Dino Rozenberg
Esta exposición arranca en la ExpoLisboa de Portugal, sigue por Europa, florece en Oaxaca y acaba en el Antiguo Palacio del Arzobispado, en la ciudad de México. Incluye unas 70 obras de 16 ceramistas y escultores de México, como Gustavo Pérez, Gerda Gruber, Vicente Rojo, Perla Krauze, Enrique Rosquillas, Marco Vargas y otros. Estará abierta al público hasta septiembre de este año 2000.
La exposición es una fiesta para los amantes y seguidores de
la cerámica contemporánea de México, esa disciplina
que sólo cultivan unos cuantos y que aprecia otra pequeña
minoría. Ya sabemos que esto es y seguirá siendo así,
y sabemos por qué, pero creo que hay que seguirlo recordando para
que nos duela. A ver si ese dolor hace que se abran nuevos espacios y que
se incorporen más artistas y más público. Y nuevas
ideas y propuestas técnicas y estéticas, que también
parecen estar faltando.
La muestra resulta inusual y atractiva por el tamaño reducido
de las piezas. De verdad es una exhibición de pequeños formatos,
y ninguna excede los 20 centímetros. Acostumbrados como estamos
a los gigantismos del arte mexicano, o por lo menos a sus grandes despliegues,
este catálogo lleva de inmediato a la intimidad. Uno tiene que caminar
por la sala medio agachado, muy cerca de los demás espectadores.
No son los grandes aparatos de medio metro de altura y más, que
uno puede apreciar a cierta distancia, como murales. Son piezas pequeñas
que hace falta mirar de cerca y rodearlas, para apreciar todos sus ángulos.
Quizá el punto de partida fue montar una exposición de pequeño
tamaño, “portátil”, para llevarla a espacios pequeños
y poderla transportar a varias locaciones.
La mayoría de las piezas son de cerámica de alta temperatura,
con o sin engobes, y una minoría son de baja. Hay porcelana negra,
como la de Gruber, y algunos acabados como cera, ahumados y óxidos.
Gerardo Azcúnaga (Monterrey, 1958) presenta unas esferas huecas,
como figuras marinas o como conchas o geodas. Pero luego las cubre con
pelos o las tapiza con clavos arrasados por el fuego. Si de lejos se ven
cálidas, de cerca y en el interno, se sienten hostiles y espantables.
A Gerda Gruber (1940, la más experimentada del grupo) siempre
la supimos austríaca, pero ahora nos enteramos que nació
en Bratislava, que viene a ser la República Checa. A fines de los
70, cuando se separó de su esposo escultor (por eso en algunos catálogos
figura Gerda Spurey) abrió la carrera de cerámica en la Academia
de San Carlos. En aquellos años ya trabajaba la porcelana, su gran
pasión, y hacía piezas como láminas, altas y erguidas,
de una increíble fuerza y fragilidad. Aquí muestra unas piezas
de porcelana negra como serpientes, con unos toques de pasta naranja. Son
involuciones, ideas que reptan, que se retuercen y tienen un alma animal.
Rosario Guillermo (Mérida, Yucatán, 1952) mezcla su cerámica
con madera y la decora con hoja o lámina de oro, al estilo de los
estofados novohispanos. Es un trabajo de encastre y cobertura, que deja
abierto un enigma, ¿dónde está la cerámica?
Pareciera que, justamente, la artista utiliza la cerámica para ocultarla
bajo el color y el dorado.
Perla Krauze (Ciudad de México, 1953) también parece
ocultar la cerámica y hacerla parecer otra cosa, como maderas quemadas
y cartones chamuscados. En estas piezas hay algo de piedra volcánica,
de incendio, de mundo quemado y rescatado con alambres. Es desolador.
Jorge Marín (Uruapan, Michoacán, 1963) nos ataca con
unas miniaturas de ancianos de pasta blanca patinada, con ojos de colores.
De lejos pensé que eran unas pequeñas caricaturas al estilo
de Tlatilco, incluso unas figuras sonrientes, pero de cerca estos viejos
son una terrible representación de la obsolescencia del cuerpo humano
y la miseria de la vida. Algo de surrealismo, pero no divertido.
Vicente Rojo (Barcelona, 1932) no es propiamente un ceramista, y es
bien conocido que su gran obra la hizo en la pintura y la gráfica.
Tere y yo lo conocimos en los 70, cuando hacía sus famosas “Negaciones”
y “México bajo la lluvia”, y exponía en la galería
Juan Martín. Alguna noche fuimos a cenar tamales a la Flor de Lis
con su esposa Alba (entonces en el Fondo de Cultura Económica),
Beatriz Bueno y Cocó Rivielo. Sus piezas (cinco de 1997) decimos
que son las menos atractivas de la muestra, las más elementales,
y las explicamos como una búsqueda para otras cosas, quizá
interesantes, que veremos algún día sobre sus telas.
No vamos a reseñar la obra de todos los artistas, que sería
aburrido y excesivo, y tampoco describirlas en la narrativa para que se
la figuren quienes no alcancen a ver la muestra. Pero vale la pena hacer
un comentario final. Si en su conjunto esta exposición es una invitación
muy atractiva, la individualidad empieza a ser menos interesante. Las obras
son algo disparejas, y las propuestas estéticas probablemente no
sean muy novedosas. Hay una buena manufactura, sobre todo en las precisas
construcciones de Gustavo Pérez, que a eso se ha dedicado los últimos
10 años. Es sin duda alguna el gran ceramista contemporáneo
de México. Otros trabajos son menos logrados.
Tampoco hemos sentido que el material cerámico esté creciendo
mucho en estas manos, que se esté estirando su mundo o por lo menos
se le esté llevando por caminos nuevos. Es una propuesta de gente
que ya tiene oficio y experiencia, pero hay que seguir adelante y esperar
por la siguiente generación, que ojalá empiece a madurar
pronto.
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