Espacio Perdido
 
No quiso ver como se alejaba el avión. Ahora estaba solo. Dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida del aeropuerto a las seis de la tarde. Su mente recorría más espacio en los recuerdos que la distancia que cubrían los largos pasos de sus zapatos negros. En ese momento le era más fácil tararear al flaco Spinetta cantando "...por qué habré venido hasta aquí si no puedo más de soledad..." que prestar atención a la radio de un taxi que de pronto pasaba por la puerta de salida, desparramando con un ritmo irreverente el "...vamos al Noa Noa!.." de Juan Gabriel y que le ofrecía llevarlo a donde vaya por "30 soles nomás…". Siguió caminando y se metió, casi sin darse cuenta, a su viejo Chevrolet del ’84, prendió la radio y decidió ir por la ruta de la playa.

Las luces de los autos que corren por la Costa Verde se paseaban en el espacio vacío de sus pensamientos, entraban y salían por la puerta de sus ojos sin ser pensadas ni recordadas. Decidió detener el auto dentro de la primera playa solitaria que viera. Evadió las linternas que los repentinos cuidadores nocturnos destellaban sin apocarse para indicar la entrada a la playas hasta que pudo bajar del auto cerca a un pequeño acantilado. Su camisa blanca dibujaba su delgada figura alejándose mientras caminaba hacia el borde oscuro de ese pequeño mirador. El viento, que parecía detenerlo, formaba un pequeño remolino a su costado. Buscaba, sin encontrarlo, el avión. Y sentado en el aire de la noche se quedó mirando 10 años el mar…

Hacía tres semanas ellos habían llegado al departamento. Más o menos a las 3 de la mañana recordaba. El mar violento de serenidad reventaba las olas que bailaban sobre sus retinas y parecía abrir un espacio donde lo esperaba. En esas noches, ninguno de los dos se preguntó si eran sus labios, sus palabras o simplemente la euforia de soledad lo que los unía. El sexo transcurría suave pero con la insípida angustia de estar intimando temerariamente con lo desconocido. Ninguno de los dos podía conducir el ruido. Se preguntaba si ese repentino torbellino en el mar era como él, formado de la nada, girando sin rumbo y de vida efímera. Se preguntaba en amplia confraternidad soledad si la secuencia interminable de noches sobre el mar era tal vez el reflejo de sus relaciones. Para ella, en cambio, siempre fueron absurdas las preguntas. El hecho de percatarse de tanta familiaridad y tanta entrega la sorprendió a si misma. Después se daría el tiempo para pensar decía. Recostada desnuda sobre el tiempo detenido en el pequeño departamento de Miraflores donde instalaron sus encuentros, lo único que esperaba era una excusa, una palabra para seguir. Miraba silenciosa su vestido azul sobre el suelo y luego, pensando que no la veían, lo miraba a él -"Tengo frío"- decía siempre y se tapaba. Las semanas que siguieron a veces fueron meses, a veces fueron días y otras solo instantes. De la pasión a la nada. La torpeza se enredó en sus vidas. Ninguno se percató de que tanto el hablar como quedarse callados fue al final la misma cosa.

Caminó hacia el mar. En ese instante recordó toda su euforia, recordó su miedo a las arañas, veía la cara de ella escondiendo los ojos, recordó que había dejado el carro abierto pero no le importó. Ya nada podía importar mucho ahora. Una patrulla de la policía se ha detenido cerca. Lo han visto a lo lejos y saben que está a punto de entregarse al mar. "¿Y si me mato... quién mierda se va a quedar con las llaves del auto?" – pensó y se detuvo. Era muy tarde ya, la luz azul y roja de la patrulla golpeaba su cara. Cuando están cerca solo los mira atónito y les dice: "La torpeza de nuestro miedo busca siempre la vida sin saber que primero hay que enfrentar nuestra propia muerte" -. Había pronunciado palabras que ni el mismo entendía y de pronto recordó nuevamente las llaves, golpeó el bolsillo izquierdo de su pantalón como buscándolas.

Ahora, luego de un breve interrogatorio, ya no pensaba en aviones ni mares, esa noche había quedado en salir con sus amigos y "no debía faltar" pensaba. Mientras el auto se disolvía en el tráfico de un viernes de Miraflores comenzaba a llamar por su nuevo teléfono a sus amigos para salir en la noche a cualquier lugar a cualquier sitio para amanecer.

Arturo Calle

 
 
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