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"Le suplico tenga a bien fijarme una cita para lo más pronto posible. Mi número de teléfono es el 93 633. Espero impaciente su llamada. Fabrizio."
La sola lectura de este nombre me sugirió de golpe lo que la letra no me había revelado. Yo no conocía personalmente, ni jamás había visto, a quien así firmaba -Fabrizio-; sin embargo, no era aquella carta la primera que recibía de él. En realidad, su primer mensaje llegó a mí después de la publicación de mi novela La difícil esperanza (fué, según creo, a principios del verano de 1947), y si dijese que me había parecido extraño, me quedaría corto. No se trataba, en efecto, más que de una hoja de papel virgen: un papel de cartas corriente, que no llevaba más que un nombre, al pie: Fabrizio. En aquella ocasión me costó algún trabajo descubrir el significado simbólico que podía tener, en una historia poética, el hecho de enviar una hoja en blanco a alguien; pero la índole un poco especial de la novela a la cual sucedía el curioso mensaje me ayudó. Tuve entonces un vivo deseo de conocer al remitente, tanto más cuando que tenía (y no podría precisar sobre qué elementos se basaba mi hipótesis) la sensación muy clara de que se trataba de un hombre joven. Recuerdo incluso haber planeado con complacencia diversos artificios con el objeto de inducir al citado Fabrizio a descubrirse; tales como insertar, por ejemplo, un aviso en los diarios, o bien lanzarlo por la radio. Pero no hice nada, y el tiempo transcurrió. Coincidiendo con la publicación de otra de mis novelas, El cielo y la tierra (marzo de
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1950), recibí una nueva carta, la cual, más generosa que la precedente, casi borrada ya en mi memoria, contenía algunas palabras que me dejaron profundamente turbado: "Firmaba únicamente con mi nombre la hoja en blanco que le envié después de haber sentido el dolor humano de Tom. Hoy, tras de la lectura de El cielo y la tierra, podría igualmente firmar la misma carta con el nombre de Alberto. Le doy las gracias." Y nada más, salvo, como es natural, la firma: Fabrizio. Debo advertir aquí que Alberto (Alberto Ortognati) es uno de los personajes de la novela que acabo de citar: un adolescente que lleva un diario íntimo, que llega a creerse endemoniado y que se suicida.
A continuación del segundo mensaje, más aun que mi curiosidad, fué mi interés de hombre en el sentido más amplio el que se sintió atraído al juego de aquel tan fiel como misterioso corresponsal. Por esta razón, decidido ahora a intentar algo, rogué a mi editor, Enrico Vallechi, que publicara el breve suelto siguiente en su boletín Le carte parlanti: "Carlo Cóccioli invita encarecidamente a su lector Fabrizio a que salga del incógnito y le cite para una entrevista como más le convenga." Pero, aunque me ocupé personalmente de la difusión del boletín, no tuve ninguna respuesta, de suerte que al fin me resigné a no saber nada más del asunto. En este lugar, con el fin de reparar una omisión, conviene precisar que la primera carta de Fabrizio procedía de Arezzo, en tanto que la segunda llevaba el matasellos de Florencia.
Como ya he dicho, me enteré del contenido
del tercer mensaje a una hora bastante avanzada de la noche; pero, incapaz
de esperar más tiempo, y como entonces no tenía teléfono
en mi casa, salí inmediatamente en busca de un café que estuviera
todavía abierto. Habiéndolo encontrado, marqué
el número indicado con una mano que, debo confesarlo, temblaba un
poco. La espera fué, o me lo pareció, extremadamente
larga. Después, una voz (baja, apagada) dijo: "Hola."
"Quisiera hablar con Fabrizio", contesté; y, sin esperar a más,
dije mi nombre. Hubo un silencio, tras del cual la voz repuso:
"Soy yo, gracias." "Venga usted a verme cuando quiera, venga
mañana por la mañana; le esperaré en Via Pietra
Piana, 18.
¿Le conviene?" Hubo otra
pausa, y después oí: "Gracias". Subí
de nuevo la escalera de mi casa y me acosté muy agitado, demasiado
tal vez. Y, casi al punto, el sueño que suele anunciarme
un acontecimiento grave, o al menos de importancia, vino a visitarme:
Mi abuela materna vestida de pies a cabeza de seda
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oscura, empolvada, regia ... "Verás, verás, verás", me dijo en el sueño; y esto fué todo.
Fabrizio acudió bastante temprano;
no eran aún las diez. Cuando llamó (yo había
oído ya sus pasos en la escalera), estaba yo tendido sobre mi cama,
leyendo. Traté de adoptar una actitud serena, y me dirigí
lentamente hacia la puerta; pero recuerdo que el corazón me latía
en el pecho precipitadamente. Abrí;
ante mí se encontraba un joven (más
joven de lo que yo esperaba, y pálido), el cual esbozó un
gesto de saludo, pero no dijo una palabra. Yo fui el primero
en decir: "Fabrizio", y después: "Haga el favor de pasar;
estoy contento de que haya venido." Le conduje a mi gabinete
de trabajo y le hice sentar en un sillón, junto a la ventana que
da a la colina de Fiésole. Estaba, en efecto, muy pálido,
y adiviné en él una rígida contracción espasmódica.
"Ha hecho usted bien en venir", repetí para ganar tiempo (tanto
por él como por mí). ¿No sabe usted que
después de su segunda carta estuve buscándole durante mucho
tiempo?" El joven respondió: "Lo sospechaba."
Fué entonces cuando tuve la fugitiva (pero clara) impresión de haberle visto ya en otra parte, en otro tiempo. O tal vez, ¿quién sabe?, entrevisto su imagen. Tal impresión duró un instante, y todo se disipó.
Le miré. Debía tener veintisiete o veintiocho años, pero su extremada palidez, o el gesto que hizo al llevarse la mano a la boca, o el brillo de sus ojos oscuros ... , en fin, algo indefinible de lo cual estaba fuertemente impregnado, hacía de él un niño. Pero un niño pensativo, que sufría. Sus labios eran carnosos; sus cabellos, rizados sobre las sienes, descubrían su cuello; se mantenía muy derecho, y sin embargo, no habría experimentado asombro alguno si él me hubiera confesado que había llorado durante mucho tiempo. Le ofrecí cigarrillos, en silencio. El tomó uno y se lo llevó a los labios sujetándolo con el pulgar y el índice de su mano derecha, como si fuera la primera vez que fumaba.
Guardamos silencio un instante. Por la ventana cerrada llegaba hasta nosotros el rumor apagado de la calle y del mercado de flores. Me levanté y eché un leño a la estufa. "Hace frío -murmuré vagamente-, y, a pesar de ese sol, cualquier mañana de éstas nos encontramos con la nieve al despertar ... "
Entonces el joven declaró:
"Tengo que decirle a usted algo. O más bien, que contarle. Usted es la única persona a quien creo poder confiarme." Hizo
una pausa, y con la misma voz cálida, pero desprovista de pasión, agregó: "Porque me encuentro, tal vez, a punto de morir."
En lugar de contestar, me levanté de nuevo y le serví una copa de coñac. Ya otras veces en mi vida (otras tres veces), había oído pronunciar semejantes palabras. Serví, como digo, una copa de coñac a mi visitante, que se la bebió de un trago, sin que por ello se relajara su tensión. Agregó, tan sólo:
"Se trata de una historia muy larga, y tal vez le aburra."
"¿Por qué no nos tuteamos?", propuse yo (y al punto me arrepentí, pero era demasiado tarde).
Por un momento, el joven me miró fijamente con unos ojos en los que había una nueva expresión; pero pronto recobró la actitud despreocupada que tal vez le era propia, y comenzó a hablar. Sus primeras palabras fueron éstas: "Me llamo Fabrizio Lupo." Yo hice un gesto de estupor y le tendí las manos, en tanto que él se contemplaba fijamente los dedos, permaneciendo inmóvil. "Sé quién eres -dije, asombrado, en voz baja-. No he visto más que una vez tus pinturas, pero no las he olvidado." El, sin que pareciera haberme oído, reanudó su relato, continuándolo por largo tiempo con una calma aparente, interrumpiéndose de vez en cuando.
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