Poesía Latinoamericana Femenina |
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La Charca / Paisaje / La Chicha / La Guarura / El Tambor / Los Enseres de Barro / El Chincorro / La Canoa / El Bohío / La Pintura en el Rostro / Abalorios / Flor de Cactus / Las Cotizas de Bellotas / La Manta Indígena / El Pañuelo de Colores / India Pequeñita / Tus Cabellos / Isabel
Te robaron el lago, zafiro diluido que Dios te dio en un sueño de paz y de alegría. Se dispersaron tus huellas: monte arriba, monte abajo. Fuiste al encuentro de todos los recodos por una gota de rocío suspendida en las hojas, y más allá todavía, donde creías escuchar el rumor de un río. I de tanto ir y venir, tenías sed hasta en las manos lánguidas de escarbar la tierra. ¿Cuántas manos dejaron sangre para extraer el agua? El agua del invierno se quedó allí, sobre la herida de la tierra, como una limosna dulce y turbia. I los ojos de los lagartos miraban el prodigio desde las verdes ramas, y las ranas croaban en la oscuridad de las aguas. I con el sol de la mañana llegabas tú, apartando alimañas y algas babosas para llenar la tapadera. ¿Con cuántas aguas turbias se mezclaron tus lágrimas? Cuando vago por los campos y encuentro una charca, te recuerdo, y siento también en mi alma un pozo de melancolía.
(AYER)
Signo nuevo, era entonces la tierra que después se llamó América. Luna redonda y azul de azules navegando en el tiempo. El bosque sin talar, abría rumores de esmeralda para arrullar tus sueños de india enamorada. El viento llegaba sobre las hojas brillantes a peinar tus cabellos lisos como la sombra. Bastaba entonces, que un pájaro cantara sobre tus hombros para que amaneciera en la tierra elemental y pura. I anochecía, simplemente, cuando los alados habitantes volvían a sus nidos. ¿I qué hacías en el día? Con el cuerpo desnudo rompías las aguas... y reías de felicidad, como si Dios hubiese hecho el mundo en ese mismo instante. Había entonces en tus manos, pescaditos dorados para la frugal comida, frutas silvestres y animalillos selváticos. I la tierra era infinita porque desconocías sus límites. Quizás un día te llamaron loca, porque dijiste que querías irte con el río... Quizás otro día te vieron llorando, y todos descubrieron el secreto, porque entonces, solo existía en el corazón la tristeza del amor.
(HOY)
Cardones de flacos dedos escriben la historia de tus dolores en el cielo. Un tiempo largo y cruel, ha rayado el paisaje de signos tenebrosos, y ya no eres más que un vestigio de pasivo llanto. La selva toda, caminó y se incendió en la fragua del ocaso. Todos los caminos se cubrieron de ceniza. I vas cabizbaja, con una manta raída y sucia, esperando hallar un bolívar en tu camino para llevar unos plátanos a tu rancho. I no tienes agua, ni cielo, ni tierra, ni alegría. Vas más desnuda que antes, porque te robaron hasta la integridad del paisaje, a nadie le dueles, estas sola en el mundo, con todo el dolor de una raza que se extingue. No tienes raíces en la tierra, el viento te lleva de un lugar a otro. Vas a los mercados a implorar unos pellejos para la comida de tus hijos. Escarbas los basureros, y recoges los desperdicios que encuentras al paso. ¡Ah, y han quedado tan pocas manos para la venganza, que ya no puedes hacer otra cosa que perdonar... perdonar...! ¿Cuánto tiempo hace que no ríes, y que un pajarillo no canta en la enramada para que amanezca el día? Tu noche es larga, ya no tienes paisaje, ¿para qué quieres que amanezca?
¡Chicha en totuma! ¡Qué sabor tan rico tiene! Me viene de aquel tiempo de luciérnagas en los montes, de lunas sobre los bohíos. ¿Qué Dios transformo el tesoro del Cacique en pepitas de oro llamadas maíz, para librarlo de la codicia del hombre blanco? ¡Qué sabor tan rico! Me viene de un tiempo sin edad, cuando la tierra sin caminos, estaba llena de las huellas de los pájaros. Ahora, dame en la totuma de tus manos, un poco más de chicha, Iguaraya. Tienes en ellas arrugas de cuatro siglos que hurtan la sustancia. ¡Oh, qué bueno es beber el tiempo! ¿Crees qué estoy borracha porque puedo decirte cosa que tu ignoras? ¡Oh, aún no sabes leer, y te robaron todos pájaros de la selva que te enseñaban a cantar! ¿Qué harías si me duermo mordiendo tus manos para alcanzar el primitivo sabor de la chicha de la sangre de tus venas? No te enfades, quiero otro poquito de chicha. No veo bien tus dedos en la sombra; pero en tu silencio leo la historia de tres ballenas blancas, que se tragaron tu paz y tu alegría. ¿Crees qué es un cuento tonto? Tres ballenas grandes... tres ballenas grandes... si hubiese sido una pequeñita, la hubieras embriagado con tu chicha, y borrachita... borrachita... se hubiese ido al fondo del mar a dormir... I otros animales más grandes se la hubiesen tragado todita... Pero eran tres ballenas grandes... tras ballenas grandes...
En las manos pequeñas del niño indígena brilla la guarura. Se escucha adentro el rumor de los bosques, el ritmo de las ondas lacustres y hasta el acento de la raza aborigen que ama, canta y espera. En las orillas llenas de sol hay muchos caracoles: el tiempo canta en ellos, el viento silba también sobre las conchas nacaradas. El niño indígena, antes de dormirse pide a su madre que le suene la guarura, y el son tibio y melancólico se va apagando en los portales de las chozas sin luz. El niño se va durmiendo poco a poco, y sueña que es hombre y alcanza con manos atrevidas la guarura luminosa del sol. Pero un día, alguien alcanzó el caracol del alba y resonó en toda la tierra un nombre maravilloso... En el horizonte: La Pinta, La Niña y La Sta. María, cantando sobre el azul de las ondas: ¡América, América, América...!
Tan... Tan... Tan... Se escucha un golpe espeso en el corazón de la selva. Los pájaros están alerta y vuelan de un lugar a otro estremeciendo el ramaje. El cacique a guerra al golpe del tambor, y todos corren a prepara sus flechas para detener la invasión de los arijunas. Caen los primeros luceros sobre el lago y los indios encienden sus fogatas para invocar el poder de los dioses. Han pasado los siglos... Ya no se escucha el tambor en la selva; pero todavía hay indios visionarios que se internan en la espesura y ponen el oído sobre el corazón del tiempo, para escuchar el eco desvanecido del tambor guerrero. Aún hay pasión y valentía en el alma del indio; pero el hombre blanco lo ha vencido con la fuerza de armas más poderosas. Ahora el golpe del tambor es para bailar la chicha, para el gozo y la borrachera con los granos fermentados. Hace más de cuatrocientos años, la alegría del indio se derramaba en las noches de plenilunio; porque la luna era su tambor de oro que los invitaba al amor. Pero un 12 de Octubre de 1492, llegaron por vez primera los hombres blancos cuando el disco del sol se levantaba sobre el horizonte. Los indios se dieron cuenta que ellos venían con un tambor de fuego, más poderoso y ardiente que el disco dorado de la luna. Este mal presagio fue el comienzo de la derrota espiritual; después vino el derramamiento de sangre, el sometimiento, la desnudez, el hambre y la miseria... hasta hoy.
¡Oh, tierra multicolor y eterna! Pero fugaz y leve al lado de la eternidad de Dios. ¿Cuántas transformaciones desde que naciste en el Universo? ¡Pero siempre eres tierra, desde la rústica alcarraza hasta el fino cristal que vibra al soplo de la brisa! ¡Oh, tierra: cuán dura eres en la roca, y cuan suave en la arena rutilante de las orillas del mar! Apenas amanecía, mis ojos se llenaban de asombro ante tus caprichosas formas: el barranco rojo, el agujero de la hormiga, la montaña imponente, la isla como un pecho núbil en la garganta del lago. Sueño constantemente con aquel cielo agreste, bajo cuya esperanza vivió mi infancia. Muchas cosas se han desvanecido de mi mente; pero jamas podré olvidar, el agua y la leche que yo tomaba en la vasija de barro y en la totuma fragante a flor de taparo. ¡Qué deliciosa era el agua de tu tiempo, Iguaraya! I sobre todo, aquella que tomabas en el cuenco de tu mano. ¿Dónde están los indios alfareros, los que moldeaban la tierra para hacer el ídolo enigmático y melancólico? ¿Dónde están los indios que hacían las chiriguas y las alcarrazas a la claridad jubilosa de los amaneceres? ¿Dónde están las indias que iban por las tardes sonoras de pájaros hasta el pozo de agua azul, con la múcura al hombro? ¿Dónde están todos aquellos cacharros de barro que se llenaban de aromada chicha, para celebrar las lunas del Cacique? ¿En qué subcapa de la tierra están sepultadas esas obras de arte de tus bronceadas manos?
¡Maravillosos colores! Tu chinchorro es como un arco iris para las brumas del corazón, anuda el cielo de los sueños a la ternura del jazmín. Hilos de alba y ocaso entretejiste con tus dedos finos. Hilos de desvelo, porque hasta el amanecer, tus manos iban de u lugar a otro del telar. ¿Era ese apresuramiento por la llegada del amado? En tu fresco chinchorro, una niña de leche llamada América, aprendió a balbucear palabras nuevas. ¡Mira, tengo en mis manos un hilo de horizonte de tu chinchorro, que lo hurte mientras dormía el palmar! Ahora, ¿qué haré con este amuleto que he robado a tu raza? ¡Oh, ya sé, ya sé... iré corriendo hasta el fin del mundo, para atar su corazón, eternamente al mío!
¿Recuerda, Iguaraya, cuando se deslizaba hace muchas y muchas primaveras- tu canoa por las azules aguas de nuestro lago? ¡Quizás, improvisabas tiernas y maravillosas canciones que ahora no recuerdas, porque tu boca esta sellada de angustia! El olor del pescado sobre las brasas, el rumor de las ondas, y la cara redonda de la luna sobre el agua, te tornan soñadora y melancólica. I aquel barquito frágil y pequeño que también cayo en el despojo, se ha tornado ahora, en grandes trasatlánticos, barcos de guerra, yates lujosos, etc. ¡Tienen de todo! I tú a pie de u lugar a otro de la ciudad. Todavía eres joven y bonita, y no sabrás mucho de tu propia historia. A veces, pensando en el futuro me he preguntado: ¿será el nieto de tu nieto, el último indio que matarán de cara al sol? ¡Se está extinguiendo tu raza y me duele de verdad!
Hace más de cuatro siglos, tu bohío era luminoso y alegre. ¿Cuántas palmas alisaron tus manos para el frescor del techo? El sol y la brisa entraban fácilmente. Entonces no había temores en tu pecho. I tú cantabas en la puerta del bohío, descalza y semidesnuda, y jugabas con la brillante arena de las orillas. El lago era tu espejo, hasta que un día, los barcos españoles quebraron los finísimos cristales, y tu rancho se llenó de sombras y tu pecho de temores. I los hombres audaces, mordieron tu boca, mordieron tus senos y desgarraron tu vida, sencilla y buenas como un copo de espuma. Huyendo del salvaje atropello, moviste tu bohío hasta las selvas; pero ellos, también se fueron hasta allá y talaron los árboles. Ahora vives a la sombra de cualquier empalizada, en lugares inhóspitos. Hoy, tu rancho está en las enmarañadas selvas de Perijá, en la Guajira sedienta y triste, más allá de los ríos, más allá de todas las esperanzas y todas las realizaciones positivas de los seres humanos. Un día, el Dr. Héctor Cuenca, gobernante justo y bondadoso, mandó a construir un pueblo de limpias casitas para que fuesen habitadas por los indígenas que iban de un lugar a otro llorando su desventura. I Ziruma (que significa cielo) está allí todavía, yo colaboré en el levantamiento del censo, prefiriendo a aquellas madres que tuviesen más hijos y más hambre. A muchas indígenas no les agradó las viviendas de techos de zinc, paredes de bloques y suelos de cemento; y regresaron a la Guajira, con el viento de la desolación inflándoles las viejas y anchas mantas. ¿Cómo les iban a gustar? Sin agua directa, ni huerto, ni palmeras en el techo, ni implementos de trabajo para hacer sus lindos chinchorros. Más, como la necesidad tiene sus razones, muchas regresaron nuevamente, y hoy todas las casitas están ocupadas. Luego vinieron otros gobernantes; pero ninguno continuo la obra en la forma que merecía; las pequeñeces que más tarde se hicieron, no alcanzaron para abonar ni una décima parte del inicuo despojo hecho a la raza. ¿Por qué no te han construido un pueblecito luminoso y alegre a orillas del lago; con redes para pescar, parques para tus niños y todas las cosa que un ser humano necesita? ¿Por qué no te han regresado una fracción del espejo que era tuyo? Tenías razón, a pesar de las bondades del poeta gobernante que quiso darte algo mejor, no te agrado Ziruma; a mí tampoco me gustó, en el fondo y sin palabras: yo sabia lo que tu alma pedía: agua sin medida, como la de Dios; rumor de palmeras, arena limpia y brillante, la canoa en su deslizar feliz sobre las aguas, etc. ¡Oh, pero la gente burguesa esta acordonada a las orillas del lago. No te han dejado ni un callejón para que bajes a bañar a tu tachón regordete y vivaz! Te robaron hasta la música de las palmeras: no tienes caminos, ni destino, ni esperanza. ¿Quién ha corrido hasta tus plantas para pedirte perdón? ¡Nadie, somos productos miserables de la civilización, de esa pobre civilización!.
No sé si la pintura en el rostro es algo bello en las indias de mi tierra. ¿Lo hacen para protegerse la piel o encierra este algún enigma soterrado en el pasado? Usan desde el rojo claro hasta el renegrido, y preparan la mixtura con cebo, piedras colorantes, semillas, etc. En la fina piel de las mejillas se pintan círculos y otras figuras raras. ¿De dónde aprendieron estas cosas? ¿Trae la raza su credo de belleza en la sangre? Cuando les he preguntado: ¿Por qué se pintan el rostro así? Siempre me han respondido: Para protegernos la piel y para vernos más lindas, ¿no usan ustedes las arijunas- rojo en los labios para que las miren con más interés los hombres?
¡Qué bello es tu collar de abalorios! ¿Cuántas pulseras llevas en tus brazos redondos y morenos? Lucen tus cuentas todos los colores de la primavera. ¿Para cuál fiesta lunar lo prendiste en tu cuello, o acaso fue el mismo cacique quién te hizo la ofrenda amorosa en la paz susurrante del palmar? Evoco en cada color todos los personajes de mis cuentos infantiles: La Caperucita Roja, Pulgarcito, Alicia en el País de la Maravillas, etc. Yo tenia apenas ocho años, y en el patio de mi rústica vivienda, me entretenía haciendo cacharritos de barro, en la mañana fragante a orégano; de pronto, levanté los ojos y te vi parada a poca distancia, observando silenciosamente mi pequeña vajilla de arcilla. Esta fue la primera vez en mi vida, que vi a una indígena; te llamabas Enriqueta, luego, cuando supe que la flor de cardón se llama iguaraya en vuestro idioma, a todas las indias las llamo Iguaraya. Desde ese día, te levantabas un poco la manta, y pasando la pequeña cerca, venías a ver mis enseres de tierra blanda. I yo, que jamás había usado una simple prenda ni en mi cuello ni en mis brazos; me quedaba soñando, porque creía que vuestros abalorios eran cosas de incalculable valor. Después, cuando ya tuve una visión más exacta del mundo, supe que eran semillas pintadas, trocitos de madera y colmillos de animales. ¡Oh, esta fue la primera vez que asomo el llanto a mis ojos por la miseria ajena! Iguaraya, flor lejana: hoy desearía caminar por el mundo entero por encontrarte de nuevo, y dejar en tus manos, mi joyero de mujer de la clase media. ¿Qué otra cosa pudiera yo darte que te agrade?
Estamos en primavera, Iguaraya. El paisaje es verde, de un verde sereno y tierno como la brisa que pasa. I el cielo es tan transparente que casi se ven los piececitos de los angelitos bailando con los luceros. Pero nada de eso estás mirando tú. Hace rato contemplas una hermosa flor que le amaneció al cardón en su altiva frente. El sabe que en sus brazos no hay nidos ni pájaros cuando amanece el día. Solamente el viento se le acerca sin temerle a las espinas. El sabe que nadie descansa bajo su sombra. Sin embargo, hoy tiene una flor jubilosa y cantarina. ¡Una flor que canta a dúo con el viento! ¿Es ella, o eres tú Iguaraya, la que cantas?
Desde mi ventana, estoy mirando todas las cosas pequeñas pegadas a la tierra: las gotitas de sol, las ranuras de cemento en la calle, la patita inquieta de un grillo debajo de la hojarasca. ¡De pronto, mis ojos tropiezan con las hermosas bellotas de tus cotizas de cuero! Son amarillas, parecen dos toronjas de oro, próximas a estallar en la mañana. Vienen dejando un reflejo dorado en el camino. Ya no puedo mirar hacia otro lado ni pensar en nada más hermoso para mis ojos. ¡Son tan lindas y leves! ¡Oh, Iguaraya! Si vieras los dedos de mis pies llenos de callos, por la tortura de unos zapatos que nos dio la civilización: todo se lo llevaron, hasta nuestra comodidad. Con tus cotizas de bellotas puedes caminar hasta el horizonte azul sin cansarte un momento. En cambio, yo voy con la cara triste por el mundo: llevo cadenas en los pies.
Mientras pasan las mariposas de junio, tú estás en la puerta de tu rancho haciendo una manta. Puntada a puntada y sol tras sol, la terminas alegremente. Como jamás tuviste flores finas en el huerto y amas la poesía, has comprado una tela estampada de rosas y claveles. Cuando la levantas para recrearte en la perfección de tu obra, el viento la esponja y ante mis ojos de poeta crece y crece... Me parece entonces, la vela de un barco que se aleja bajo el cielo menudo de tu bohío. ¡Póntela, no te ajusta por ningún lado! ¿No es cierto? Dentro de ella, y al lado de tu cuerpo, sobra espacio para un arbolito pequeño. ¿Llevarás escondido el ramo más hermoso que le falta a la madreselva de mi huerto?
Yo diría que es un pedacito de cielo sobre tu cabeza. ¡Todavía huele a selva! Es una prenda imprescindible para el adorno de tu cara. Te anuda las ideas, ¡es cierto! Y cuando te lo quitas graciosamente, veo infinidad de pajarillos invisibles que se desprenden de tu frente cobriza. ¿Van hacia aquel fabuloso Dorado, o a la laguna encantada cuyo dueño era un poderoso cacique? Ayer, después de la lluvia, saliste al camino y llenaste tu pañuelo de hongos redonditos. Me quede pensando si los llevarías de juguetes a tu tachón, o tal vez, prepararías con ellos una rara mixtura. Las muchachas de la ciudad lo usan para ir a las playas y sostener sus rulos en la cabeza. Pero el tuyo está oloroso a tierra, y te lo anudas en la frente para sujetar tus ideas. No te lo quites, así pasen muchos siglos más. ¿Para qué vas a contarle a nadie lo que piensas? ¿Acaso han escuchado tus quejas desde hace más de cuatrocientos años?
India pequeñita: ¿Ves el horizonte? Ese es tu libro primario y sencillo: árboles y viento, palmeras y lago, caminos y montes. Allí en esas cosas, aprendes la historia de tu vida triste con un nuevo acento.
India pequeñita: préndete un lucero en la mansa frente. Abre la ventana de tu humilde rancho, para que la gente detenga su paso, y sepan que vives pobre y refulgente.
Lacios, lacios tus cabellos: hilos de sombra, de dolor y coraje. ¿Quién rompió el ramaje de tu pelo? Siglos y siglos de mañanas y hambres, desnuda y pobre. ¿Quién peina la gracia de tus hebras lacias? La mano del viento, espinas y dardos de un destino amargo; la mano de un largo vivir sin contento.
Isabel la de Alonso. Isabel la fragante a raíz y lucero. Isabel la amorosa y sumisa palmera; la de manos pequeñas que salvaran a Ojeda de la mar procelosa, de manglares siniestros, de las furias avernas, que cerraran el paso al gran conquistador.
Isabel de las aguas azules y profundas, la que con firme paso siguió al enamorado caballero español: a tierras muy lejanas, por mares y montañas, por riscos y vertientes, con infinito amor.
Isabel la heroína, refinando en el alba su ritmo de agua clara, de chicha y de racimo. India de sangre fresca, de fogata y canoa, cantándole en las venas el canto de las ondas de azul Coquivacoa.
I cuando ya no pudo cantar su propio gozo por la ausencia profunda de quien fuera su escudo, su pasión y su vida, se inclinó temblorosa sobre la tumba muda; y entre rezos y llantos entregó su existencia de evanescente rosa. Arriba! |
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