Distinguimos en primer lugar entre arte profano, arte religioso y arte sacro (cf. Guardini, La escencia de la obra de arte, Guadarrama, Madrid 1960.)
El arte profano y religioso tienen en común que el nacimiento de lo representado viene del corazón del artista, de su inspiración. El arte en este sentido es un medio de comunicación con el artista y con su experiencia inspiradora (sea esta de origen religiosa o profana)
El arte sagrado expresa un contenido que es dado al iconógrafo a partir de la fe de la Iglesia y la celebración litúrgica. El iconógrafo es un ministro que debe representar un arquetipo que lo trasciende y que se encuentra vivo en la comunidad cristiana. La imagen sagrada hace culto, es elemento escencial de la acción cultual (no se puede celebrar la misa sin la cruz y las velas; en oriente no se puede celebrar sin el ícono).
La diferencia entre arte religioso y arte sacro podría ejemplificarse como la diferencia entre un poema religioso y un himno litúrgico. Cuando la imagen sagrada llega a ser «cosa» (res) deja de ser sacra.
El ícono:
en cuanto arte, dice relación a la experiencia estética humana
en cuanto a arte sacro, entra en relación con la expresividad cultual humana que se realiza normalmente en todas las religiones
en cuanto arte figurativo es una de las expresiones humanas, junto con la escultura, arquitectura, etc.
en cuanto arte cristiano de alguna forma expresa la novedad cristiana en la historai: el misterio de la encarnación.
Otra distinción:
El arte simbólico: hace pensar, asociar, reflexionar (ej. las figuraciones de Cristo: cordero, buen pastor, primer Adan etc.)
El arte representativo (el signo) hace conocer (ej. por una fotografía se cómo es una persona, una casa, un lugar etc.)
La expresión privilegiada de la «novedad cristiana» es ciertamente la palabra. Cuando Dios habla, el hombre escucha. Pero cuando Dios «mira» (a través del ícono), el hombre debe dejarse mirar. El ícono cristiano está estrechamente ligado a esta palabra en cuanto que el único y verdadero ícono es el Verbo hecho carne, Jesucristo (cf. Hb 1,3: irradiación de la gloria de Dios e impronta () de su substancia). El Verbo imprime el «caracter» del Padre a toda la creación. Se puede representar a Dios visiblemente entonces porque confluyen la creación por el Verbo y la encarnación del Verbo.
El lenguaje del ícono no es conceptual, no es sonoro, no tiene la violencia de la evidencia; en cambio habla a quien lo mira con corazón tranquilo y por mucho tiempo. Dice expresivamente Daniel Ange: Amo los íconos solo por esto: en ellos Dios habla con un lenguaje de pobres. Es una consolación para los pobres. Amo a los íconos, porque se parecen a Dios: tienen su misma manera de acercarme, pobremente, discretamente, silenciosamente. Un ícono no se impone. No violenta la mirada (como hace la cultura contemporanea). No demuestra nada, no comprueba nada, no quiere ser una evidencia. Como Dios. Se necesita tiempo, muchas veces años para entrar en ellos. Delante a quien mira el ícono aguarda, espera, espera ser penetrado y comprendido, y por esto amado. Pide una confianza, suscita una larga paciencia, despierta una cierta ternura. Como hace Dios. Sus formas son austeras, pobres, se abren solo al corazón. No crea un «pathos», no está adornado, no exagera, no estimula la emoción o la sensibilidad, sino solamente aquella que despierta la sonrisa en un niño. Atrapa la mirada solamente para ablandar el corazón del hombre. En el ícono todo es pobre y pide alzar los ojos hacia lo alto, hacia aquella región de la cual recibe --no se sabe bien cómo-- su silencio y su luz.(2)
Desde el punto de vista histórico, la crisis iconoclasta de los siglos VIII y IX maduró una conclusión expresada en pocas palabras: «Lo que el Libro dice con las palabras, el ícono lo anuncia con los colores y lo hace presente» (Concilio Constantinopolitano IV, X, 3.)
Confluyen muchos factores: por un lado el impacto cultural realizado por el cristianismo en los primeros siglos, por otro la progresiva reflexión teológica expresada sobre todo en los Concilios cristológicos. Las culturas que más han condicionado al cristianismo son el judaismo, el helenismo y la latinidad. Cada una a su manera ha contribuido a que la Iglesia desarrollara la teología icónica.
Cultura judáica: prohibía todas las representaciones, pero usaba algunas imágenes; i.e. la serpiente de bronce, los querubines. El cristianismo lentamente supera y hace pasar el arte simbólico (ej. imagen del buen pastor en las catacumbas) al arte figurativo o representativo (ej. Cristo pantocrator, etc.).
Cultura griega: las imágenes sagradas recibían el nombre de agalmatas (del verbo agallo: celebrar con ofrendas u otros dones de piedad). Lo contrario de agalma es el eidolon, que significa sombra, fantasma, imagen sin profundidad. Los eidolon no tenían un arquetipo o un paradigma. La representación de los eidolon eran los eikones: por ejemplo retratos e imágenes históricas en general. Podríamos decir entonces que a los dioses convenían las agalmatas, en cambio a los hombres los eikones. El cristianismo va a desarrollar su arte usando el género de los eikones (aporta la historicidad a la cultura griega). De aquí deriva la palabra ícono.
Cultura romana: continúa la cultura griega pero aporta dos elementos propios, el culto de latria, dado al Emperador y a su imagen, y la función jurídica que tenía la imagen (estatua) del emperador (por ej. colocar las llaves de una ciudad delante de la estatua del Cesar implicaba un acto jurídico).
En resumen: el cristianismo desarrolla las consecuencias de la encarnación al confrontar la cultura hebrea, la idea de semejanza con los griegos y la presencia con el mundo romano.
El arte cristiano en los tres primeros siglos es sobre todo arte simbólico. El ícono como tal nace en el arco de tiempo que va de Constantino (306-337) a Justiniano (527-565). Desde la batalla del Puente Milvio se sustituyen las insignias del ejército con el chrismón
Al tiempo el chrismon se unió a un retrato simbólico de Cristo: el símbolo cristiano se hace símbolo eficáz, ya que ayuda a los soladados y aquienes le invocan. De aquí también surgen los rostros arquetípicos de Cristo, sustituyendo inclusive al retrato del emperador, adquiriendo por este lado la misma «presencia» que inspiraba la figura imperial.
El concilio de Elvira (300-303) se pronuncia contra las imágenes en las iglesias por el temor a la idolatría pagana.
Eusebio de Cesaréa en carta a Costanza, hermana del Emperador que le pedía una imagen de Cristo, le dice que no es posible tener una imagen de la humanidad glorificada de Cristo: «Quieres conocer la imagen de Cristo como esclavo o la del Cristo inmutable...» Eusebio dirá que el Cristo conocido según la carne no existe más.
Los monofisistas absorven la humanidad de Cristo en su divinidad, por lo tanto despues de la resurrección no es representable.
En los siglos IV y V hay muchos obispos e inclusive santos que se oponen a la veneración de las imágenes, tanto en oriente como en occidente: Epifanio de Salamina (315-403) dice: ...tened siempre a Dios en vuestros corazones, y no en la iglesias, porque es indigno para un cristiano tener que recurrir al auxilio de los ojos y de los sentidos para permitir que la propia alma se eleve a Dios.
San Gregorio Magno por el contrario defenderá a las imágenes porque tienen una función catequética para los fieles.
En general podríamos decir que la preocupación por mantener puro el culto, para que se realize según el dicho del Señor «en Espíritu y Verdad», será la raíz de todo movimiento iconoclasta.
El iconoclasmo es una herejía imperial, es una lucha por la «verdadera religión» conducida sobre todo por dos Emperadores: León III (714-741) y su hijo Constantino V (741-775). Llevarán adelante las tesis anti-icónicas propuestas por 388 obispos en el Concilio de Hiería (754). Los argumentos se pueden resumir en tres proposiciones:
El prosopon o hypostasis de Cristo es inseparable de sus dos naturalezas
Una de estas dos naturalezas, la divina, es incircumscrivible
Por lo tanto es imposible circumscrivir (delinear, diseñar) el prosopon de Cristo.
Los defensores o iconúdolos contestan sin mucha fundamentación teológica: afirman simplemente que el ícono es akeropita (no hecha por mano de hombre).
En esta primera fase el pensamiento más profundo es el de San Juan Damaceno (657-749). En sus tres Discursos defendiendo las imágenes sagradas va a centrarse sobre todo en el misterio de la encarnación:
«Yo no venero la materia, sino al Creador de la materia que se ha hecho materia a causa mía; aceptó habitar en la materia y con la materia ha obrado mi salvación... Yo honro y trato con veneración también a toda la otra materia a través de la cual me ha venido la salvación, ya que está llena de potencia de gracia. ¿O no es acaso de materia la madera de la cruz? ¿Nó es materia el monte venerable y santo, el lugar del Gólgota? ¿No es materia la piedra y roca santa, dadora y portadora de vida, tumba santa, fuente de nuestra resurección? ¿No es materia el santísimo libro de los evangelios? ¿No es de materia la mesa vivificante que nos prepara el pan de la vida? ¿No son materia el oro, la plata con los cuales se hacen cruces, patenas y cálices? ¿Y ántes de estas cosas, no son materia el cuerpo y la sangre del Señor? Y entonces, elimina del culto y la veneración todas estas cosas, o sinó concede a la tradición de la Iglesia también la veneración de las imágenes santificadas por el nombre de Dios y por los amigos de Dios y por este motivo cubiertas con la gracia del Espíritu Santo» (I, 16).
El iconoclasmo va a ser retomado por el Emperador León V el armenio. Esta fase va a culminar con el Triunfo de la ortodoxia el 11 de marzo del 843. Los iconoclastas en esta etapa se van a volver más exigentes y van a obligar a la Iglesia a elaborar mejor los argumentos pro-icónicos. El aporte decisivo luego continuado por los padres Capadocios y por San Máximo el Confesor lo hará el patriarca San Nicéforo de Constantinopla (758-829).
Distingue entre imagen natural (como la presenta Platón en el timeo) y imagen artificial (como la presenta Aristóteles en sus Categorías: dif. entre la physis y la tecné). La imagen natural nace de una relación de semejanza entre el objeto y su arquetipo. La trasfiguración de Cristo no cambia su naturaleza humana; el cristiano al ser divinizado por la vida cristiana, no se modifica en su ser natural (sigue comiendo, creciendo, padeciendo, muriendo).
Se profundiza también el valor y el significado de la oikonomia o dispensatio con el consecuente esclarecimiento de la relación entre Verbo creador y Verbo encarnado.
Otro aporte al esclarecimiento teológico lo hace San Teodoro Studita (759-826).
Teodoro clarificará la relación entre el prototipo (Cristo) y su presencia en el ícono. Va a exluir de la presencia una energía o necesidad material, ya que el ícono no realiza una participación entitativa en el cuerpo de Cristo. El que mira y se deja mirar por el ícono es el que participa de la naturaleza divina de Cristo, por estar bautizado. El ícono realiza un servicio en orden a tal participación.
El prototipo no está en la imagen según la escencia sino que tiene una relación de semejanza. La presencia del arquetipo en el ícono es análoga a la presencia del locutor en la palabra que profiere. La relación de semejanza realiza en el que mira una comunión con Cristo de orden intencional (orienta la mirada hacia aquel que mira).
En este sentido, la parte central del ícono son sus ojos: ellos son la ventana hacia el Rostro de Cristo. Los ojos están cargados de «intencionalidad» expresiva.
El segundo Concilio de Nicea (787) pone fin, desde el punto de vista teológico y dogmático a la controversia sobre los íconos. Los padres establecen que: «... de modo semejante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico y de otra materia conveniente, en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en las paredes y cuadros en las casas y caminos, las de nuestro Señor y Dios y Salvador Jesucristo, de la Inmaculada Señora nuestra la santa Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones santos y venerables. Porque cuanto con más frecuencia son contemplados por medio de su representación en la imagen, tanto más se mueven los que éstos miran al recuerdo y deseo de los originales y a tributarles el saludo y adoración de honor, no ciertamente la latría verdadera que según nuestra fe sólo conviene a la naturaleza divina; sino que como se hace con la figura de la preciosa y vivificante cruz, con los evangelios y con los demás objetos sagrados de culto, se las honre con la ofrenda de incienso y de luces, como fue piadosa costumbre de los antiguos. "Porque el honor de la imagen se dirige al original" (San Basilio) y el que adora una imagen, adora a la persona en ella representada.» (Ds 302). [vease el texto completo de los cánones del Concilio Niceno II]
El Concilio establece por lo tanto que se deben venerar de igual manera la imagen visible y la imagen verbal, la que entra en la mente por los ojos y la que entra por las orejas, la imagen luminosa y la imagen sonora, la palabra oral o escrita y una imagen. Dicen más: la imagen es una palabra, es un lenguaje análogo al de la palabra que realiza el anuncio y la celebración de la salvación.
La encarnación del Verbo de Dios
El ícono es mediador entre las dos venidas, entre los dos hechos: la encarnación y la escatología.
La Iglesia de la misma manera que guarda su palabra debe guardar su rostro para reconocerlo cuando vuelva.
El 11 de marzo, primer domingo de Cuaresma, se celebró en Constantinopla la victoria de los sostenedores de la latría a los íconos. El kontákion, breve oración bizantina se sigue repitiendo desde entonces una y otra vez:
El Dios-Hombre, el Señor, está presente en su Palabra para hablarnos, en el prójimo para encontrarnos, en su Nombre para socorrernos, en su ícono para mirarnos, en la asamblea para reunirnos, en su Cuerpo y Sangre entregados para asimilarnos a Él.
Notas
1. Las notas que siguen se basan fundamentalmente en los apuntes del curso Fundamentos para una teología icónica del P. Sante Babolin, Universidad Gregoriana, año académico 1986-87. Se puede consultar también: M. Donadeo, El ícono, imagen de lo invisible (Brescia 1980) hay traducc. cast.; Paul Eudokimov, L'Art de l'icone: théologie de la beauté, ed. BDB (Paris 1972) hay traducc. cast.; L. Ouspensky, Théologie de l'icone dans l'Eglise orthodoxe, éd. du Cerf (Paris 1980); C. von Schoenborn, L'Icone du Christ. Fondements théologiques élaborés entre le Ier et le IIe Concile de Nicée (325-787), éd. Universitaires Fribourg (Suisse 1976); E. Sendler, L'Icône, image de l'invisible: élements de théologie, esthétique et technique, ed. BDB (Paris 1981) traducc. italiana, ed. Paulinas (Roma 1984).
2. Daniel Ange (pseudónimo de P. Andronicof), El abrazo de fuego: el ícono de la Trinidad de Roublov, ed. BDB (Paris 1981) 45-46.
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