó al inspirado verso la idiotez galopante de Milián. Otros personajes típicos desfilan por las cuartillas inéditas de Ramón Amaya Amador, que en Guatemala, la Argentina o México. En Checoslovaquia, Rusia, China, Bulgaria, Holanda, Bélgica, Suiza, Alemania, Francia o Italia siempre tuvo su corazón palpitante por Honduras y concretamente con el amor y la devoción que no pudo arrancarse jamás de su Olanchito lejano en la distancia, pero permanente y muy cerca siempre de sus sentimientos más íntimos. No olvidó nunca los tiempos de sus primeros años de juventud en Nombre de Jesús, en Sandimas y en los campos bananeros del Distrito de Coyoles Central donde comprendió y sintió mejor el dolor del campesino y la tragedia del campeño hermano. Fue maestro de escuela en aldeas del Municipio y maestro en la escuela de varones de esta ciudad. De allí que los libros y novelas que escribiera en las lejanías inconmensurables del suelo nativo tienen siempre el sabor del terrón mojado de nuestra tierra y el sabor del sudor y de la sangre y el dolor de la tragedia de nuestro pueblo. En la nostalgia del recuerdo contemplamos en este momento de evocación al Ramón Amaya Amador del pueblo, al muchacho moreno que paseó su inquieta juventud por las barriadas de la ciudad y supo de los viejos caminos, de los pasos de los ríos, de las jornadas deportivas, de las fiestas alegres ya ¡das en no lejanos días, de las serenatas suspirantes junto al balcón de la muchacha soñadora, de las correrías locas en las parrandas solariegas, de las solemnes procesiones del Santo Entierro, de su serena integridad tras las rejas de una cárcel, de su desperezar habitual en su vieja casa de bahareque donde hacía soliloquios en el estrecho cuartito que le llamábamos el cuarto brujo donde pasaba noches enteras devorando libros y anotando apuntes. Y lo vemos en el taller de imprenta levantando tipos y tirando sudoroso del pedal, cada vez más resistente, de la vieja prensa anticuada. El fraterno amigo y el compañero más íntimo que fui yo en las primeras inquietudes de su juventud y en las primeras manifestaciones de su inclinación literaria no he podido siquiera desahogar la pena de su partida eterna con la clara expresión de una lágrima escondida, porque no me lo perdonaría jamás. Era todo un carácter. Fuerte de espíritu y fuerte en su estructura física. Mal comprendido, peor interpretado; Ramón Amaya Amador amaba la clase proletaria y condenaba implacablemente su explotación inicua; pero no sabía odiar y tampoco insinuaba la violencia sangrienta. Creía firmemente en la redención de las masas por la fuerza incontrastable de su unificación sincera y la inquebrantable lealtad en la defensa pareja y decidida de sus intereses comunes. Su personalidad literaria traspasó las fronteras de Honduras, las fronteras de Centro América y las fronteras del Continente. Se nos preguntará: ¿En qué Universidad estudió Ramón Amaya Amador, para alcanzar tan elevada posición intelectual? Y yo respondería con otra pregunta: ¿En qué Universidad estudiaron Sócrates, Platón, Aristóteles y todos los grandes filósofos de la antigüedad cuyos principios son hasta hoy la sabia donde se nutren las ideas del mundo moderno Además, Ramón Amaya Amador no ha creado ninguna escuela filosófica, ninguna doctrina política, ninguna teoría científica. Sencillamente supo sentir, captar y exteriorizar la tragedia de las masas trabajadoras, supo sufrir el dolor del pueblo explotado, supo comprender la infamia de la injusticia social y tuvo el coraje y la virtud de saber escribir el drama clamoroso y rugiente de todos los oprimidos,, de gritar muy alto la tremenda verdad que todos conocemos en un mundo hipócrita y de rasgar el velo que disimula la farsa convencional de una sociedad envilecida. Ramón Amaya Amador no fue más que un hombre sincero con su propia conciencia, un escritor de la verdad y de la justicia, un obsesionado por su amor a la inmensa masa proletaria y un Quijote del Siglo XX que pretendía romper con las lanzas de su ideal el dolor del mundo y la injusticia social. Era un grito de libertad en la pesadumbre que desgarra a los pueblos oprimidos, era un alarido de la justicia herida, era un penacho de fuego ardiendo sobre la tiniebla pavorosa de la humanidad. "Era una llama al viento y el viento la apagó". Dionisio Romero Narváez. Olanchito, 25 de febrero de 1967.
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Ramón Amaya Amador