Los Brujos de Ilamatepeque
Proemio
RAMON AMAYA AMADOR
He escrito esta novela basado en un hecho histórico de Honduras.
Mi fuente ha sido el relato corto, auténtico y documentado, que
el escritor J. M. Tobías Rosa publicó bajo el título: "EL FUSILAMIENTO
DE LOS CANO", recogido por su hijo, el escritor Rubén Angel
Rosa, en su libro "TRADICIONES HONDUREÑAS".
También he obtenido material suficiente en la "RESEÑA HISTORICA
DE CENTROAMERICA",del Doctor Lorenzo Montúfar, quien, en el
Tomo Quinto, trata este tema de los hermanos Cano y su asesinato
político con el pretexto de ser practicantes de la hechicería.
Aun tratándose de un suceso del siglo pasado, consideramos importante
presentarlo a las generaciones presentes, utilizando el género novelístico.
Será de interés para aquellos que sustentan principios revolucionarios
y democráticos.
Esta novela va dedicada a la juventud de Honduras y es un tributo
de mi reconocimiento a la memoria de los soldados del pueblo que
acompañaron al General Francisco Morazán en las luchas por la unidad
de Centroamérica.
Prólogo
LONGINO BECERRA
El 4 de abril de 1843, a las cuatro de la tarde, fueron fusilados
en la plaza pública del municipio de Ilamatepeque o Ilama, departamento
de Santa Bárbara, Cipriano y Doroteo Cano. Ambos habían sido acusados
de ejercer la magia entre las gentes del pueblo y de tratarse con
el Demonio, por lo cual tenían la capacidad de convertirse en animales
para efectuar sus desafueros contra los lugareños, así como de introducirles
tortugas en el estómago a sus enemigos para matarlos. Las acusaciones
fueron presentadas ante la augusta autoridad pueblerina, el alcalde
Gervasio Lázaro, quien, instigado por los notables de la comarca,
sobre todo el señor cura, les formuló un juicio sumarísimo y los
llevó al paredón de fusilamiento. La sentencia, desenterrada en
1901 por el escritor Tobías Rosa, incluía no sólo la supresión de
la vida de los "réprobos" y "herejes", sino
también el escarnio de sus cadáveres en las calles del villorrio.
Asimismo, para enseñanza de los habitantes de la comarca, el documento
ordenaba propinarles cien zurriagazos a quienes eran considerados
como discípulos de los "brujos" en una escuela que éstos
habían organizado con el fin de alfabetizar a sus coterráneos.
Como era de esperarse en un pueblo remoto de la Honduras del siglo
XIX, aquella bárbara sentencia se ejecutó al pie de la letra, sin
cambiarle ninguna tilde. Un ilamatepequense honesto y sensato que,
bebiéndose el aire, fue hasta la cabecera departamental para poner
en conocimiento de las autoridades superiores la ejecución de tamaño
desaguisado, no pudo llegar ni volver a tiempo para impedir el crimen.
Cuando la comisión nombrada al efecto se hizo presente en llama
con el propósito de exigir la entrega de los prisioneros, éstos
se encontraban ya bajo tierra en una colina de las proximidades,
aledaña a la majestuosa corriente del río Ulúa. A causa de eso,
y en vista de que se trataba de un crimen colectivo, todo el pueblo
devino enjuiciado como homicida. Fue hasta enero de 1847, cuando,
gracias a las diligencias del representante de Santa Bárbara en
el Congreso, Saturnino Bográn, dicho expediente fue suspendido bajo
la tesis de que fueron la "ignorancia" y la "superstición"
las principales promotores del asesinato. Por supuesto, el Decreto
respectivo contiene una seria advertencia para los aldeanos: "si
bien el Soberano Cuerpo ha podido inclinar su paternal benevolencia
para apartarlos del condigno castigo a la ejecución de un hecho
que la ley condena, es precisamente con la condición de sucesiva
enmienda y de la formal protesta de vivir subordinados y sometidos
a su rígida y puntual observancia".
Sin embargo, el asesinato de aquellos campesinos de Ilama no fue
exactamente el producto de la "ignorancia" y la "superstición",
como piadosamente estableció la Cámara de Diputados para decretar
el indulto en favor de todo el municipio. Ignorantes y supersticiosos
eran, sin duda alguna, amplios sectores de aquel pueblo, pero no
puede afirmarse otro tanto del alcalde, Gervasio Lázaro; el escribano,
Juan A. López; el cura y los jefes de las principales familias de
la comarca. Estas personas conocían las ideas democráticas y revolucionarias
de los encausados, dada la participación de los mismos en el ejército
de Morazán, y, como entonces se vivía lo que Ramón Rosa llamó "el
triunfo de las fuerzas inquisitoriales", aquellos hombres estaban
condenados a morir para expiar el crimen de haber seguido a su jefe
en el intento de transformar las caducas instituciones sostenidas
por la aristocracia centroamericana y los sectores más recalcitrantes
de la iglesia. La ignorancia y la superstición fueron solamente
el instrumento de aquel asesinato, pero detrás de ellas estaba la
acción consciente de los enemigos de la causa morazanista. Por eso,
el último considerando de la brutal sentencia, dice: "que,
según los informes dados por los mismos Cano, han acompañado en
sus correrías de Gualcho, La Trinidad, San Pedro Perulapán, Guatemala
y Costa Rica al bandido de Chico Morazán, ultimado recientemente
para beneficio de Centroamérica por los patriotas de Costa Rica;
y que, siendo dicho Morazán enemigo de nuestro país, son también
considerados como tales los que acompañaban aquel tiranuelo nefasto."
Morazán fue fusilado en San José de Costa Rica el 15 de septiembre
de 1842. Las fuerzas más reaccionarias de la Centroamérica de entonces,
constituidas por la aristocracia istmeña, la iglesia feudal y el
colonialismo inglés, se confabularon para cortar de tajo el empeño
de aquel visionario, interesado únicamente en transformar las podridas
estructuras económicas y políticas predominantes en los cinco países
de la antigua Capitanía General de Guatemala. El asesinato de Morazán
fue la culminación de una persistente actividad contrarrevolucionaria,
iniciada por las minorías oscurantistas del Istmo, no sólo desde
los comienzos de la acción transformadora del héroe de Gualcho,
sino incluso desde los primeros esfuerzos de los patriotas centroamericanos
por lograr la independencia nacional. Cobrada la cabeza de Morazán,
los triunfadores ultra reaccionarios, temerosos de que reverdecieran
sus ideas, se lanzaron a perseguir y a liquidar físicamente a los
hombres de su ejército. Por supuesto, en algunos casos, para que
tales crímenes no pusieran tan en evidencia la naturaleza cavernícola
de sus autores, se recurrió al expediente de sacramentarlos con
el velo de la lucha contra la hechicería y la magia.
¿Qué se propuso Morazán y por qué no pudo, para desgracia de estos
pueblos, culminar su obra transformadora? Trató de llevar a cabo
una revolución democrático‑burguesa en los cinco países de
la Federación Centroamericana como medio para mantenerlos unidos,
lograr su desarrollo multilateral y situarlos en una posición decorosa
respecto a los demás países del mundo. Los estudios sobre la revolución
francesa y el pensamiento vanguardista generado bajo el influjo
de la misma llevaron a Morazán a concebir el proyecto de enfrentarse
a la aristocracia feudal y a su gran auxiliar en los dominios de
la conciencia: el fanatismo religioso, promovido por una iglesia
al servicio de las clases dominantes. Esta lucha era necesaria,
indispensable, para abrirle nuevos cauces al desarrollo de la sociedad
centroamericana, pues la independencia de 1821, por haberse dado
sin batallas frontales y como parte de una maniobra de las clases
poseedoras para continuar detentando el poder económico y político
de Centroamérica, fue incapaz de transformar la estructura generada
por el colonialismo español. "Nuestra independencia ‑escribió
Ramón Rosa- si bien fue preparada por algunos movimientos de insurrección
y por la expresión acentuada de ideas de libertad, no obstante llegó
a proclamarse el 15 de septiembre de 1821, no al favor de pujantes
esfuerzos, sino más bien al favor de las circunstancias".
La revolución democrático‑burguesa impulsada por Morazán
con una gran decisión en sus actos, aunque no siempre con la necesaria
claridad ideológica, involucraba todo un programa contra la aristocracia
feudal, la iglesia recalcitrante y el colonialismo inglés. Gran
parte de ese programa lo llevó a cabo el héroe de Gualcho en su
condición de Presidente de la República Federal de Centroamérica,
electo por dos períodos consecutivos, de 1830 a 1838. Ese programa
era muy amplio y fue realizado en su parte política, aún bajo la
feroz hostilidad de las clases despojadas del poder, según puede
verse en la apretada síntesis del gran morazanista y revolucionario,
José Francisco Barrundia: "las instituciones más libres y generosas
fueron puestas en práctica: la libertad de cultos, la electoral
del pueblo, las garantías individuales más eminentes, la seguridad
más plena de la conciencia, el establecimiento de jurados, de la
ley de Hábeas Corpus, de un Código Penal, el más filosófico y equitativo...
En instrucción pública se entabló una enseñanza bien organizada,
bien dotada y sin traba que tuvo por resultado una juventud la más
estudiosa e instruida que hubo en la época. En el progreso material,
caminos y obras públicas y el plan de canalización de los dos mares
contratado con el Rey de Holanda bajo las condiciones más ventajosas
al país".
A la aristocracia feudal la golpeó Morazán mediante una serie de
medidas encaminadas a suprimir sus privilegios y a poner en práctica
los principios liberales sobre la igualdad ante la ley y el respeto
a los derechos del hombre. Naturalmente, la aristocracia centroamericana,
concentrada fundamentalmente en Guatemala, rechazó estos ensayos
democratizantes e igualitaristas, pues ella era la heredera de los
privilegios detentados durante la época de la colonia por los conquistadores
peninsulares. Gracias a esos privilegios, los aristócratas explotaban
sin misericordia a las masas campesinas dentro de sus extensas propiedades,
ocupaban los cargos de mayor autoridad y tenían patente de corso
para hacer su real gana en todas las cuestiones de su conveniencia.
El hecho de que en Guatemala se concentraba la mayor parte de la
aristocracia istmeña, con un núcleo de las más empingorotadas familias
de origen europeo, determinó la agudización allí de las contradicciones
entre los dos sectores antagónicos. Así lo confirmaba Lorenzo Montúfar
al escribir: "la mayoría de los guatemaltecos simpatizaban
con Morazán, pero era a éste a quien combatían, como es natural,
los serviles, aristócratas y fanáticos que aspiraban al predominio
de un corto número de personas o sea de lo que entonces se llamó
espíritu de familia."
A la iglesia recalcitrante la golpeó Morazán por medio de tres
medidas realmente drásticas, ajustadas en un todo a la esencia del
enciclopedismo francés: la expulsión del Arzobispo Casaus y numerosos
frailes contrarrevolucionarios, a quienes envió hacia La Habana
el 11 de julio de 1829; la supresión de los conventos (en Centroamérica
había un total dé 34) y el paso a manos del Estado de todos los
bienes de dichas instituciones; y, finalmente, la promulgación de
la libertad de cultos el 2 de mayo de 1832, ya que la Constitución
Federal de 1824 establecía la exclusividad de la religión católica.
En respuesta a estas medidas, la iglesia se lanzó a una conspiración
abierta contra Morazán, utilizando para ello todas las armas, entre
las cuales la superchería fue una de las más empleadas. Lo demuestra,
entre otras cosas, la actividad de la monja Santa Teresa, hermana
del marqués de Aycinena, quien decía recibir cartas de los ángeles,
en cuyos textos, plagados de errores ortográficos, se llamaba al
pueblo católico a la insurrección antimorazanista. Por eso dice
justamente Alejandro Marure: "con estas supercherías, fingiendo
milagros, inventando castigos del cielo, fulminando anatemas, se
procuraba atraer sobre los amigos de la independencia la execración
de los pueblos crédulos". Rosa, mientras tanto, exclama enardecido:
"¡Oh, religión, qué de crímenes se cometen en tu nombre!"
Pero Morazán también se enfrentó al colonialismo inglés en momentos
en que éste intentaba poner firmemente su planta en Centroamérica,
no sólo mediante una decisiva influencia económica, sino también
apoderándose de importantes territorios del Istmo. Mientras el héroe
de La Trinidad estuvo a la cabeza del Gobierno Federal, los colonialistas
ingleses no pudieron lograr sus pretensiones, por cuya razón se
convirtieron en furibundos enemigos de la unidad centroamericana
y firmes aliados de los caudillos aldeanos que lucharon por desmembrarla.
Son célebres las correrías del Cónsul inglés, Federico Chatfield,
inmediatamente después de asesinado Morazán para apoderarse de la
Mosquitia hondureña‑nicaragüense, la Isla del Tigre, en Honduras,
y el puerto de San Juan, en Nicaragua. Al comentar estos hechos,
dice el historiador Medardo Mejía: "hasta entonces descubrieron
algunos políticos y estadistas centroamericanos la razón que asistía
al funesto Chatfield para trabajar en contra de Morazán y de la
Federación y en favor de los caudillos montañeses y de la causa
separatista".
Una de las cuestiones que más desagradó a los colonialistas ingleses
fue el proyecto de Morazán sobre la construcción de un canal interoceánico
en territorio nicaragüense con fondos del Gobierno Federal. Ya en
carta de Barrundia a Morazán, fechada el 22 de junio de 1830, aquél
le decía al recién electo Presidente de la Federación: "el
gran negocio del canal de Nicaragua presenta a usted la más bella
ocasión de una empresa grandiosa, digna de su ambición y de su nombre.
Este negocio va muy bien. Si las propuestas se aprueban y verifican,
usted tendrá el indecible placer de hacer en su tiempo la gran revolución
comercial que va a trastornar el mundo en favor nuestro y de ponernos
en una actitud respetable contra las pretensiones de todos nuestros
vecinos. Después de dar el triunfo a la Constitución, después de
expeler el monstruo del fanatismo y de las reacciones y purgarnos
de frailes y de refractarios, no es un objeto de menos valer hacernos
el emporio de las relaciones del mundo". En su discurso de
toma de posesión de la Presidencia, el propio Morazán dijo lo siguiente
sobre el mismo punto: "esta obra, grandiosa por su objeto y
por sus resultados, tendrá el lugar que merece en mi consideración;
y si yo logro destruir siquiera los obstáculos que se opongan a
su práctica, satisfaré en parte los deseos de servir a mi patria".
Finalmente, el 15 de febrero de 1842, cuando Morazán regresa a
Centroamérica de su exilio en Perú, llamado por el gobierno de Nicaragua
con motivo de la ocupación del puerto de San Juan por parte de los
ingleses, dice en un mensaje enviado desde La Unión, El Salvador,
a todos los pueblos: "la ocupación de una parte de la Costa
Norte por un pueblo extraño como el de los moscos, no podrá verse
nunca con indiferencia, porque equivale a perder para siempre un
terreno que será con el tiempo a la República de gran utilidad,
y porque la tolerancia de un hecho de tanta magnitud prepararía
otra de igual naturaleza y de mayor trascendencia para lo sucesivo;
pero la ocupación de San Juan del Norte, ejecutada por ese mismo
pueblo, es un golpe de muerte para la República, porque a mi modo
de ver está cifrada su existencia nacional, la consolidación de
un gobierno y su bienestar y grandeza, en la apertura del gran canal
mecánico por el propio puerto de San Juan". Morazán no pudo
"destruir los obstáculos" que se oponían a esa obra y
fue asesinado por las fuerzas que rechazaban no sólo ese proyecto,
sino también todo el programa revolucionario.
La revolución democrático‑burguesa planteada por Morazán
era un ideal irrealizable bajo las condiciones de los países centroamericanos
de la época. En ellos las fuerzas productivas se encontraban sumamente
atrasadas, sin sobrepasar aún los niveles precapitalistas, y la
estructura social estaba constituida fundamentalmente por extensas
capas de campesinos semisiervos y una minoría de aristócratas feudales.
No había surgido, por lo tanto, la clase social capaz de encabezar
la revolución antes dicha y de vencer, por su fuerza económica y
política, a una oposición recalcitrante; heredera directa de los
privilegios coloniales. Esa clase era la burguesía, cuyos destacamentos
esenciales aún se encontraban en cierne dentro de la estructura
económica del Istmo. Por falta de dicha clase, Morazán se apoyó
básicamente en las masas campesinas, las que fueron decisivas en
la primera etapa de la lucha revolucionaria, cuando ésta tomó necesariamente
las formas de una confrontación militar. Sin embargo, una vez vencidos
los contrarrevolucionarios en una serie de grandes combates que
pusieron de relieve el genio estratégico de Morazán, la revolución
pasó a una segunda etapa, caracterizada por el predominio de la
confrontación económica, es decir, una confrontación en la que no
sólo era necesario derrotar a los enemigos de los cambios, sino
eliminarlos como clase. Para este esfuerzo, las masas campesinas
ya no eran suficientes y se necesitaba la presencia de la burguesía,
claramente definida y con capacidad para reestructurar el orden
social sobre fundamentos modernos. La falta de la misma, determinó
la derrota de Morazán y, finalmente, su asesinato.
La reacción feudal, encabezada por el bárbaro Rafael Carrera, tomó
de nuevo posiciones hegemónicas en cada uno de los países centroamericanos.
De inmediato se puso en marcha un programa de represión contra las
dispersas legiones morazanistas y de retorno a los privilegios establecidos
por ella desde la época de la dominación española. Ramón Rosa describe
así este retorno a un pasado ominoso: "la revolución del año
de 29, llevada a cabo por los esfuerzos de un genio extraordinario,
fue muy incompleta en lo social y muy amplia y completa en lo político.
Y ¿qué sucedió? Que habiendo quedado muchos elementos coloniales
en la composición del organismo social, los hombres del retroceso,
fuertes aún con el poder que les pertenecía, aprovecháronse de las
mismas libertades públicas, no para usar de ellas dignamente, sino
para desvirtuarlas y causar su descrédito, su ruina. Perdidos fueron
los trabajos de diez años, vana fue la perseverancia de toda una
generación que se empeñó, sin darse punto de reposo, en llevar a
cabo las consecuencias legítimas de la independencia patria. La
reacción vino más implacable y feroz: hizo trizas la nación centroamericana
que apareciera ante el mundo, grande, noble y respetable; condenó
al olvido y al desprecio las instituciones más veneradas de la nacionalidad;
desvió el curso natural del comercio; alentó las preocupaciones;
dio pábulo a la ignorancia de los pueblos; estimuló la intolerancia
civil y religiosa; y ¡ay! para los mejores hijos de la patria se
decretó el ostracismo y se levantaron mil patíbulos".
Ramón Amaya‑Amador recoge en su novela "Los Brujos de
Ilamatepeque" uno de los tantos hechos brutales que se cometieron
contra los morazanistas después de la caída de su jefe en San José
de Costa Rica. Cuando ese acaecimiento tuvo lugar, desempeñaba la
Presidencia de la República de Honduras el ex‑sacristán Francisco
Ferrera, quien en las primeras etapas de su vida política fue un
excelente soldado de la Revolución morazanista, pero que, posteriormente,
a partir de 1833, se vinculó a la más cruda reacción centroamericana
para terminar convirtiéndose en un acérrimo enemigo de las transformaciones
impulsadas por Morazán. Al describir la conducta de Ferrera como
gobernante de Honduras, Ramón Rosa se expresa en la siguiente forma:
"obró como militar y político, pero también como tirano despiadado;
sembró el terror; una sola sospecha bastaba para producir la persecución
o la muerte; el patíbulo estaba a la orden del día; allí fueron
inmolados patriotas generosos, acreedores al perdón; corrían por
doquier arroyos de sangre y raudales de lágrimas". Dos de esos
"patriotas generosos" fueron los Cano, quienes tuvieron
la desgracia de retornar a Honduras cuando el sacristán de Cantarranas
había creado tales condiciones en el país que el alcalde de Ilamatepeque
se consideró con suficiente autoridad para fusilar a estos dos morazanistas
leales e inofensivos.
El novelista Ramón Amaya‑Amador es fiel a la historia en
su relato. Quien lea el libro con detenimiento, notará cómo el autor
sigue al pie de la letra la sentencia dictada contra los Cano, y
la sigue no sólo respecto a los hechos imputados a las víctimas,
sino también en lo que se refiere a los personajes reales. La sentencia
antes referida aparece completa en las últimas páginas de la novela,
como parte de su desenlace. El aporte creador del novelista consistió,
por lo tanto, en imaginar las circunstancias de los hechos ya recogidos
por la crónica o insertarlos como parte de la cotidianidad del pueblo
donde tuvieron lugar. Se trata, pues, de una obra sencilla, sin
complicaciones de ninguna clase. El relato está escrito con un lenguaje
llano, despojado de rebuscamientos literarios. Todo esto hace de
"Los Brujos de Ilamatepeque" una obra interesante, en
la que Amaya‑Amador ensaya por primera vez la modalidad histórica
de la novela. Su lectura tiene la virtud de trasladarnos a un hecho
trágico de la historia centroamericana: la caída de la revolución
morazanista y el retorno de la "reacción inquisitorial"
a nuestros países, cuyas sombras espesas aún hacen sentir sus efectos
paralizantes. Por eso dijo Rosa con gran ironía: "vencido Morazán,
se arrancaron del suelo centroamericano los últimos vástagos de
la libertad, o de la anarquía, como la llamaba Aycinena; pero, en
cambio, el caite del salvaje Carrera quedó impreso en la cara de
la humillada seudo aristocracia guatemalteca".
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