Gabriel García Márquez (IV)
EN EL BREVE discurso que pronunció con motivo de la entrega del prestigioso premio Rómulo Gallego, por su obra Cien años de soledad, Gabriel García Márquez dijo que siempre había creído que los escritores no estaban en el mundo para ser coronados, que todo premio era peligroso, que toda subvención comprometía y que todo homenaje público era un principio de embalsamiento. Desde que publicara la mágica historia de Macondo, las estirpes condenadas a 100 años de soledad lo reclamaban como uno de los suyos y lo condenaban, a su vez, a la más dura soledad: la soledad del éxito, la terrible soledad del que se siente y se sabe solo entre una multitud que lo acosa y lo aclama: "Lo peor que le puede suceder a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, o en un continente que no está acostumbrado a tener escritores de éxito, es publicar una novela que se venda como salchichas. Ese es mi caso. Me he negado a convertirme en un espectáculo, detesto la televisión, los congresos literarios, las conferencias y la vida intelectual".
"Soy uno de los seres más solitarios que conozco, y de los más tristes, aunque resulte increíble... La gente del Caribe es muy así aunque tienen fama de todo lo contrario, de gregarios, de pachangueros, de fiesteros, pero tú los ves en plena fiesta y están con unos ojos de melancolía...". Te comprendo, maestro, también las gentes de Andalucía tenemos fama de bullangueros y festivos pero la procesión va por dentro. Hay una soledad íntima en todos nosotros, una tristeza honda, una añoranza de no sé qué contra la que nada pueden el sol, la luz ni la bulla; ese sol, esa luz y esa bulla que hacen mucho más amarga, por contraste, la soledad en el Caribe o en Andalucía. Los tres momentos en los que me siento más solo en mi tierra (en esta tierra mágica, como Macondo o Amarcord, a la que le faltan un García Márquez y un Fellini para contarla) son el Rocío, la Semana Santa y la Feria, los tres momentos de máximo esplendor de la luz y de la bulla. Puedo dar fe de tu tristeza caribeña, porque yo estaba allí y pude ver tus ojos de melancolía en plena fiesta. La fiesta fue en La Habana, la ciudad más bella del mundo. El barrio: Siboney. El motivo: una cena en la residencia del doctor Danilo Bertulin, médico de Allende, y su fascinante mujer María Teresa Ortiz. Unos días antes yo había viajado a Cuba atraído por el acontecimiento que suponía la visita del vicario de Cristo al último reducto de la revolución. La verdad que llevaba muchos años esperando la oportunidad de encontrarme frente al creador de Macondo. Desde que publicara Cien años de soledad, Gabriel García Márquez ocupaba el primer lugar, junto a Fidel Castro, en mi lista de entrevistas imposibles. Había llegado a pensar que de todas las entrevistas imposibles, la suya era la más imposible porque, no en vano, él conoce a fondo el periodismo y se ha pasado media vida esquivando sus trampas. Haremos la entrevista, pero la montaremos los dos me dijo, abrazado a un violinista en la puerta del hotel Cohiba, cuando nos despedimos. Aquella imagen final de una noche de boleros me recordó otras palabras suyas: "El otro día, entre dos trenes, me refugié de una tormenta de nieve en un bar de Zúrich. Todo estaba en penumbra, un hombre tocaba el piano en la sombra, y los pocos clientes que había eran parejas de enamorados. Esa tarde supe que si no fuera escritor, hubiera querido ser el hombre que tocaba el piano sin que nadie le viera la cara, sólo para que los enamorados se quisieran más".
Entre los asistentes a la cena, además de los anfitriones, se encontraba Mercedes, la inteligente mujer de Gabo, compañera inseparable desde hace más de 35 años, y Manuel Vázquez Montalbán, conversador infatigable y de altura, quien llevaba, como yo, 15 días esperando a Dios en La Habana (así se titulara, según me dijo, el libro que pensaba escribir sobre el abrazo del último revolucionario y el cabeza visible de Dios en la Tierra). Durante la cena, le preguntamos a Gabo si pensaba escribir sobre el viaje del Papa, a lo que respondió: "Ahora todo es inabarcable; cuando se hayan marchado todos, buscaré entre la basura". Nos marchamos todos y él se quedó buscando en la basura. Mis últimas noticias son que volvió a México. No sé si encontraría algo, aunque me imagino que sí; quien sabe buscar siempre encuentra, y Gabo es un buscador de tesoros ocultos, y un hombre entrañable, cercano, cálido, con unos ojos excepcionales y una inteligencia nerviosa. No olvidaré su abrazo. Cuando me tocó supe por qué sus amigos siguen siendo sus amigos a pesar de la distancia y de los años.
Para nombrar todas aquellas cosas que carecían de nombre nació el 6 de marzo de 1928 Gabriel García Márquez, uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca. Aquel año Luis Buñuel había realizado Un perro andaluz y Federico García Lorca publicaba su Romancero gitano. Federico había dicho: "Escribo para que me quieran". Años más tarde, García Márquez afinaría un poco más y diría a su vez: "Escribo para que me quieran más mis amigos", con lo que dejaba claro una de las prioridades de la vida: la amistad, para él un vicio como el de la literatura, el billar, la revolución cubana, las canciones de los Rolling Stones o el bolero.
Entre los amigos de Gabo se cuentan algunos de los hombres más poderosos e influyentes de la Tierra. Es proverbial su vieja amistad con el líder cubano Fidel Castro, una amistad que va más allá de las afinidades y desavenencias políticas. Mantiene su fidelidad al comandante y a la revolución cubana, sin importarle aparentemente que tantos intelectuales y artistas, que un día apoyaron con fervor revolucionario a Cuba, terminaran renegando de la causa y de su actor principal.
Aunque detesta el poder, se codea con jefes de Estado y primeros ministros de medio mundo. A veces cumple el papel de mediador entre unos y otros, y trae y lleva recados al oído que con frecuencia acaban salvando vidas, poniendo presos en la calle o cerrando crisis. Al cumplirse los 30 años de Cien años de soledad, la Organizazación de Estados Americanos organizó un encuentro con Clinton. Desde la publicación de su obra más emblemática y la posterior concesión del Premio Nobel de Literatura en 1982, es probablemente el escritor más traducido, más leído, más influyente y más famoso de este siglo; quizá también uno de los más ricos. Cien años de soledad ha sido traducida a más de 35 idiomas y se calcula que en los 30 años largos que dura su leyenda se han vendido más de 30 millones de ejemplares. La mítica novela de García Márquez vio la luz el 30 de mayo de 1967 en la Editorial Sudamericana de Buenos Aires, una de las editoriales más prestigiosas de América Latina. La tirada inicial de 8.000 ejemplares, que a Gabo le pareció una exageración, se agotó en menos de 15 días. Una segunda edición de 10.000 ejemplares dejó a la editorial sin papel y sin cupos de imprenta, por lo que durante dos meses toda América Latina hablaba de Cien años de soledad, sin que la gente pudiera comprarla ya que no estaba en las librerías. García Márquez había publicado, hasta la fecha, Ojos de perro azul, La hojarasca, Relato de un náufrago, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande, que habían pasado desapercibidas para el gran público; era un escritor exclusivamente conocido en reducidos círculos literarios. Vivía del periodismo, en el que se desenvolvía como un consumado experto en todos los géneros: la entrevista, el artículo de fondo, la columna de opinión, la crónica, el reportaje de investigación... Fue el reportero estrella de El Espectador de Bogotá, enviado especial en Europa y corresponsal en Nueva York de Prensa Latina, la agencia cubana. Incluso llegó a dirigir en México dos revistas de prensa rosa o del corazón, precisamente cuando se preparaba para iniciar la redacción de su obra maestra. Por esta época solía alquilar su talento a la publicidad y al cine, una de sus grandes vocaciones, escribiendo guiones a sueldo. Pero en tiempos no lejanos había llegado incluso a hacer cosas peores, como cobrar seguros, vender enciclopedias y hasta botellas y periódicos viejos. En su etapa parisina había cantado, para poder comer, canciones mexicanas en cafetines del barrio Latino. En París y en aquellos años de penuria, también conoció la cárcel. Una noche la policía lo confundió con un argelino y acabó en una jaula de la comisaría de Saint-Germain-des-Près. La experiencia le sirvió para entrar en contacto con el Frente de Liberación Nacional de Argelia.
En México, protegido discretamente por una corte de amigos que asistían fascinados al nacimiento y evolución de los Buendía, Gabo pudo al fin encerrarse consigo mismo durante 18 meses, en la Cueva de la mafia, su cuarto de trabajo, para recrear el mágico mundo de su infancia. La historia comienza a principios de marzo de 1952 cuando Gabo viaja con su madre a Aracataca, su pueblo natal, para vender el caserón de los abuelos. Fue quizá frente a las ruinas de aquella casa grande y muy triste, donde había vivido los primeros años de su vida con una hermana que comía tierra, una abuela que adivinaba el porvenir y un abuelo atormentado por la sombra de un hombre al que había tenido que matar en un duelo, fue allí donde sintió tal vez por vez primera la necesidad de dejar constancia poética del mundo de su infancia. Desde aquel día, Macondo y las estirpes condenadas a cien años de soledad, comenzaron a tomar cuerpo en su mente. La sombra de su abuelo materno, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, la figura más importante de su vida (hasta el punto de que, tras su muerte, sentía que nada importante le había sucedido) le iba suministrando los materiales con los que iba a construir aquel mágico mundo.
García Márquez ha dicho muchas veces: "Es muy difícil encontrar en mis novelas algo que no tenga un anclaje en la realidad". Su realismo es mágico precisamente porque es real. Trece años más tarde de aquel viaje a Aracataca acompañado de su madre, un día de enero de 1965, mientras conducía su Opel por una carretera de Ciudad de México a Acapulco, sintió toda la soledad de América Latina y comprendió que había llegado el momento de encerrarse con sus fantasmas y fundar Macondo. Meses más tarde saldría de la cueva de la mafia a la soledad del éxito, la terrible soledad del que se siente y se sabe solo entre una multitud que lo persigue y lo aclama. Una soledad con la que convive desde hace 30 largos años. Quizá sea ése, la soledad, el precio que hay que pagar por la inmortalidad.
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