Los antecedentes del empleo de venenos o enfermedades en las guerras, al igual que el intento por prohibirlo, se remontan a tiempos inmemorables. En un principio se utilizaban cuerpos de muertos o enfermos, pero con el progreso científico se fueron descubriendo formas de diseminar las enfermedades o toxinas y se inventaron gases tóxicos de distintos tipos para ser usados como armamentos. La puja por prohibir la producción y utilización todavía se mantiene.
Los griegos utilizaron humos nocivos procedentes de la quema de azufre y brea para los combates. También en la edad media, en el siglo XIV, una flota que puso asedio a la ciudad de Kaffa, un puerto del Mar Negro en Crimea, catapultó cadáveres de víctimas de la peste por encima de las murallas de la ciudad.
Desde épocas anteriores, sin embargo, la oposición a estos métodos ya se veía reflejada. Por ejemplo en la civilización grecoromana, donde los juristas romanos condenaban el envenenamiento de pozos de agua como un crimen incompatible con las leyes de la guerra por violar el ius gentium (derecho de gentes). Decían: “Armis bella non venenis geri” (“La guerra se hace con armas y no con venenos”).
También en las culturas orientales se repudiaba el uso de enfermedades para la guerra. En el 500 a. C. la ley Manu en la India prohibía los venenos y otros tipos de armas reputadas inhumanas, agregando mil años después en la lista los sarracenos.
Hugo Grotius, filósofo holandés, reafirmó estos argumentos en su obra “La ley de guerra y de paz”, publicada en 1625. Los escritos de Grotius fueron acatados, en su mayor parte, en los conflictos religiosos de la época. En el siglo XVIII el auge del ideal nacionalista arrinconó a los opositores del empleo militar de los venenos. Como resultado, las necesidades de la guerra terminaron desplazando a las consideraciones morales.
En la América colonial tampoco faltaron los abusos de gérmenes en la guerra. Un oficial inglés había sacado de la enfermería mantas contaminadas con el patógeno de la viruela y las distribuyó a los indios con la intención de desencadenar una epidemia entre las tribus.
La Declaración de Bruselas de 1874 y las convenciones de La Haya de 1899 y 1907 prohibieron el uso de venenos y de balas envenenadas. Incluso en una declaración por separado de la Convención de La Haya de 1899 se condenó “el uso de proyectiles cuyo único propósito es la difusión de gases asfixiantes o deletereos”.
A pesar del acuerdo internacional en repudio, es en la modernidad donde por primera vez se usan a gran escala las armas químicas (biológicas) o no convencionales.
Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) hubo un doble debut de los gases: en 1914 se usaron por primera vez, y en 1915 se efectuó el primer ataque en gran escala, que tuvo como resultado la pérdida de alrededor de cinco mil vidas humanas.
Ypres, ciudad belga que era un importante puerto comercial, fue regada con gas mostaza por el ejército alemán en 1916. Se estima que en los cuatro años que duró la Primer Guerra se utilizaron como mínimo 125 mil toneladas de substancias químicas tóxicas. Según los informes oficiales, en un solo año (1918) unas 20 millones de personas perecieron víctimas del virus de lo que entonces se denominaba “influenza”.
El empleo de gases tóxicos en la “Gran Guerra” provocó una indignación tan profunda que los países se sintieron impulsados a adoptar medidas para prohibir tanto las armas químicas como las bacteriológicas (biológicas). Como resultado surgió el Protocolo de Ginebra del 17 de junio de 1925.
Relativo a la prohibición del empleo de gases asfixiantes, tóxicos o similares y de medios bacteriológicos (biológicos) en la guerra, el documento es el primer compromiso formal entre los Estados sobre estas armas.
Basándose en tratados firmados por la mayoría de las Potencias y en la condena de “la opinión general del mundo civilizado”, los gobiernos representantes declararon que esta prohibición sea “universalmente aceptada como parte del derecho internacional y vincule por igual la conciencia y los actos de las naciones”. Finalmente el Protocolo obliga a las Altas Partes Contratantes, en la medida en que no sean partes en tratados que prohiban tal empleo, a extenderlo a los medios bacteriológicos (biológicos).
La mayoría de los Estados aceptaron el principio de que nadie debe recurrir a tales armas. Sin embargo, siguieron siendo usadas en otras oportunidades.
Durante los años 1935 y 1936 en Etiopía se utilizó gas mostaza, provocando muchas bajas en las tropas y en una población civil que, no sólo no tenía protección alguna, sino que además carecía de los más elementales servicios médicos.
Según consta oficialmente, Japón empleó bacterias contra China entre los años 1930 y 40, siendo responsable por la peste que azotó a la población.
En la Segunda Guerra mundial (1939-1945) se elaboraron y almacenaron agentes químicos para su uso eventual. El Tribunal Internacional de Nuremberg reveló que entre los nuevos agentes que se habían producido durante la guerra había sustancias tan letales como el tabún y el sarín.
Extensas áreas de bosques tropicales, manglares y tierras agrícolas fueron víctimas de armas químicas en Vietnam, durante la guerra que mantuvo con los EE.UU. en las décadas de 1960 y 70. Se utilizaron alrededor de 100 mil toneladas de napalm (una sola tonelada de este gas gelatinoso hace arder en segundos una superficie equivalente a un campo y medio de fútbol), fósforo blanco y herbicidas (72 millones de litros), entre los que se destacó el Agente Naranja. El combate finalizó con 2 millones de vietnamitas muertos; cientos de miles más sufrieron algún tipo de cáncer, en tanto que miles de niños nacieron con defectos congénitos provocados por las sustancias químicas.
Inmersos en el contexto de la “Guerra Fría” y ante la escalada armamentística liderada fundamentalmente por EE.UU. y la URSS, el 10 de abril de 1972 los Estados Unidos de América, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas firmaron la Convención sobre la prohibición del desarrollo, la producción y el almacenamiento de armas bacteriológicas (biológicas) y toxínicas y sobre su destrucción. El documento entró en vigor el 26 de marzo de 1975.
Los Estados Partes reafirmaron la importancia del Protocolo de 1925 y el papel que desempeña para mitigar los horrores de la guerra, instando a todos los representantes a observarlos estrictamente. A su vez resolvieron actuar con el fin de lograr “progresos efectivos hacia un desarme general y completo que incluya la prohibición y la eliminación de todos los tipos de armas de destrucción en masa” y así contribuir a reforzar la confianza entre las naciones y “a mejorar la atmósfera internacional”.
Hay que reconocer que un acuerdo sobre la prohibición de armas bacteriológicas (biológicas) y toxínicas representa, en un primer paso posible, la concreción de medidas eficaces para frenar el desarrollo, la producción y el almacenamiento de armas químicas en bien de toda la humanidad. Pero revisando la historia sobran muestras de que las prohibiciones no son suficientes. Solamente un cambio de actitud y pensamiento será capaz de evitar muertes innecesarias.
Edmundo L. Sammartino