El 21 de agosto de 1940, León Trotsky, el líder del soviet de San Petersburgo en las revoluciones rusas de 1905 y 1917, el organizador de la insurrección de octubre, el creador y jefe del Ejército Rojo que derrotó a las fuerzas armadas de la burguesía rusa y de las potencias imperialistas invasoras de la joven república soviética, fue asesinado por Ramón Mercader, un oscuro agente de la policía política de la URSS, la GPU, en Coyoacán, México.
ESTA fue la última escala de su exilio, iniciado en 1928, cuando la burocracia stalinista lo expulsó de la URSS y le quitó la ciudadanía soviética. La orden que Mercader ejecutó había sido firmada personalmente por Stalin en 11931. El asesino, después de pasar veinte años preso en México, voló a Moscú, donde fue condecorado por el Kremlin; luego se radicó en La Habana, Cuba, bajo la hospitalidad del régimen de Fidel Castro, y sus restos fueron sepultados en la Unión Soviética.
Durante décadas los trotskistas de las generaciones de la segunda posguerra recordamos esta fecha para dirigirnos a los trabajadores, a la juventud y a los intelectuales revolucionarios. Nuestro mensaje, aunque se adecuaba a las coyunturas y procesos concretos del momento, tenía el siguiente contenido general:
Si queremos que la revolución socialista internacional siga avanzando hasta su triunfo final a escala mundial, debemos adoptar el camino trazado por Trotsky: la revolución permanente. El socialismo en un solo país, la revolución por etapas, los frentes con las burguesías progresistas, la coexistencia pacífica con el imperialismo que nos proponen Stalin y Mao Tse Tung, Ho Chi Minh y Fidel Castro nos llevan hacia el abismo; por ese camino no sólo no vamos a triunfar sino que terminaremos perdiendo todas las grandes conquistas que hemos logrado, desde China y el Este de Europa hasta Cuba, Vietnam y la propia Unión Soviética. Para convertir en realidad el programa trotskista hay que fortalecer la Cuarta Internacional.
Hoy hace ya más de una década que no vivimos esa realidad de revoluciones triunfantes. La URSS y el Este de Europa ya no son Estados obreros sino países capitalistas. China, Cuba, Corea del Norte, Vietnam también han caído o están yendo rápidamente hacia ese mismo final. Con la pérdida de esas conquistas, la burguesía mundial ha logrado derrotar el ascenso de la revolución socialista internacional que se inició en 1943 en Stalingrado, cuando se revirtió el curso de la ofensiva hitleriana contra la URSS, y duró más de cuarenta años. La propaganda reaccionaria acerca de la muerte del socialismo y del marxismo se apoya en esa realidad objetiva.
Es desde esta situación desfavorable que lanzamos nuestro mensaje revolucionario en este aniversario del asesinato de Trotsky. No para ilusionar al proletariado con la perspectiva de un camino inmediato hacia la victoria final sobre el capitalismo imperialista, que hace poco más de una década estaba a la orden del día pero hoy no lo está. Sí para sacar conclusiones de la derrota, reagrupar fuerzas y preparar la contraofensiva revolucionaria.
La descomposición del sistema capitalista-imperialista está provocando crisis económicas cada vez más graves y frecuentes; condena a masas cada vez mayores de la población mundial a los salarios de miseria o directamente al desempleo y la marginalidad; lanza criminales agresiones armadas contra los pueblos y países donde encuentra resistencia a su dominación, desde Irak hasta Yugoslavia, y es la causa final de las guerras que devastan naciones y regiones enteras. Los plumíferos de la burguesía, que hasta hace poco repetían a coro las necedades de Fukuyama, ya no se animan a pregonar que la Humanidad llegó al fin de la historia: el capitalismo coronado por la democracia burguesa. Pero tampoco son capaces de hacer un pronóstico unificado y racional sobre el futuro del mundo.
Los marxistas sí tenemos una perspectiva clara. La época histórica que vivimos no sólo es de crisis y guerras, también es de revoluciones. La clase obrera remontará esta derrota, como supo hacerlo con las anteriores, incluso las más terribles: el aplastamiento de la Comuna de París, el estallido de la Primera Guerra Mundial y el avance del nazifascismo que culminó en la ofensiva militar de Hitler contra la URSS. Los intolerables sufrimientos que este sistema agonizante arroja sobre las masas generarán inexorablemente un nuevo y poderoso ascenso de la rebelión de los explotados y oprimidos. Es imprescindible que los revolucionarios nos preparemos para esa situación. Debemos entender qué ocurrió y por qué ocurrió. Sólo así podremos hacer una defensa encarnizada de los principios y fundamentos del marxismo, no como un dogma y una profesión de fe, sino como una respuesta fríamente científica y al mismo tiempo apasionadamente revolucionaria a las necesidades más profundas e históricas de la sociedad humana.
Como en todas las situaciones de derrota anteriores, ésta ha generado una crisis del marxismo como movimiento objetivo y también en el terreno ideológico.
Un aspecto de esta crisis es el cambio del grueso del viejo aparato stalinista, reciclado a las funciones de agente estatal de la restauración del capitalismo en los Estados obreros y de apoyo a las burguesías de los países capitalistas similares a las de la socialdemocracia. Ésta es una crisis objetiva y material del marxismo, que refleja la pérdida de los Estados obreros burocráticos.
Trotsky definió que la URSS tenía un doble carácter:
socialista en la medida en que defiende la propiedad colectiva de los medios de producción; burgués en la medida en que el reparto de los bienes se lleva a cabo por medidas capitalistas de valor, con todas las consecuencias que se derivan de este hecho [...] La fisonomía definitiva del Estado obrero debe definirse por la relación cambiante entre sus tendencias burguesas y socialistas
Bajo el stalinismo, esta contradicción adquirió un carácter agudo, puesto que la casta burocrática gobernante se apoyó en la distribución burguesa para enriquecerse en forma colosal, aunque sin llegar a constituir una nueva clase social explotadora dominante, y formuló una política internacional de conciliación con la burguesía acorde con sus intereses de parásitos del Estado obrero.
Ese doble carácter de la URSS, y luego de todos los Estados obreros nacidos en la segunda posguerra, se expresaba en todos los terrenos, incluso en su papel en la organización y la conciencia del proletariado mundial. La sola existencia de esos Estados demostraba como falso el axioma burgués de que la propiedad privada, es decir, la existencia de una clase capitalista explotadora, era imprescindible para el progreso de la Humanidad. Al mismo tiempo, un enorme aparato estatal con sus ramificaciones partidarias y sindicales en todos los países les decía a los trabajadores del mundo que debían ser marxistas y luchar por el socialismo, y publicaba a precios bajos las obras completas de Marx, Engels y Lenin en decenas y decenas de idiomas. En el otro polo, ese mismo aparato encuadraba a la clase obrera en organizaciones totalitarias, apelaba a todo su poderío para desmovilizarla y la educaba en una política de colaboración de clases, al tiempo que le inculcaba un marxismo y una historia del movimiento obrero y revolucionario tergiversados a su servicio.
El cambio de carácter de clase de esos Estados, de obreros a capitalistas, se expresa en que ahora esos aparatos gubernamentales han hecho abandono explícito del marxismo y combaten contra el marxismo como ideología-ciencia de la clase obrera. La propaganda a favor del marxismo se ha debilitado cualitativamente; lo que podríamos denominar movimiento marxista, los agrupamientos que se siguen proclamando marxistas, están dispersos, cada vez más fragmentados y tienen una capacidad propagandística infinitamente menor que antes.
Pero además, como ocurrió en todos los graves retrocesos anteriores, el propio movimiento marxista está devastado en su interior por el fenómeno del revisionismo . Éste consiste fundamentalmente en una adaptación a la derrota y expresa un escepticismo absoluto sobre la capacidad de la clase obrera para recuperarse de ella y retomar el camino de la movilización revolucionaria para la toma del poder y la instauración del socialismo. Es el reflejo en la ideología de la tremenda presión de una burguesía hoy triunfante.
El revisionismo presenta posiciones extremas, que declaran obsoletos (e incluso históricamente equivocados) los principios básicos del marxismo revolucionario: la definición clasista de la sociedad y del Estado y la necesidad de la dictadura del proletariado de Marx; el partido bolchevique de Lenin; el carácter internacional y permanente de la revolución socialista en la época imperialista y la concepción transicional del programa de Trotsky. Y también hay expresiones más disimuladas, que reinterpretan esas bases teórico-políticas para adaptarlas a la opinión pública pacifista, democrática, derechohumanista, pluralista, tolerante, etcétera de la pequeña burguesía progresista.
Pero todos los matices de este amplio espectro revisionista convergen en un eje común: la adaptación de las políticas, el programa, la estructura y la acción de esas organizaciones a la participación en las viejas instituciones de la democracia burguesa, particularmente las elecciones parlamentarias, así como en las nuevas y de moda: las organizaciones no gubernamentales (ONG). Esta praxis expresa un acomodamiento teórico a la concepción de que el conflicto central que desgarra a la sociedad ya no es la lucha por el poder y por los bienes de producción entre la clase obrera y la burguesía, sino el enfrentamiento de la sociedad civil (burguesa) contra el poder político (también burgués).
En el terreno de la lucha de clases, los revisionistas también se adaptan al retroceso de la clase obrera. Como ésta sólo atina a responder a la ofensiva burguesa con luchas de resistencia, ellos rebajan el programa para esas luchas a la manera de la socialdemocracia, reduciéndolo a las demandas mínimas, económicas y democráticas, en lugar de darles una perspectiva anticapitalista. Objetivamente, acompañan desde la izquierda es decir, desde un discurso general sobre la necesidad del socialismo la política de humanizar al capitalismo que hipócritamente pregonan los profetas de la tercera vía, desde Clinton hasta el Papa.
La historia del movimiento marxista desde el triunfo de la contrarrevolución stalinista hasta 1990 estuvo signada por el enfrentamiento entre el stalinismo y el trotskismo. Aunque el primero dominaba en forma abrumadora al movimiento de masas y el segundo era muy débil y marginal, ésta fue la lucha fundamental en cuanto a su contenido teórico-político. En un polo, el stalinismo y sus derivados sustentaban sus brutales dictaduras burocráticas y sus políticas contrarrevolucionarias de conciliación con el imperialismo en las concepciones del socialismo en un solo país, de la coexistencia pacífica con el capitalismo y el imperialismo, y en el programa de la revolución por etapas. En el otro, el trotskismo defendía la concepción de la revolución permenente e internacional, el programa de transición y el régimen de la dictadura revolucionaria del proletariado que vivió la Unión Soviética hasta 1924 bajo la conducción de Lenin y Trotsky. Era, en esencia, un enfrentamiento sobre los caminos hacia el socialismo , una expresión del combate permanente entre el ala reformista y el ala revolucionaria de la clase obrera y del movimiento marxista.
En 1949, después del triunfo de la revolución china, en 1959, tras la victoria de la cubana, o en 1975, después de Vietnam, nadie (ni siquiera la burguesía) discutía la realidad de la revolución socialista ni sus posibilidades de triunfo. Lo que se discutía en el movimiento marxista era el programa y el partido para llevar ese proceso objetivo a su culminación mundial. El contraste que sufrió el proceso revolucionario alrededor de 1990 ha cambiado radicalmente esa situación. Hoy la discusión es otra: si la revolución socialista es posible o no, y si el marxismo (tal cual se fue construyendo desde Marx hasta Trotsky) sigue teniendo vigencia en sus postulados básicos o si se ha demostrado globalmente equivocado como sostienen los renegados, los desertores y también (aunque sigan hablando a nombre del marxismo e incluso del trotskismo) los revisionistas.
Tras el aplastamiento de la revolución de 1905 en Rusia, seguida por un período de reacción en todos los terrenos, Lenin debió enfrentar una situación análoga. Sus conclusiones más generales son ilustrativas de cómo repercutió el brusco cambio de la situación objetiva en el movimiento marxista y de cómo ello replanteaba las tareas de los revolucionarios.
Lenin señalaba que, en el período de ascenso de la revolución, el eje del movimiento marxista había pasado por las cuestiones de táctica , por el conflicto entre los dos métodos de transformación de lo viejo , es decir, el enfrentamiento de la corriente revolucionaria con las diversas tendencias reformistas. Al triunfar la reacción, en cambio, cundió el escepticismo, la pérdida de la fe en toda transformación , y ello generó una profunda disgregación, la dispersión, vacilaciones de todo género, en una palabra, una crisis interna sumamente grave del marxismo , que se manifestaba en la 'revisión' de los fundamentos filosóficos más abstractos y generales del marxismo. Para Lenin, esta situación obligaba a un cambio en las tareas de acción : la cohesión de todos los marxistas conscientes de la profundidad de la crisis y de la necesidad de combatirla para salvaguardar los fundamentos teóricos del marxismo y sus tesis básicas pasaba a ser lo más importante.
Hoy hacemos nuestras aquellas conclusiones de Lenin. En esta crisis del marxismo generada por el aplastamiento por la ultrarreacción burguesa de todas las corrientes marxistas, comprender los motivos que hacen inevitable esa disgregación en los tiempos que atravesamos y aglutinarnos para combatirla consecuentemente es, para los marxistas, la tarea de la época, en el sentido más directo y exacto de la palabra.
El marxismo nació como una crítica científica al capitalismo y como un método revolucionario para movilizar a los trabajadores hacia la toma del poder para terminar con la sociedad burguesa y construir una nueva sociedad, comunista, sin explotadores ni explotados. Expresó una necesidad profunda de la Humanidad: superar las trabas al desarrollo de las fuerzas productivas impuestas por las fronteras nacionales y la propiedad privada capitalistas. Y también expresó el desarrollo de una clase social históricamente progresiva, la clase obrera, capaz de hacer esa revolución.
El marxismo no es sólo un movimiento político para luchar contra el capitalismo; es un movimiento social que intenta superar todas las lacras que arrastra la Humanidad en los milenios que lleva dividida en clases sociales, en explotadores y explotados. Su ámbito de combate, aunque adquiere su expresión concentrada en el terreno político, se extiende a todos los terrenos de la actividad humana. Y es ese carácter de movimiento social lo que explica que el propio marxismo tenga violentas contradicciones a su interior y genere permanentemente alas duramente enfrentadas, ultraizquierdistas y oportunistas, revolucionarias, reformistas e incluso contrarrevolucionarias.
Nuestra reivindicación del marxismo no puede ser, por lo tanto, neutral, ecuménica. Levantamos sus banderas desde una posición, la del trotskismo ortodoxo, en lucha permanente contra el stalinismo y también contra el trotskismo revisionista. Para nosotros, el marxismo es, desde su nacimiento:
Una concepción del mundo materialista , que reconoce la existencia de una realidad objetiva, de un universo material independiente del ser humano y de su conciencia, a los que concibe como parte de esa totalidad superior, que los determina. Es un combate contra las concepciones idealistas y contra su máxima expresión, la superstición religiosa, el opio de los pueblos, a la que opone un ateísmo intransigente.
Una concepción dialéctica , que ve la realidad como un proceso vivo, contradictorio, en movimiento, donde todo lo que nace está destinado a perecer, que combate a la metafísica de las realidades inmutables y eternas que todas las clases dominantes inculcan en las masas explotadas como apoyo ideológico para eternizar su explotación.
Una ciencia y, en consecuencia, combate las verdades absolutas. Sostiene que el conocimiento humano es una producción, un avance permanente hacia la verdad objetiva, donde cada paso es una nueva verdad relativa que será superada por un avance ulterior. Por eso, no es un sistema cerrado sino abierto, en interacción permanente con todas las ramas de la ciencia y con la praxis social en general, cuyos resultados incorpora, modificándose a sí mismo.
Una teoría de la historia y de la sociedad: el materialismo histórico , que pone en la base del desarrollo histórico las fuerzas productivas , la producción material e intelectual del hombre conquistando la naturaleza; que explica el devenir de la sociedad humana desde que emergió de la prehistoria hasta nuestros días por su división en clases sociales y por la lucha de clases , y que ubica los fenómenos ideológicos e institucionales, así como el rol de los individuos, como una superestructura que interactúa pero en última instancia está determinada por las fuerzas productivas y la estructura social. Es un combate contra las interpretaciones de la historia que ponen el centro en el papel de los individuos providenciales, las creencias, las ideas, el Destino o la voluntad de Dios. Y también es un combate contra la concepción del Estado como una entidad representativa de los intereses del conjunto de la sociedad; para el marxismo, el Estado es el órgano de opresión de una clase por otra.
Una crítica científica de la economía y la sociedad capitalista, a la que considera la expresión última y más acabada de la sociedad de clases, que inevitablemente caería en la decadencia, en la crisis y que sólo podría ser destruida y superada por la revolución socialista, la partera de la futura sociedad comunista, realizada por la clase social engendrada y condenada a una miseria creciente por el propio capitalismo, pero al mismo tiempo capacitada para llevarla a cabo, la clase obrera.
Una guía para la acción revolucionaria del proletariado , alrededor de unos principios básicos que se concretan en programas y políticas que los marxistas llevamos a la clase obrera para que ésta se politice y alcance la conciencia de clase , es decir, eleve sus movilizaciones espontáneas a movilizaciones orientadas a la toma del poder y la expropiación de la clase burguesa . Esos principios básicos son:
Marx y Engels no pudieron ver estos principios realizados en una revolución socialista triunfante. Sí lo pudieron hacer Lenin y Trotsky cuando los soviets y el Partido Bolchevique tomaron el poder en octubre de 1917.
La Revolución Rusa, que fue el acontecimiento histórico crucial del siglo XX, plantó nuevos hitos en el marxismo; algunos de ellos fueron parte de la labor preparatoria, otros fueron enseñanzas del triunfo.
En las últimas décadas del siglo XIX, surgió, avanzó y finalmente hegemonizó al capitalismo mundial un fenómeno nuevo, el imperialismo , caracterizado por la hipertrofia del capital financiero, los monopolios, la estrecha vinculación de éstos con el Estado y la exportación de capitales. Desde entonces y hasta ahora, el planeta quedó dividido entre un pequeño número de países, cuyas burguesías ejercen el dominio de la economía mundial, y el resto de las naciones, explotadas por esas potencias. El estudio de este nuevo proceso, realizado por una constelación de grandes teóricos marxistas y llevado a su culminación por Lenin, enriqueció la teoría económica y política revolucionaria, y pemitió precisar la encrucijada que enfrentaba la Humanidad: o triunfaba la revolución socialista o el capitalismo imperialista, en su descomposición, haría retroceder a la sociedad a la barbarie. En el terreno programático y político, se sentó así un nuevo principio básico del marxismo, el antiimperialismo , que podríamos sintetizar de esta manera: el imperialismo es el centro neurálgico y el corazón del sistema capitalista en su etapa de decadencia, del cual emanan y al que se subordinan todas las otras formas de explotación y opresión que sufren las masas; por lo tanto, el objetivo de la revolución socialista internacional se condensa en derrotar al imperialismo y, en consecuencia, no hay verdadera lucha por el socialismo ni verdadero internacionalismo proletario si no es antiimperialista .
Como subproducto del imperialismo, se generó dentro mismo de la clase obrera de los países más avanzados una diferenciación social: alimentada por las migajas que podían conceder las burguesías imperialistas, nació una aristocracia obrera privilegiada y conservadora. Al mismo tiempo, la paz social que reinó en esos países hasta la catástrofe de 1914 permitió a la burguesía conceder la legalidad y la participación parlamentaria de los partidos obreros organizados en la Segunda Internacional. Estas dos circunstancias se combinaron para producir la irrupción en el escenario histórico de otro fenómeno nuevo: la degeneración de esos partidos y de los sindicatos que ellos controlaban a medida que sus medios dirigentes se integraban cada vez más al régimen democrático burgués y se convertían en una burocracia que expresaba los intereses de la aristocracia obrera, no de los sectores más explotados de la masa trabajadora. Este proceso culminó en la formación de una corriente reformista, encabezada por Bernstein, que renegó de uno de los principios fundamentales del marxismo, la necesidad de hacer la revolución, y planteó que se podía llegar al socialismo por la vía electoral. Esto desató una lucha a muerte en la Segunda Internacional entre esa ala y el ala revolucionaria, liderada por Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo.
La lucha terminó en división cuando estalló la Primera Guerra Mundial. El ala reformista renegó entonces de otro principio marxista: el internacionalismo y el antiimperialismo, y apoyó a la burguesía imperialista del propio país; el ala revolucionaria denunció el carácter de la guerra de rapiña imperialista y llamó a luchar contra la burguesía de cada país. Este proceso modificó profundamente un elemento del marxismo fundacional: el partido. Desde Marx hasta la Segunda Internacional, el partido era concebido como un partido único que organizaba a todo el proletariado; a partir de la traición de la socialdemocracia esa concepción cambió radicalmente: el nuevo principio era la construcción de un partido de los obreros revolucionarios , alrededor de un programa revolucionario, y que los reformistas se organizaran en otro partido, con otro programa.
También en la preparación de la Revolución Rusa, Lenin hizo al marxismo un aporte histórico en este terreno. No bastaba con que el partido tuviera un programa revolucionario, debía tener una estructura acorde con la tarea que se proponía: organizar la insurrección y tomar el poder. Para ello, debía ser un partido de combate, centralizado en la acción y democrático en su vida interna, conspirativo en su organización para no ser destruido por la represión burguesa y poder actuar tanto en la legalidad como en la clandestinidad, y con una columna vertebral de cuadros, de militantes profesionales. Ésos fueron los criterios que se plasmaron en el Partido Bolchevique , con su régimen interno centralista democrático.
Finalmente, el balance del ensayo general de la Revolución Rusa, la revolución de 1905, fue la partida de nacimiento de uno de los aportes sustanciales de Trotsky al marxismo: la teoría-programa de la revolución permanente . Hasta entonces el marxismo había sostenido que, en los países donde todavía no se hubiese realizado la revolución burguesa, no había condiciones para la revolución socialista. En consecuencia, en esos países, incluyendo la Rusia zarista, la revolución atravesaría dos etapas: la democrático burguesa, que llevaría a la nación por el camino del desarrollo capitalista bajo un régimen democrático, y sólo después de recorrido ese trayecto se pondría a la orden del día la revolución socialista. Trotsky revolucionó esta concepción: sostuvo que, en la época de decadencia del capitalismo, la burguesía era incapaz de resolver las tareas históricas pendientes de la propia revolución burguesa; que la única clase capaz de llevarlas adelante era la clase obrera, acaudillando a las masas explotadas y oprimidas; que para hacerlo la clase obrera debería tomar el poder en sus manos, y que, una vez en el poder, no se detendría en las tareas burguesas (democracia, revolución agraria, independencia nacional) sino que entraría en colisión con la burguesía y la expropiaría, es decir, iniciaría la revolución socialista. La combinación de las tareas democráticas con las socialistas bajo la conducción del proletariado revolucionario, ésa fue la esencia de la primera formulación de la teoría trotskista de la revolución permanente.
El triunfo de octubre de 1917, motorizado por las demandas de paz, pan, tierra y democracia (Asamblea Constituyente), fue la comprobación práctica de la validez de los tres nuevos fundamentos del marxismo antes mencionados. El internacionalismo antiimperialista , plasmado en la gran estrategia de Lenin de convertir la guerra imperialista en guerra civil, convirtió a la consigna de paz en poderosa herramienta revolucionaria. La lucha por la tierra para los campesinos y del pan y la democracia para el pueblo todo ubicó al proletariado como caudillo de las masas explotadas y lo catapultó hacia el poder; un año después, la agudización del conflicto de clases lo llevó a expropiar a la burguesía: era la revolución permanente de Trotsky en acción. Y la toma del poder sólo fue posible gracias a la existencia del Partido Bolchevique organizado y teorizado por Lenin.
Octubre dejó otra conclusión fundamental, ya señalada por Trotsky en su libro 1905. RESULTADOS Y PERSPECTIVAS : había nacido una nueva forma de organización revolucionaria de masas, el soviet . El marxismo pudo así precisar que, para que la clase obrera pudiera tomar el poder y ejercerlo, necesitaba dos herramientas: el partido, que organizaba a la vanguardia revolucionaria del proletariado, y los soviets (u organismos similares) que organizaban la acción del conjunto de las masas movilizadas.
La combinación de estos dos organismos ya en el poder dio a luz un nuevo régimen político y tipo de Estado, el Estado obrero revolucionario , la dictadura revolucionaria del proletariado o régimen leninista , cuya característica fundamental era el impulso de la revolución socialista internacional.
Finalmente, la fundación de la Tercera Internacional, sintetizó todos estos fundamentos viejos y nuevos. En sus cuatro primeros congresos estableció líneas programáticas acordes con la teoría de la revolución permanente, conducentes a impulsar la movilización revolucionaria de las masas hacia la toma del poder por el proletariado, la expropiación de la burguesía, la implantación de un régimen leninista y el desarrollo ininterrumpido de la revolución mundial.
Con la Tercera Internacional, por primera y hasta ahora única vez en la historia, el proletariado mundial contó con una dirección revolucionaria internacional con influencia de masas.
Las derrotas sufridas por la revolución socialista en la Europa de la primera posguerra (Alemania, Hungría, Italia, etcétera) con el consiguiente aislamiento de la URSS, el cansancio de las masas soviéticas desangradas por la guerra civil y acosadas por la miseria, la desaparición física de los mejores destacamentos de vanguardia de la clase obrera en esa guerra y el carácter extremadamente atrasado de la sociedad rusa se combinaron para producir un violento retroceso de la revolución. Un sector social parasitario y conservador, la burocracia, terminó usurpando el poder, bajo el liderazgo de Joseph Stalin, quien tuvo la ventaja adicional de la prematura muerte de Lenin en momentos en que éste se preparaba para ir a la pelea frontal contra la burocratización en curso.
Se inició así una contrarrevolución política que culminaría con el exterminio de prácticamente toda la vieja guardia del Partido Bolchevique y cuyo objetivo central no era el avance de la revolución en el país y en el mundo sino el mantenimiento del statu quo, la conciliación con la burguesía mundial para poder disfrutar de los enormes privilegios que extraía la casta burocrática de su dominio sobre el aparato estatal. La esencia contrarrevolucionaria de la burocracia se manifestó en una práctica y en una teorización de esa práctica que pasaron a la historia con el nombre de stalinismo. Fue una ruptura con todos los fundamentos y principios básicos del marxismo de la misma profundidad de la que pocas décadas antes había producido la socialdemocracia.
El stalinismo convirtió al materialismo dialéctico en una caricatura mecanicista y renegó del marxismo como ciencia; impuso un arte oficial, el realismo socialista, y una ciencia oficial que, entre otras barbaridades, condenó a la genética moderna como burguesa. Rompió con el materialismo histórico, retrocediendo a la interpretación de la historia a través de las figuras providenciales, plasmada en el culto a la personalidad de Stalin, pintado como infalible por los propagandistas de la burocracia. Redujo a la nada la autodeterminación de la clase obrera, imponiendo en el país, en los soviets y en los sindicatos un régimen totalitario capaz de las más tremendas atrocidades para impedir toda iniciativa y mantener paralizado al proletariado, ya que éste, por naturaleza, es enemigo de todos los privilegios, incluso los de la burocracia. Degeneró al partido de Lenin convirtiéndolo en una estructura absolutamente burocrática, monolítica, sin ninguna democracia interna: un ejército, ya no de rebeldes, sino de simples ejecutores de las órdenes emanadas del Buró Político. Y trasladó esa degeneración a la Tercera Internacional: los partidos comunistas de todo el mundo dejaron de ser herramientas para hacer la revolución en cada país y se convirtieron en sirvientes dóciles de la diplomacia del Kremlin.
Expresando el carácter conservador y nacionalista de la casta burocrática, el stalinismo proclamó la teoría y el programa de la construcción del socialismo en un solo país. Como prenda de cambio de las alianzas diplomático-políticas que hacía con los gobiernos y partidos burgueses progresistas en aras de mantener el statu quo, la burocracia soviética impuso en todos los países una política de frentes populares en los que esas fuerzas burguesas asumían la dirección del proletariado, política que terminó provocando, entre otras, catastróficas derrotas en China y España, y el desperdicio de colosales oportunidades de triunfo en Inglaterra y Francia. Y para sustentar teóricamente esta línea de colaboración de clases, retrocedió a la concepción de la revolución por etapas y, en consecuencia, a propugnar gobiernos burgueses progresistas como eje de su programa para la etapa democrática de la revolución, dejando la lucha por la dictadura del proletariado para una etapa socialista que tendría lugar en algún futuro indefinido.
Frente a este colosal retroceso, de los grandes dirigentes de la oleda revolucionaria de la primera posguerra únicamente quedaba Trotsky. Sólo lo acompañaban un puñado de sobrevivientes de la masacre de la Oposición de Izquierda, la corriente que él había construido para combatir a Stalin. Fue así como nació el trotskismo, que abrió una batalla en todos los frentes para oponer los fundamentos y principios del marxismo a la degeneración stalinista.
Trotsky batalló por la defensa de la más absoluta libertad en la ciencia, en el arte y en la cultura en general, y por rescatar el carácter científico del marxismo. En el calor de esa pelea incorporó a la dialéctica marxista una herramienta maestra: la ley del desarrollo desigual y combinado . Y se apoyó en el más riguroso método materialista histórico y en la teoría económica marxista para interpretar los fenómenos de la época, incluida la degeneración burocrática de la URSS.
Pero, como no podía ser de otra manera, su batalla se concentró en el terreno del marxismo como guía para la acción revolucionaria .
Al nacionalismo de la burocracia Trotsky le opuso el más intransigente internacionalismo proletario; para él, la toma del poder en un país debía significar la conquista de una poderosísima herramienta para desarrollar la revolución mundial, incluso hasta la disyuntiva histórica que había llegado a plantear Lenin: si la revolución rusa debía perecer para que triunfara la revolución alemana, que así fuera. Denunció que la línea stalinista de los frentes con la burguesía condenaba a la revolución al fracaso, defendió sistemáticamente la independencia política de la clase obrera y planteó una política orientada a la toma del poder por el proletariado. Y combatió tenazmente para que la clase obrera reconquistara su autodeterminación luchando por la democracia en los sindicatos y en los soviets contra el control totalitario de sus organizaciones por el aparato burocrático.
Todo este combate se condensó en la oposición de dos concepciones teóricas y programáticas: el socialismo en un solo país de Stalin y la revolución permanente de Trotsky, de la cual éste hizo una segunda formulación que la elevaba a ley general del proceso revolucionario internacional, integrando tres aspectos fundamentales:
A mediados de los años 30, el Kremlin, en un breve giro ultraizquierdista, sostuvo que en Alemania el Partido Comunista debía combatir a dos enemigos igualmente peligrosos: la socialdemocracia y el nazismo en ascenso. Trotsky propuso una política opuesta: el frente único de los partidos obreros para armar milicias que aplastaran al nazismo en las calles. La política stalinista condujo al triunfo de Hitler, provocando la última y definitiva derrota del proletariado más importante de Europa. Simultáneamente, se producía el exterminio de la vieja guardia bolchevique y de la casi totalidad de los marxistas revolucionarios que quedaban en la URSS, que tuvo su punto culminante en los juicios de Moscú.
Estos dos hechos llevaron a Trotsky a caracterizar que el curso derechista del stalinismo ya era irreversible. El Partido Comunista de la Unión Soviética, la Tercera Internacional y sus partidos nacionales habían degenerado del centrismo a una política claramente contrarrevolucionaria. Fue entonces cuando se abocó de lleno a la tarea de fundar una nueva internacional, la Cuarta Internacional , organizada alrededor de un programa, el Programa de Transición .
El PROGRAMA DE TRANSICION es el correlato programático-político de la teoría de la revolución permanente.
Se inicia con un concepto nuevo: la existencia de una crisis de la dirección revolucionaria del proletariado . La contrarrevolución stalinista y la extrema debilidad de la Cuarta Internacional habían dejado al proletariado sin dirección revolucionaria reconocida. Por esa razón, aunque las condiciones objetivas para hacer la revolución estaban maduras, el capitalismo sobrevivía y, en su descomposición, amenazaba con hacer retroceder a la humanidad a la barbarie. Para que la Humanidad pudiese tener una salida progresiva, era imprescindible derrocar al régimen burgués por medio de la revolución socialista, que no podría triunfar sin una dirección obrera internacionalista; la Cuarta Internacional se fundaba para construirla.
Esta crisis de dirección revolucionaria es la explicación última de cómo se desenvolvió la lucha de clases desde entonces hasta el presente.
Una segunda idea central es lo que más tarde se denominó el método del Programa de Transición . Trotsky señaló que, en la época en que el capitalismo aún era progresivo, estaba en expansión y podía hacer concesiones económicas y políticas al proletariado, la socialdemocracia clásica manejaba dos programas: el mínimo, que planteaba la lucha inmediata por esas reformas, y el máximo, socialista, que quedaba para un futuro indefinido. Entre uno y otro programa, no había ningún puente.
Cuando el capitalismo entró en decadencia, dejó de desarrollar las fuerzas productivas y, por ende, terminó la época histórica reformista, cualquier reivindicación importante del programa mínimo entraba en conflicto con el sistema capitalista y el Estado burgués. La lucha por esas reivindicaciones no podía resolverse, pues, sin derrocar a ambos por medio de la revolución socialista.
La socialdemocracia seguía manteniendo los dos programas. Las enseñanzas de la Revolución Rusa, plasmadas programáticamente en los primeros cuatro Congresos de la Internacional Comunista, habían echado por la borda esa concepción, pero el stalinismo la había resucitado con su teoría del socialismo en un solo país y de la revolución por etapas.
Trotsky criticó que la teoría stalinista significaba la separación de las revoluciones democrática y socialista, y de la revolución nacional y la internacional. No negó la vigencia de las consignas mínimas democráticas y económicas como punto de partida de la movilización de las masas, pero señaló que el partido revolucionario debía levantar un programa estructurado con un método diferente, un sistema de reivindicaciones transitorias, que partan de las condiciones actuales y de la actual conciencia de amplias capas de la clase obrera y conduzcan invariablemente a un solo resultado final: la conquista del poder por el proletariado.
Un tercer y fundamental aporte de Trotsky al marxismo recogido en el Programa de Transición fue su análisis sobre la URSS como Estado obrero degenerado por la burocracia, y, en consecuencia, la necesidad de llevar a cabo una revolución política que la derrocara y reimplantara un régimen leninista. Su trabajo fundamental al respecto, escrito un par de años antes que el PROGRAMA DE TRANSICION, fue LA REVOLUCION TRAICIONADA , un libro que aún hoy sigue siendo clave para comprender cómo y por qué se ha restaurado el capitalismo en gran parte de los Estados obreros.
Aún con los desastres provocados por la política económica zigzagueante y burocrática de Stalin, la Unión Soviética, una vez terminada la guerra civil, experimentó en las dos décadas siguientes el único milagro económico verdadero de este siglo. Las ventajas de haber expropiado a la burguesía y haber impuesto una planificación central de la economía sobre el caos que sufre la producción bajo el régimen capitalista eran evidentes. En estos avances se apoyó el stalinismo para sostener:
Trotsky enfrentó punto por punto esta concepción:
La otra cara del análisis y la política de Trotsky hacia la URSS se desarrolló en combate contra un ala del propio movimiento trotskista: los antidefensistas. Esta corriente se desarrolló a partir de que Stalin firmó con Hitler el pacto conocido como Ribbentrop-Molotov (a consecuencia del cual Alemania y la URSS se repartieron Polonia) y de la invasión soviética a Finlandia. Los antidefensistas negaban a la URSS el carácter de Estado obrero; la caracterizaban ora como capitalismo de Estado ora como un Estado ni obrero ni burgués, y se oponían a la posición de Trotsky de defenderla de cualquier ataque o amenaza del imperialismo.
En la polémica, que culminó con la ruptura de los antidefensistas con el partido norteamericano de la Cuarta Internacional el Socialist Workers Party, Trotsky afirmó:
Poco antes de ser asesinado, Trotsky hizo un vaticinio: la Segunda Guerra Mundial generaría un gran ascenso revolucionario; apoyándose en él, la Cuarta Internacional se haría de masas, lograría derrotar al stalinismo en la lucha por la dirección del proletariado, solucionaría la crisis de dirección revolucionaría y haría posible el triunfo de la revolución socialista internacional. La primera parte de este vaticinio se cumplió: a partir de Stalingrado, donde comenzó a ser aplastado el más feroz intento contrarrevolucionario internacional que hubiese existido hasta entonces, la revolución mundial avanzó a pasos de gigante, desde China hasta Vietnam, logrando expropiar a la burguesía e implantar Estados obreros en un tercio del planeta. La segunda parte, no: el trotskismo se mantuvo en la marginalidad y todo ese proceso fue dirigido por los partidos comunistas dependientes del Kremlin o, en el caso de Cuba, por una dirección democrático-nacionalista pequeñoburguesa que luego terminó asimilada por la burocracia de la URSS. Se dio así una situación absolutamente novedosa y altamente contradictoria: grandes triunfos revolucionarios con direcciones que no eran marxistas revolucionarias.
Trotsky, en El Programa de Transición , había planteado la posibilidad teórica de que, bajo la influencia de circunstancias completamente excepcionales (guerra, derrota, crack financiero, presión revolucionaria de las masas, etcétera), los partidos pequeñoburgueses, incluyendo a los stalinistas, puedan ir más lejos de lo que ellos mismos quieren en la vía de una ruptura con la burguesía. [...] aunque esta variante, sumamente improbable, se realizara alguna vez en alguna parte, y el 'gobierno obrero y campesino' [...] se estableciera de hecho, representaría meramente un corto episodio en la vía hacia la verdadera dictadura del proletariado.
Fueron, efectivamente, grandes catástrofes las que obligaron a expropiar a la burguesía a direcciones que no querían hacer la revolución socialista. Porque ni Stalin quiso expropiar a la burguesía en los países del Este de Europa ocupados por el Ejército Rojo, ni Mao, Castro y Ho Chi Minh querían hacerlo en China, Cuba y Vietnam. Pero la realidad mostró dos diferencias con el pronóstico de Trotsky.
La primera, que la variante sumamente improbable que sólo sería un corto episodio no fue tal: se convirtió en la norma del proceso revolucionario mundial durante casi medio siglo.
La segunda diferencia es que, para Trotsky, sólo el proletariado podía expropiar a la burguesía; en las revoluciones socialistas de la segunda posguerra realizadas por partidos-ejército guerrilleros, en cambio, el sujeto social fundamental no fue la clase obrera sino sectores campesinos, semiproletarios y/o de la pequeñoburguesía urbana. La ley del desarrollo desigual y combinado, actuando en una situación de exacerbación extrema de la lucha de clases, explica que sujetos no socialistas llevasen a cabo una de las tareas sociales fundamentales de la revolución socialista.
Pero los fundamentos básicos del marxismo y el trotskismo fueron rotundamente confirmados, tanto en los triunfos como en la derrota. En todos los nuevos Estados obreros no se instauraron regímenes leninistas, verdaderas dictaduras del proletariado, sino dictaduras burocráticas idénticas a la del Kremlin, que aplicaron también políticas contrarrevolucionarias.
En el terreno nacional, esos regímenes no sólo congelaron las revoluciones en la expropiación de la burguesía, sino que aplastaron todo proceso de revolución política, desde Berlín y Hungría en los años 50 hasta Polonia dos décadas después, pasando por Checoeslovaquia en 1968.
Pero lo más nefasto fue su política internacional, en todos los terrenos y circunstancias. La lista es interminable; sólo mencionaremos algunos procesos fundamentales.
Fue así como la burocracia fue preparando sistemáticamente, duarante más de cuarenta años, la derrota de la más poderosa ofensiva revolucionaria mundial de la historia.
No era ineluctable que la traición de la burocracia triunfara. El otro polo de la realidad fue que, frente a la burocracia y las restantes direcciones contrarrevolucionarias, no hubo una alternativa de dirección revolucionaria reconocida, ni siquiera conocida, por la clase obrera. El trotskismo, salvo poquísimas excepciones, no logró superar la marginalidad.
La primera razón fue el exterminio de la Oposición de Izquierda y el asesinato de Trotsky por Stalin, con lo cual su movimiento quedó sin ningún dirigente ni cuadros que hubiesen hecho la experiencia de dirigir la revolución.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, la Cuarta Internacional tenía a su frente jóvenes inexpertos, la mayoría de ellos de origen intelectual y sin vínculos con la clase obrera. Y sobre estos dirigentes presionó un formidable proceso revolucionario que iba de triunfo en triunfo, dirigido por el stalinismo y en el cual el proletariado no tenía el rol principal.
Se desarrolló así dentro del trotskismo una corriente revisionista, liderada por Michel Pablo y Ernst Mandel, que opinaba que las direcciones de esos triunfos jugaban objetivamente un papel progresivo. De allí surgió la estrategia de entrar a los partidos comunistas, que casi destruyó al trotskismo europeo. Y también la política de apoyar a un ala burguesa durante la revolución boliviana de 1953 en lugar de plantear que el proletariado, organizado en la Central Obrera Boliviana y sus milicias, tomara el poder, lo que significó una traición a la clase obrera y un desperdicio de la mejor oportunidad que tuvo jamás el trotskismo de dirigir una revolución al triunfo.
Más tarde, Mandel sería el responsable teórico de la muerte de gran parte de los cuadros latinoamericanos de la Cuarta Internacional, al pregonar que los trotskistas debíamos abandonar a la clase obrera y hacer guerrillas apoyadas en el campesinado, siguiendo el ejemplo del Che Guevara y, simultáneamente, embarcaría al trotskismo europeo, en medio de la oleada de 1968, en una política de capitulación a las corrientes a la izquierda de los partidos comunistas oficiales, fundamentalmente del maoísmo.
El del mandelismo fue, podríamos decir, un revisionismo de los triunfos, porque esos dirigentes querían hacer la revolución y se impresionaban con sus victorias y con quienes las dirigían. Y por eso tenían, como único mérito, una preocupación permanente por construir la Cuarta Internacional para intervenir en ese proceso.
Frente a esta ala, otras corrientes del movimiento trotskista, como las encabezadas por Healy en Gran Bretaña y Lambert en Francia, optaron por negar las evidentes victorias de la revolución: para ellos no habían surgido nuevos Estados obreros, y se refugiaron en la construcción de partidos nacionales. Fue la vertiente nacional-trotskista que, como no podía dejar de ocurrir, involucionó hacia estructuras cada vez más sectarias y oportunistas.
Y la única dirección formada por Trotsky, la norteamericana, combinó fuertes rasgos nacional-trotskistas con una adaptación creciente a la democracia burguesa, hasta que finalmente, con la muerte o retiro de la vieja guardia, la nueva dirección, encabezada por Jack Barnes, dio un brusco giro y convirtió al Socialist Workers Party en un apéndice del aparato castrista.
Cometiendo infinidad de errores, nuestra corriente, fundada por Nahuel Moreno, logró irse desarrollando como un ala trotkista ortodoxa. Supo vincularse al proletariado y mantener una política principista, basada en los fundamentos del marxismo revolucionario que hemos venido enunciando. Reconoció las grandes conquistas de la revolución, pero no capituló a las direcciones burocráticas y pequeñoburguesas nacionalistas. Pero nunca logró implantarse en los países imperialistas ni en los Estados obreros, que era donde se jugaba la suerte de la revolución mundial.
Intentamos intervenir en esos procesos, tratando de convencer a las diferentes alas del trotskismo de que cambiaran de política. Insistimos en que la COB y sus milicias debían tomar el poder en Bolivia; en que lo mismo debían hacer los comités de obreros, inquilinos y soldados en la revolución portuguesa; en que la gran tarea durante el auge de la revolución política en Polonia era el armamento de los obreros organizados en Solidaridad para que ese sindicato revolucionario tomara el poder. Pero en éstos y en infinidad de casos más no fuimos escuchados por las organizaciones trotskistas que tenían la posibilidad de llevar a la práctica estas políticas porque tenían presencia en esos procesos. Y donde nuestras fuerzas nos permitieron intervenir directamente en la lucha, la reacción logró vencernos. La Brigada Simón Bolívar, organizada por nuestra corriente para combatir armas en mano contra Somoza, fue rápidamente reprimida por el sandinismo después del triunfo de la revolución nicaragüense: esa dirección no proletaria percibió el enorme peligro de nuestra prédica en pro de un gobierno del sandinismo y las organizaciones obreras y campesinas sin burgueses, con un programa de expropiación de la burguesía y de extensión de la revolución a toda América central, y de nuestros primeros éxitos en la construcción de sindicatos obreros democráticos e independientes del Estado.
Si el ascenso revolucionario de la posguerra no pudo escapar del control de las direcciones traidoras, y éstas tuvieron las manos libres para preparar la derrota, ello se debió, pues, a que el trotskismo, a pesar de la colosal herencia programática y teórica que tenía, no fue capaz de ponerse a la altura de las necesidades de la clase obrera internacional.
En la socialdemocracia de antes de la Primera Guerra Mundial, era habitual describir el curso de la lucha de clases como una sucesión de derrotas que conducen hacia el triunfo. Nahuel Moreno, al dar su visión del proceso revolucionario de la posguerra, apuntó que, si la burocracia lo seguía dirigiendo, se convertiría en una sucesión de triunfos que conducen a una derrota catastrófica. Lamentablemente, ese pronóstico se ha convertido en realidad.
Vietnam, hace ya un cuarto de siglo, fue la última revolución socialista triunfante. Las direcciones traidoras adquirieron conciencia de que la derrota de los Estados Unidos podía abrir una dinámica imparable, y pusieron enérgicamente manos a la obra para impedirlo. El ascenso seguía adelante, con las revoluciones de Irán, Nicaragua y Centroamérica en general, Filipinas, el Cono Sur latinoamericano, Sudáfrica, Palestina... Pero donde lograban vencer, las direcciones conseguían estancarlas en el terreno democrático y nacional; ninguna llegó a expropiar a la burguesía.
Aprovechando ese respiro, el imperialismo reorganizó su retaguardia y pasó a la contraofensiva. Primero tímida y llena de tropiezos, como los fracasos en Irán y en el Líbano; luego más audaz y con éxitos importantes: la invasión a Panamá y la guerra del Golfo. Uno a uno fueron siendo derrotados o neutralizados todos esos focos de la revolución mundial. Paralelamente, la burguesía yanqui había asestado un durísimo golpe al proletariado norteamericano al aplastar la huelga de los controladores aéreos, y Margaret Thatcher había obtenido un triunfo histórico contra la heroica huelga de los mineros. Luego, la burocracia china aplastó a sangre y fuego a las masas movilizadas en Tiananmen.
En los Estados obreros, la burocracia se había convertido de un obstáculo relativo en una traba absoluta para el desarrollo de las fuerzas productivas. La URSS de los años 80 poco tenía que ver con aquella que había humillado a los yanquis al poner en órbita el primer satélite: la tecnología se estancaba y la productividad del trabajo quedaba cada vez más retrasada con respecto a los países capitalistas avanzados. Reagan, astutamente, detectó este flanco débil y, con la multiplicación de sus misiles en Europa occidental y la amenaza de la guerra de las galaxias, obligó a la burocracia a persistir en una carrera armamentista que no podía ganar y que deterioraba aún más la precaria situación económica de la Unión Soviética. Simultáneamente, aplicó contra la revolución mundial la política de la contrainsurgencia, que le daría muy buenos resultados en casi todo el mundo, especialmente en América Central y en África.
En medio de esta ofensiva de la contrarrevolución, el Kremlin invadió Afghanistán. Fue una intervención contrarrevolucionaria, pues su objetivo era frenar la oleada de la revolución de los pueblos islámicos que, comenzada en Irán, amenazaba con penetrar en las repúblicas musulmanas del sur de la URSS. El stalinismo no hizo allí lo que antes había hecho en el Este de Europa y, antes aun, en Polonia y Finlandia: expropiar a las clases explotadoras, y así se ganó el legítimo odio de amplias masas afghanas que veían avasallada su autodeterminación nacional y ningún progreso en sus condiciones políticas y sociales.
Los Estados Unidos vieron allí su oportunidad de atacar a la URSS en el terreno militar sin provocar una guerra nuclear. A través de la CIA brindaron abundante armamento y dinero a los dirigentes de la guerrilla afghana. Y éstos, como era de esperar de cualquier dirección nacionalista y no proletaria, se mostraron dispuestos a aliarse con cualquiera que los apoyara, así fuese la misma potencia que había combatido a sangre y fuego a sus hermanos iraníes.
De esta manera, Afghanistán se convirtió en el Vietnam de la URSS. Después de casi diez años de guerra y sumido en una crisis muy grave, el Ejército Rojo, vencido, debió emprender la retirada.
El stalinismo justificó y defendió, como era lógico, la criminal aventura militar y chovinista de la burocracia; nuestra corriente y muchas otras tendencias marxistas, por el contrario, exigimos en un comienzo que el Ejército Rojo respetara el derecho a la autodeterminación nacional y se retirara de Afghanistán. Pero esa situación cambió cuando la guerrilla islámica afghana pactó con el imperialismo: a partir de ese momento, el mal mayor era que el imperialismo triunfara sobre la URSS.
Hasta donde conocemos, el carácter reaccionario de la invasión al país, que arrojó a un amplio sector de las masas afghanas en brazos de direcciones aliadas al imperialismo, parece haber confundido a muchos marxistas, que siguieron planteando el problema en el terreno democrático, en lugar de poner por delante los intereses de la clase obrera mundial. Fuimos muy pocos los que analizamos la situación y elaboramos nuestra política siguiendo el análisis y el método de clase de Trotsky:
Un sindicato dirigido por burócratas reaccionarios organiza una huelga contra la admisión de obreros negros en cierta rama de la industria. ¿Apoyaremos una huelga tan vergonzosa? Naturalmente que no. Pero imaginemos que los patrones, utilizando dicha huelga, intenten aplastar al sindicato e imposibiliten en general la defensa organizada de los trabajadores. En este caso defenderemos al sindicato como lógica consecuencia a pesar de su reaccionaria dirección. ¿Por qué no es aplicable esta misma política a la URSS?
Esa misma ceguera democratista impidió luego que muchos marxistas se dieran cuenta del significado objetivo de esa derrota para el proletariado mundial. En la guerra de Afghanistán no sólo fue derrotada la burocracia del Kremlin, fue derrotado el Estado obrero soviético. Y ése fue, en nuestra opinión, el hecho que abrió de par en par las puertas para que la contrarrevolución lograra el objetivo económico, sí, pero fundamentalmente político por el cual venía batallando desde 1917: restaurar el capitalismo en los Estados obreros.
Trotsky ya había señalado que, detrás de su aparente fortaleza y omnipotencia, la burocracia de la URSS ocultaba una debilidad estructural. El dominio político de la burguesía se asienta en la estructura social, en la propiedad de los bienes de producción. El poder de la burocracia sólo se sustentaba en la superestructura, en el control del aparato estatal, al cual se había encaramado apoyada en la conquistas sociales, estructurales, de la revolución: la expropiación de la burguesía. De allí su definición del stalinismo como régimen bonapartista y de crisis , obligado a tratar de arbitrar entre las violentas contradicciones sociales generadas por la lucha incesante de la revolución y la contrarrevolución en el seno del propio Estado obrero. De allí también su imposibilidad orgánica de ejercer el poder apelando a formas democráticas, su carácter totalitario, condensado en el régimen de un solo partido coronado por una figura cesarista como Stalin. De allí, finalmente, el hecho de que los antagonismos de la sociedad en transición se expresaran como una oculta pero violenta y permanente lucha de camarillas y facciones al interior del partido único.
(Estas definiciones valen también para los Estados obreros burocráticos nacidos en la segunda posguerra. Bajo el reinado indiscutido e infalible de Mao Tse Tung, el enfrentamiento de facciones se expresó en la revolución cultural y, después de su muerte, en el aplastamiento de la banda de los cuatro. Bajo el de Castro, Ochoa terminó ante el pelotón de fusilamiento.)
Durante el ascenso revolucionario de la posguerra, la burocracia soviética, ahora a la cabeza de la segunda potencia militar del planeta, jugó ese mismo rol bonapartista, extendido al enfrentamiento de la revolución y la contrarrevolución a escala mundial. Ello la fue poniendo en crisis cada vez mayor, porque la ubicaba permanentemente ante una contradicción insoluble. Por un lado, los triunfos de la revolución en otras naciones la amenazaban porque podían alentar la movilización de la clase obrera del propio país, pero la fortalecían en sus negociaciones con el imperialismo. Por el otro, las derrotas de la revolución mundial consolidaban su control sobre el movimiento de masas, pero la debilitaban frente al imperialismo. Seguía vigente la definición de Trotsky: si bien la burocracia no tenía un doble carácter sino que era contrarrevolucionaria a carta cabal, sí ejercía una doble función en la medida en que intentaba mantener el equilibrio entre la revolución y la contrarrevolución. La burocracia era un agente indirecto del imperialismo en el Estado obrero y en el movimiento obrero mundial.
Una buena muestra de ello fue la política del Kremlin y de Pekín hacia la revolución vietnamita: hicieron todo lo posible para que terminara en una salida negociada con Estados Unidos y en un gobierno de coalición con la burguesía en Vietnam del Sur; simultáneamente, daban apoyo militar cuidadosamente dosificado y diplomático a Vietnam del Norte y al Viet Cong para que Norteamérica no pudiese lograr un triunfo contundente.)
La derrota en Afghanistán golpeó sobre esa crisis y ese carácter estructuralmente débil de la burocracia, al deteriorar a la columna vertebral del Estado, el Ejército, y precipitó una dura lucha interna entre dos alas de la burocracia que, por otra parte, ya existían desde hacía tiempo. Una, cada vez más fuerte, se postulaba para convertirse de agente indirecto en agente directo del imperialismo, es decir, en términos de Moreno, en agente estatal de la restauración del capitalismo. Otra ala intentaba mantener el Estado obrero a la manera burocrática tradicional.
Gorbachov, al menos en sus primeros años de gobierno, trató de jugar un rol bonapartista entre estas dos alas. Llegó al poder desplazando a la línea dura y lanzó la perestroika y la glasnost. La primera era el intento de estimular la economía soviética introduciendo elementos capitalistas pero sin eliminar las bases jurídicas que impedían la acumulación de capital: la propiedad estatal de los bienes de producción, el monopolio estatal del comercio exterior, la planificación central de la economía, la prohibición de la explotación privada de trabajo asalariado en gran escala, etcétera. La segunda tenía como objetivo mantener el régimen de partido único pero, al mismo tiempo, tratar de canalizar las contradicciones sociales y políticas que se manifestaban a su interior a través de una apertura democrática.
En su política internacional, a medida que la situación en Afghanistán se deterioraba, Gorbachov encaró un curso de repliegue que, finalmente, se convirtió en un retirada desordenada: incapaz de someterlas con los tanques, la URSS dejaba libradas a su suerte a las naciones del Este de Europa, a Cuba y a Vietnam para que hiciesen lo que fuera, incluso reimplantar el capitalismo. Consecuente con el socialismo en un solo país, la burocracia del Kremlin entregaba al imperialismo su zona de influencia y trataba de atrincherarse dentro de las fronteras de la URSS. Y, como un reflejo de este retroceso, las tropas cubanas se retiraron de África.
Toda la política de Gorbachov terminó en un rotundo fracaso. El aprendiz de hechicero había liberado fuerzas mucho más potentes que las que podía controlar. Por las grietas abiertas en la armadura burocrática y como siempre ocurre cuando la estructura del Estado cae en una profunda crisis, se fueron filtrando, bajo la forma de movilizaciones económicas y democráticas, protestas sociales largamente contenidas. En el interior de la URSS, las repúblicas del sur históricamente islámicas, con una situación económica sumamente detriorada, se convirtieron en un caos. Y en Europa del Este, la burocracia, que había venido estableciendo vínculos cada vez más estrechos con el imperialismo y ya sin posibilidad de recurrir al Ejército Rojo para mantener su dominio, quedó suspendida en el aire.
El proceso que conduciría a la caída de los Estados obreros comenzó precisamente por allí, por esos eslabones más débiles, en primer lugar, Hungría, Checoeslovaquia y Polonia. Y, a partir de la caída del Muro de Berlín y la subsiguiente absorción de Alemania Oriental por la Alemania imperialista, se convirtió en un efecto dominó arrollador que culminó en la propia Unión Soviética.
Moreno, elaborando hipótesis sobre el posible desarrollo del proceso de la lucha de clases en los Estados obreros en el marco del ascenso revolucionario mundial, había previsto que un estallido de la revolución al interior de aquéllos arrojaría al grueso de la burocracia en brazos del imperialismo. Sin duda las movilizaciones que se produjeron en el tránsito de la década del 80 a la del 90 contribuyeron a ello. Pero ellas ya se dieron en el marco de un gravísimo retroceso de la revolución mundial y una poderosa ofensiva del imperialismo, y no mostraron las características de las anteriores oleadas de la revolución política. No aparecieron organismos de tipo soviético o presoviético, como habían sido los Círculos Petofi en la revolución húngara de 1956 o Solidaridad antes de ser derrotada la clase obrera polaca por el golpe de Estado de Jaruzelski.
Tampoco apuntaban a mantener las conquistas socialistas e implantar un régimen de democracia obrera; por el contrario, las direcciones de esas movilizaciones levantaban abierta y explícitamente la bandera de la instauración de la economía de mercado y de un régimen democrático burgués. Algunas de esas direcciones fueron improvisadas por la reacción burguesa sobre la marcha. Otras habían sido construidas larga y cuidadosamente por la contrarrevolución. El mejor ejemplo fue Walesa: incapaz, durante la primera oleada de la revolución polaca, de imponer el plan restauracionista para el que había sido preparado por el Vaticano, aprovechó la derrota que él mismo había provocado para liquidar las alas izquierdas que nacían dentro de Solidaridad y burocratizarla. Cuando se dieron las movilizaciones contra Jaruzelski, el otrora sindicato revolucionario ya se había convertido en el gran partido de la contrarrevolución para reimplantar el capitalismo. (Más tarde, en la URSS, los sindicatos libres que nacerían en oposición a los oficiales rápidamente caerían bajo la influencia del sindicalismo imperialista, fuera en la variante norteamericana la AFL-CIO o en la europea socialdemócrata.)
A medida que estos procesos se desarrollaban, los enfrentamientos entre el ala restauracionista y el ala conservadora de la burocracia del Kremlin llegaron al clímax. Y en algún momento (que aún no sabemos precisar en detalle) entre los últimos años de Gorbachov, el intento de golpe militar, la disgregación de la URSS y la toma del poder por Yeltsin, el Partido Comunista de la URSS estalló, el sector conservador fue derrotado y tomó el poder el ala restauracionista de la burocracia.
Fue entonces cuando cambió el carácter del régimen y del Estado en la URSS , porque desde el poder ya no se intentaba mantener las bases sociales del Estado obrero sino que se impulsaba su liquidación para restaurar la propiedad privada de los bienes de producción. La Unión Soviética había dejado de ser una dictadura burocrática del proletariado, un Estado obrero burocráticamente degenerado; ya era un Estado burgués. Se había producido una contrarrevolución político-social que se lanzó a ejecutar una contrarrevolución económico-social .
Esta nueva realidad nos impone a los revolucionarios modificar nuestro programa: la tarea en Rusia y en los restantes países donde se ha producido esa contrarrevolución ya no es hacer la revolución política contra la burocracia; es hacer nuevamente la revolución social contra el imperialismo, la nueva burguesía y sus Estados, regímenes y gobiernos.
Con el cambio de carácter de Rusia, de Estado obrero a Estado burgués, se cerró la etapa revolucionaria abierta en Stalingrado en 1943, dando paso a otra etapa, ultrarreaccionaria o directamente contrarrevolucionaria, que es la que estamos viviendo.
De esta manera, al no haber podido la clase obrera derrocar a la burocracia, ésta había dado fin a su ciclo histórico iniciado con Stalin con la más trágica traición que jamás sufrió el proletariado mundial.
Además de la derrota histórica que esto significó para la clase obrera internacional, las consecuencias para la ex URSS fueron devastadoras. Los gurúes de la economía capitalista habían pronosticado un futuro de prosperidad; ocurrió todo lo contrario:
[...] entre 1991 y 1998 el PBI cayó más del 50%, las inversiones productivas bajaron un 90%, la esperanza de vida masculina pasó de 69 a 58 años [...] la tasa de escolarización descendió un 10%, el 70% de la población vive por debajo de la línea de pobreza [...]
En la base del desastre se encuentra el proceso de privatizaciones iniciado en 1992 [...]
La reducción del nivel productivo ha sido superior tanto en términos absolutos como relativos al causado por la invasión nazi [...]
Esta megadestrucción de fuerzas productivas conducida de manera directa por la propia clase dirigente rusa aparece como una de las mayores catástrofes del siglo XX; incluso recorriendo la historia podemos encontrar depredaciones parecidas pero siempre realizadas por poderes (por lo general armados) extranjeros, nunca como en este caso por los propios jefes políticos del país. (Jorge Beinstein, La larga crisis de la economía global , Corregidor, Buenos Aires, 2000, págs. 249-251.)
Hasta el día de hoy los analistas burgueses siguen desconcertados por lo que ocurrió. Más allá de las clásicas monsergas sobre la superioridad del capitalismo sobre la economía planificada, confiesan que no comprenden la lógica interna del proceso ni su desenlace cataclísmico. En últimas, parecería que Gorbachov fue un tonto bienintencionado cuyo fracaso abrió las puertas a un Yeltsin inteligente pero alcohólico que, aunque avanzó en la dirección correcta, provocó un desastre que no era inevitable.
Por el contrario, Trotsky había sido capaz de prever este desenlace:
La caída de la dictadura burocrática actual, sin que fuera reemplazada por un nuevo poder socialista, anunciaría, también, el regreso al sistema capitalista con una baja catastrófica de la economía y de la cultura.
No sólo la burguesía se muestra incapaz de explicar lo sucedido; las corrientes stalinistas (ortodoxas o maoístas) sobrevivientes tampoco son capaces de hacerlo en términos marxistas, es decir, con análisis de clase. Sólo el marxismo científico y revolucionario de nuestra época, el trotskismo, puede ofrecer una interpretación coherente de la dinámica de clases y política del proceso.
No se trata de afirmar dogmáticamente que los pronósticos de Trotsky o de Moreno se hayan dado tal cual en la realidad. El propio marxismo explica que eso es imposible, puesto que la realidad es más rica que cualquier hipótesis. Lo que sí salta a la vista es que la caída de los Estados obreros obedeció a una combinación particular, necesariamente inédita, de las leyes fundamentales en las que se apoyaba el análisis marxista de la realidad.
Es por eso que, nadando contra la corriente, los trotskistas revolucionarios sostenemos que la caída de los Estados obreros no demuestra el fracaso del marxismo. Demuestra que los secretarios generales, los comandantes y toda esa cáfila de canallas y traidores infalibles, por más que hayan puesto satélites en órbita o dirigido una fase de la revolución en sus países, sólo pueden ser calificados en los mismos términos con que Trotsky definió a Stalin: grandes organizadores de derrotas. Y, replentea, por ende, con más fuerza que nunca, la necesidad de construir una dirección revolucionaria internacional sobre la base de los principios marxistas: la Cuarta Internacional.
El trotskismo, ya lo hemos dicho al comienzo de este trabajo, sufrió en carne propia las consecuencias de la derrota. No sólo por un giro aún más pronunciado a la derecha de las alas que ya eran revisionistas en la etapa anterior. También porque nuestra corriente trotskista ortodoxa fue disgregada por la tremenda presión de la burguesía triunfante.
La Liga Internacional de los Trabajadores-Cuarta Internacional (LIT-CI), que había sido fundadada por Nahuel Moreno, estaba implantada en toda América latina y tenía un promisorio desarrollo en el Cono Sur, el sector de la revolución mundial donde al ascenso revolucionario tenía a la clase obrera como eje indiscutido, fundamentalmente en la Argentina y Brasil.
Nahuel Moreno murió en enero de 1987, lo que significó para nuestra corriente la desaparición del dirigente fundamental de su construcción a lo largo de cuatro décadas. A esas alturas, la situación de la lucha de clases internacional ya había comenzado a cambiar en contra de la revolución, y pocos años después, casi simultáneamente, se producirían la contrarrevolución político-social en la URSS y el Glacis, y las derrotas de la clase obrera en el Cono Sur. Los regímenes democrático burgueses ultrarreaccionarios se estabilizaban en casi toda América latina. El imperialismo seguía, como hasta hoy, levantando las banderas de la democracia como justificativo de su ofensiva militar contrarrevolucionaria, ya en pleno desarrollo (Panamá, Irak). Y los partidos más desarrollados de la LIT-CI, el Movimiento Al Socialismo (MAS) de la Argentina y el actual Partido Socialista de los Trabajadores Unificado (PSTU) del Brasil, habían conquistado puestos parlamentarios y/o sindicales que significaban una importante fuente de ingresos a las antes siempre deficitarias finanzas de la organización.
Los cuadros que quedaron con la responsabilidad de dirigir la LIT-CI fueron incapaces de resistir estas presiones y terminaron por adaptarse a la democracia burguesa, provocando la disgregación de la organización internacional y el estallido en múltiples fragmentos de su partido más grande, el MAS. Y quienes, con más errores que aciertos, tratábamos de resistir a ese proceso degenerativo, no lográbamos organizarnos en una corriente internacional que rescatara nuestra tradición marxista, leninista y trotskista ortodoxa.
La LIT-CI no era una gran organización: seguíamos siendo ultramarginales a escala internacional y sólo podíamos aspirar a ganar influencia política de masas en la Argentina. Tampoco teníamos la capacidad del Partido Bolchevique ni contábamos en nuestras filas con un Lenin o un Trotsky: no habíamos dirigido ninguna revolución y nos definíamos a nosotros mismos como un trotskismo que había luchado durante cuarenta años por salir del atraso que era nuestra marca de origen por proceder de países periféricos y haber estado aislados mucho tiempo por el predominio del revisionismo en el movimiento trotskista internacional. Pero habíamos tenido la ventaja de poder apoyarnos en el proletariado que más luchó en la segunda posguerra, el del Cono Sur latinoamericano, y, a pesar de todos nuestros errores, teníamos una tradición templada en haber resistido con éxito las presiones de la burguesía y de las direcciones burguesas, burocráticas y pequeñoburguesas nacionalistas.
Por eso, la destrucción de la LIT-CI significó, lo creímos en esos momentos y lo seguimos creyendo ahora, un tremendo agravamiento de la crisis de dirección revolucionaria del proletariado.
El reagrupamiento de las fuerzas ortodoxas que sobrevivimos a la destrucción de la LIT-CI sólo pudo comenzar a materializarse alrededor de un eje político: el combate al imperialismo cuando éste agredió a Yugoslavia con la excusa de defender la autodeterminación nacional de Bosnia.
Con muy escasas y honrosas excepciones, la abrumadora mayoría de las organizaciones trotskistas (y de las que se reclaman marxistas en general) definieron que el enemigo fundamental a combatir era Milosevic, o (lo que es lo mismo cuando se enfrenta un país atrasado con la mayor potencia imperialista del planeta comandando a las demás) que había que luchar contra ambos al mismo tiempo bajo la consigna de Ni Milosevic ni la OTAN. Esta política nefasta tenía un único contenido objetivo: ponerse del lado del imperialismo. Y hasta se llegó a ver el denigrante espectáculo de los vehículos de la Ayuda Obrera a Bosnia avanzando hacia el cumplimiento de su misión humanitaria bajo la protección de los tanques de las fuerzas de paz de esa cueva de bandidos que son las Naciones Unidas.
Quienes poco después fundaríamos el CITO no dimos el menor apoyo político a Milosevic y denunciamos intransigentemente su política chovinista y de opresión de las nacionalidades no serbias de la ex Yugoslavia. Pero supimos mantenernos en el campo del internacionalismo proletario y el anttimperialismo, llamando a los trabajadores y explotados a defender a Yugoslavia y a derrotar al agresor imperialista.
Luego, cuando se produjo la invasión imperialista a Kosovo, algunas corrientes que estuvieron en el bando equivocado cuando Bosnia parecen haberse ubicado mejor, pero sin autocriticarse de su posición anterior; otras reiteraron la misma política traidora. Quizás un balance honesto de todo el proceso en la ex Yugoslavia, que ha sido una única y sistemática operación político-militar imperialista, y que no ha terminado porque el imperialismo va a seguir avanzando en los Balcanes y más allá, permita a algunos camaradas y grupos salir del abismo de abyección en el que cayeron cuando renegaron de los análisis y la política de clase, marxista, en aras de una democracia aparentemente asexuada pero en realidad absolutamente burguesa e imperialista.
La burguesía mundial hoy disfruta de su triunfo, y las masas explotadas sólo atinan a ofrecer una resistencia, a veces heroica y muchas otras veces débil, que sufre derrotas sistemáticas. Pero, vista desde una perspectiva histórica, esta situación es sólo un período de la pelea permanente entre la revolución y la contrarrevolución. Confiamos en la capacidad de lucha de la clase obrera, y nos proponemos contribuir a que, en el nuevo ascenso revolucionario que inevitablemente superará esta etapa, el proletariado pueda construir la dirección que necesita para obtener la victoria final.
La realidad que vivimos no es sólo el triunfo de la contrarrevolución burguesa, es también una crisis profundísima de su economía, de su cultura, de los propios valores morales que dice defender, de su ideología. En el otro polo, el marxismo no es sólo crisis, traición y disgregación. Como los ideólogos burgueses no pueden explicar nada, el marxismo empieza a ocupar por su propia consistencia ese espacio vacío. No es casual que en las universidades norteamericanas gran parte de las cátedras de ciencias sociales estén a cargo de intelectuales marxistas. Y eso es sólo un reflejo de un fenómeno más profundo: el marxismo está en efervescencia. Individuos, grupos y corrientes de los más diversos orígenes, y jóvenes rebeldes que recién nacen a las inquietudes sociales y políticas, buscan una explicación de lo que ocurrió. Quieren aprender de la derrota porque creen, como nosotros, que así y sólo así se puede preparar el triunfo.
El CITO se ubica como parte de ese proceso objetivo, que dará todo tipo de corrientes, tanto progresivas como regresivas, pero puede ser el crisol de donde empiecen a emerger los futuros constructores del Partido Mundial de la Revolución Socialista.
En el CITO somos conscientes de nuestra extrema debilidad y marginalidad, así como de nuestras gravísimas limitaciones teóricas y políticas. No nos consideramos, como muchas de las sectas trotskistas, los únicos herederos del marxismo ni de la Cuarta Internacional. No creemos que construir una dirección revolucionaria para el proletariado mundial pase por un desarrollo lineal y acumulativo de nuestras propias fuerzas. Sí creemos que tenemos algo que aportar a esa construcción.
No pedimos que nadie se autocritique ni reniegue de su trayectoria anterior, pero pensamos que es imprescindible un balance a fondo de por qué la burguesía pudo derrotar el más colosal ascenso revolucionario que haya conocido la Humanidad. Hacer ese balance es hoy la forma práctica de defender al marxismo, de rescatar y reafirmar sus fundamentos, de enriquecer nuestra teoría y nuestra práctica y de formular un programa alrededor del cual reagrupar a las fuerzas revolucionarias.
Estas líneas intentan ser un aporte a esa tarea y, creemos, el mejor homenaje militante que podemos brindar a la memoria de Trotsky en este aniversario de su asesinato.
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