Peacok, como habíamos visto antes, escribe para un público culto e intelectual, dispuesto a saborear disquisiciones absurdas sobre bases metafísicas o estéticas contemporáneas; y en un estilo en el que usa palabras deliberadamente rebuscadas, expresiones abtrusas, citas en griego o latín... mezcladas con frases irónicas muy graciosas, enumeraciones de un absurdo total, diálogos sin sentido; esa manera única de escribir,no es evidentemente para el gusto o la capacidad de cualquiera.
Escribe desde un lugar muy preciso, y su crítica y estilo están determinados por ese lugar. A primera vista podemos pensar que Peacock carece de sutileza, porque sus personajes son grotescos desde el mismo nombre que los limita (el defensor del naturalismo y el noble salvaje se llama Sylvan Forester; el de la frenología es Mr. Cranium y todo así) hasta su trazo discursivo que es muy definido por su ideología –no son personajes, sino personificaciones de ideas o sentimientos. Pero no es así; la idea no es que el lector consiga por sí solo algún tipo de conclusión mientras que el autor finge estar asépticamente al margen sino al contrario, poner el extremo como extremo, aumentar los contrastes de la imagen hasta conseguir que sea tan deforme, que nos de gracia.
Peacock con este sistema, de elegir un rasgo de la estética o del pensamiento contemporáneo (por ejemplo, la idea del “noble salvaje”), llevarla al extremo (elegir un simio como un noble salvaje) y darle una vuelta grotesca de tuerca (el orangutan resulta educado, heroico incluso, y medra en la política y en la sociedad) produce en el lector un efecto de gracia y de reflexión, que en la época en la que fueron escritas sus novelas, en la que aquellos tópicos eran de total actualidad, sin duda que serían multiplicados. Pero su crítica es vasta, abarca no sólo la estética gótica, que es lo que en este momento nos interesa a nosotros, sino muchísimos otros aspectos de la cosmovisión contemporánea. Peacock es demasiado inteligente como para adoptar una postura radical sobre los temas de la época; y se burla de los idealistas, o mejor dicho de los irrealistas, de aquellos que evitaban ver la realidad tras los esquemas deformantes de sus concepciones – los personajes de sus novelas de hecho nunca interactúan entre sí, sólo con ellos mismos; nunca se escuchan, nunca se convencen, están como cegados por el resplandor de sus propias ideas.
Y con respecto a la estética gótica él sigue el mismo sistema: la imagen del castillo en particular está minimizada, despojada de toda grandeza, reducida al sueño de un tonto, que contrata un albañil para hacerse pasadizos y puertas secretas. La oscuridad del lugar es la de las cortinas corridas; los fantasmas, confusiones de personajes ridículos. La literatura gótica , las novelas de la época son catalogadas, simplemente, como mala literatura; una concesión al mal gusto del público, que pide cada vez más crudeza, más efectos, más fantasmas, hasta que nada lo sacia, “ni el mismo diablo”.