En la pista del circo Hermanos Montalvo

todos querían presentar su número a la vez.

El salto mortal y el crujir de la puerta

se unían a la estampida de los elefantes

y a los gritos despiadados de los tarugos.

La amazona dejaba caer de lo alto telas de vivos colores

manchadas de sangre, mientras saludaba

arrojando besos, flores, relojes de arena.

Otra amazona, saltando sobre la multitud,

cantaba.

A la trapecista, una desconocida, le brillaban los ojos

como dos cuchillos.

Agustín Blázquez, triunfante, entraba montado

en su ondulante caballo blanco.

En lo alto de la cuerda floja, Felipe I, el Hermoso,

bebía un vaso de coñac

mientras Juana La Loca, abajo, batía palmas

y con un sombrero de época en la mano

corría de un lado a otro, tratando de evitar con el gesto

la caída.

 

Perdido entre el público de las gradas,

perplejo, el Dr. Scott, con un pez muerto a la espalda,

ofrecía la salud eterna con la mirada.

Ampliando la voz, para hacerse escuchar,

el marqués del Riscal, subido sobre tres barriles,

ofrecía ser jefe de pista.

Romanoff, el traidor, tocaba sin descanso la tuba.

Por la boca del instrumento, a cada soplido, salían pájaros y perros.

Pedro Primero, en su trono, hacía juegos de barajas

y con la batuta se anunciaba mago y director de orquesta.

Brincaban en la cama elástica los enanos de Botelles,

Caballeros de Santiago y de Montesa, venidos a menos

por estos lugares.

 

Terry era el domador de los dorados leones.

Osborne, malabarista y truhán, pendenciero y tragafuego,

sin querer o queriendo prendió candela a la paja

y todo el Circo se hizo humo en el tiempo.

Afuera reíamos con el payaso que mordía una flor,

mientras, arriba, el fuego era una jirafa, la cabeza de un perro,

una nube, sólo una nube, nada más que una nube.

 

Sigifredo Alvarez Conesa

(Cuba, 1938)

 

 

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