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Di, ¿no te acuerdas nunca,
de esa forma perdida,
vaga, de tu pasado:
del color de tus trajes?
¡Qué de geometrías
sobre tu pecho núbil,
palpitantes, temblaron!
El azul fue el azul
cuando tú lo estrenabas;
deja el azul del cielo,
el azul que nadamos.
Vámonos a buscar
tu azul de traje azul,
hacia atrás, por los años.
Calor de terciopelos
de otoño te pesaron
como penas primeras.
Siempre te lo ponías
a las ocho, a las nueve
bajo la luz eléctrica.
Y si eran muy oscuros
al salir a los campos
un gran celo celeste
los poblaba de estrellas:
parecían agostos.
Pero por las mañanas
a luz de luz primera,
imposible
ponerse sobre el cuerpo
todo lo que no fuese
felicidad o alas.
Cuando no las tenías
salías de los sueños,
del despertar, desnuda
para entrar en la apenas
materia de las sedas.
Con las aguas de abril
las nieves de tus blancos
trajes te florecían.
Campánulas y lirios
a tus telas corrían
a plantarse;
porque tú prolongabas
su florecer, sin fin,
y en los días de invierno
los lanzabas al aire,
seguros, defendidos
del rigor y del hielo
por esa primavera,
sin cesar de tu carne.
¿En dónde están los pétalos
marchitos de tus trajes?
¿Qué alamedas tapizan
en los mundos incógnitos,
desde que los dejaste?
Tiene que haber un cielo
donde van a morirse
cuando se les acaban
sus glorias terrenales
sobre el cuerpo perfecto:
cielo de recordarles.
Deshechas las materias
de las telas, borradas,
como de criaturas,
las diferencias vanas
entre lino y crespón,
perdidas
andan, por su trasmundo,
de tus trajes las almas.
Las almas que eran trazos
- ahora inflexibles, fríos -,
dibujos de tus trajes,
círculos o triángulos
a quien tus movimientos
grácilmente libraban
de su sino esquemático.
Las almas que eran flores,
desterradas por siempre,
ahora,
a un destierro de campos.
Las almas que eran eso:
un gris, un rosa, un blanco,
que flotan liberadas
por los anchos espacios
de todos los crepúsculos,
como si fueran nubes.
Y tú no las conoces,
cuando yo, recordando
su pasado de trajes
tuyos, te las señalo,
allá, en su paraíso.