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Con tinieblas y piruetas portentosas emergen los malabaristas de la noche. A patadas y codazos se abren paso por entre la multitud de anonadados personajes que miran deslumbrados, sorpresivamente se sitúan en el centro del redondel y ofrecen numerosos malabares. Se ajustan el cinturón y se revuelcan, con el tropel de caballos enanos que acaban de hacer su aparición, guiñan los ojos y no acaban de revolcarse, y beben café y comen manzanas, hacen esto, hacen lo otro y lo de más allá, y es esto lo que hacen, y lo otro y lo de más allá, y no otra cosa, hasta que alguien entrando en escena resuena, y comiendo ajos el pitazo resuena, y todos se encogen y todos se inclinan, y se recogen sobre sí mismos y se ensimisman, en medio del profundo silencio reinante, se encienden las luces, no se encienden las luces, se apagan las luces, al conjuro de los perros brujos que irrumpen en el redondel con espectaculares volteretas, la incertidumbre desciende y luego no desciende con los perros brujos, que comienzan a trotar en toda la redondez del redondel con gran finura de estilo, para salvar obstáculos ya de por sí insalvables, con gráciles contorsiones y con adecuados y parsimoniosos movimientos, muy conscientes de la admirable admiración con que los admiradores admirados los admiran, con miles y miles de ojos que ansiosamente se tuercen y se retuercen en las vueltas y revueltas de un aparato en verdad aparatoso, de difícil trayectoria, intrincado de verdad pero no disparatado.
Y con el polvo que levantan, y con el aserrín que levantan, y con los caballos que levantan, y con los malabaristas que levantan, y con la basura que levantan, y con los enanos que estos perros brujos levantan, una señora, de hermosura nunca vista se levanta, y, después de sacarse los ojos y limpiar sus anteojos, luego de lanzar un grito se desmaya,
y todo es algarabía, todo es exaltación, chocolate y alegría, en alborozados corazones, al son del regocijo general, al ton con que estos perros brujos se levantan, en son de sacarse los ojos, en ton de limpiar sus anteojos, en son de dar un grito y desmayarse, son ton ni son, al son de universal consternación, al ton con que un lebrel sale de quicio, en son de ponerse a ladrar, en ton de saltar, en son de ganar la pared, en ton de encaramarse en el poste sustentador de los lebreles, en son de irse con éstos, en ton de internarse en un mundo incierto y no conocido, hostil, cubierto de abrojos y exento de margaritas, en son de desentenderse de un hombre terrestre, tan generoso, tan dadivoso, tan cariñoso, que los contempla con ira impotente y que profiere bufido potente, con patéticos gestos de asombro, con miradas de poderoso magnetismo, con cuello de toro y cuernos de diablo, con cabeza de chorlito y espaldas de ursus, con un moscardón zumbando en la calavera, con mejillas empolvadas y manos enguantadas, que avanza con paso precipitado y desesperado,
que entra y se sienta en el centro del redondel, haciendo señas aflictivas y se pone a llorar, provocando un movimiento circular a expensas del gentío que, en efecto, se desborda tumultuosamente para rodear al afligido, habiendo engendrado un redondel con cien redonditos gracias a otras muchas gentes que acaban de surgir de la nada y nada menos, por obra de las señas aflictivas que hace el afligido antes que por eso mismo, sino que todos los disfraces y los antifaces, y los capataces, incapaces y capaces lo rodean, todos los ropajes y los maquillajes y los personajes, con los homenajes y masajes de rigor, los mortales y los inmortales, grandes y chicos, blancos y negros, mujeres y no mujeres, hombres y no hombres lo rodean, involucrados y no involucrados en las señas que hace, mientras que hace las que no hace pero no hace, que no deshace pero que hace, sino que hace; y es lo que hace.
Jaime Saenz (Bolivia, 1921-1984)
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