Madrid, 4 de febrero de 1850

“¡Una carta tuya después de un siglo, de un siglo de un silencio de muerte!...
Gracias; te doy gracias de no haberme arrebatado parasiempre mi
última creencia:
la última fe que he fundado en la tierra.
Sí; he creído en ti; en tu corazón; en tu lealtad: tu silencio me había
casi persuadido de que no valías más que la generalidad de los hombres;
de que tu corazón era uno de tantos;  de que tu lealtad no llegaba
hasta decir noblemente:
“Nada eres ya para mí”, y esto me hizo padecer mucho, créelo.
¡Nos aferramos tan tenazmente a nuestras ilusiones cuando son pocas
las que nos quedan!
En fin; he aquí una carta tuya. ¡Nada!, no hablemos nada de lo
pasado en cuanto
pueda acarrear recriminaciones mutuas y que son inútiles por lo
menos.
Ni aun quejarme quiero de la interpretación que me confiesas haber
dado a mi última
carta, bien que a la verdad me haya parecido extravagante y desnuda
de sentido común.
Pero he aquí una carta tuya y yo no veo más sino esto: que tu corazón
lanza
un acento preguntando por el mío y que el mío debe responderte sin
amargura,
sin vehemencia: olvidando todo lo que pudiera hacer dolorosa la
comunicación
tanto tiempo interrumpida, que hoy se reestablece.
De quién fue la culpa, no es ocasión de indagarlo: tuyo es el mérito de
que haya
cesado y esto basta a mi alma, y esto borra todo otro recuerdo...”

(Fragmento de un epistolario amoroso a Ignacio de Cepeda y Alcalde)

Ir a la página de inicio

1