QUERIDO BRUTO

José Ramón Ayllón, Belaqva de Ediciones y Publicaciones S.L.

Ronda de Sant Pere 5, 4ª planta, 08010 Barcelona

Primera Edición, octubre 2003

 

Muestra

Primeras páginas de Querido Bruto


Querido Bruto:

Tengo presente nuestro coloquio en la indolencia de las termas municipales de Larisa, después de la batalla de Farsalia. He decidido reanudar por escrito aquella larga confidencia junto a la piscina. Tal determinación no obedece al capricho. Hoy hemos tenido la escaramuza más peligrosa en estos cinco años de guerra civil. Pensé que había llegado mi hora. Sentí cerca la muerte varias veces, no en los talones sino delante de mis ojos: en el dardo que se clavó en mi escudo, en la espada que pudo atravesarme el pecho y desvió la suerte, en la caída del caballo rodeado de enemigos.

No tuve miedo. Estoy demasiado acostumbrado a ver morir a los hombres, a contemplar un campo de batalla sembrado de cadáveres. Sé lo que son cabezas destrozadas, rostros imposibles de reconocer, miembros cercenados. Y me son familiares esos olores repulsivos de los cuerpos que se descomponen. En cambio, me hizo temblar el juicio adverso de la Historia. Me imaginé juzgado sin misericordia por generaciones ignorantes y hostiles. He comprobado demasiadas veces que la opinión pública surge y se alimenta de la mentira, de los innumerables engaños que caben entre los extremos de la parcialidad sutil y la grosera desfiguración.

Así que Julio César tiene miedo a la Historia. Sonreirás ante esta inesperada confesión. Te parecerá exagerada. Un general templado en mil combates se asusta por una fama improbable que no ofenderá sus oídos, que nunca sentirá en sus carnes. Pero es la pura verdad. Por eso escribo. Mi última batalla no será perdida o ganada por mi espada sino por mi pluma. A ella encomiendo la calidad de mi memoria entre los vivos. Me enfrentaré a los siglos con tinta y cálamo.

No creas que me engaño. Sin los escritos de Platón, Sócrates sería a nuestros ojos un peligroso sofista, un embaucador condenado a muerte por impiedad y corrupción ideológica. Gracias al vigoroso retrato del genial discípulo, el maestro que bebió la cicuta es hoy honrado como el mejor de los atenienses. Por eso escribo. Porque no habrá a mi muerte ningún Platón que me defienda; porque acaso nadie acierte a bucear en la complejidad de una vida zarandeada por impulsos contradictorios que a mí mismo se me ocultan en parte.

Dicen que llevo camino de convertirme en la máxima figura militar de nuestro heroico Imperio. Quizá sea cierto. Pero el pasado enseña que grandes generales también han sido grandes en su injusticia, en su imprudencia política, en su venalidad, en su poder demencial. Yo no quiero el terror de Sila ni la frivolidad de Craso. Temo que me atribuyan esos defectos, esos abusos y demasías. Temo comparaciones fáciles y falsas. Tan sólo quiero ser Julio César. Por eso escribo desde España, antes de que la muerte inevitable me sorprenda quizá en esta guerra que no parece tener fin.

Me halaga intuir que correrá mi nombre de boca en boca en brazos de la fama, pero deseo que corra defendido y adornado por mi pluma. No oculto que ambiciono una gloria literaria semejante a la política, sólo posible si ambos laureles están libres de sospecha. Por eso escribo. Amo a mi patria con amor desmesurado, y mi ambición no es diferente de mi amor: es su nombre de guerra. Llevo en la sangre el afán por su grandeza, pues soy romano por los cuatro costados. Sabes muy bien que decir romano es casi decir griego. Lazos inevitables de la sangre, de la cultura y de la historia común unen estrechamente a nuestros pueblos desde sus orígenes. En mi caso hay algo más: la generosa fantasía genealógica de mis antepasados se remonta hasta Yulo, hijo de Eneas, el último troyano.

Los griegos nos han mostrado la excelencia, y nosotros hemos acuñado la palabra que nos espolea hacia ella: magnanimidad. A mi muerte, espero que la tierra me sea leve, pero lo espero sobre todo de la Historia: que se me juzgue por el ánimo de acometer y consumar grandes empresas. Nadie mejor que tú, acreditado como sabio y excelente romano, para guardar y publicar cuando yo falte mi propio testamento intelectual. Vuelvo a pensar en la elegante apología de Sócrates, y apelo a tu devoción por Platón a la hora de solicitar mi defensa última, la que yo no podré sostener.

No ignoras que para estar en forma apenas necesito cuatro horas de sueño. Igual que tú. Y soy capaz de dormir profundamente en el catre de campaña o en plena marcha, mecido por el vaivén de la litera. Ese regalo de la naturaleza me ha permitido desde joven cultivar en la noche dos grandes aficiones: escribir mucho y leer más. En eso también nos parecemos. A la luz de la vela, acompañado a veces de la luna, redacté durante ocho años los comentarios minuciosos a la guerra de las Galias. Y cuando ya pensaba que podría engolfar la pluma en la pura creación literaria, me vi de nuevo reflejando por escrito los avatares de esta guerra civil. La muerte de Pompeyo, el semidiós que no conocía la derrota, me ha recordado que no soy inmortal. Por eso inicio ahora la justificación escrita de mi empresa política, y la dejo en tus manos. Porque confío en ti te doy las gracias desde este momento.


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