Nota de lectura: Todas las marcas en color [n] indican la página original del texto que transcribo, a manera de referencia.

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"Mi nombre es Fabrizio Lupo -declaró el joven-, y tengo ventiséis años y una memoria excepcional: éste es, a mi entender, y como verá usted cuando conozca la historia de mi vida, uno de los mayores motivos de mi tormento.   Mi padre, que murió inmediatamente después de terminarse la guerra, era funcionario, magistrado más exactamente:  un hombre severo y reservado a quien prefiero no juzgar todavía, aunque hayan transcurrido varios años desde su muerte.   Por el contrario, hace mucho tiempo que tengo gran intimidad con mi madre.   De mi padre me limitaré a decir que era todavía joven cuando murió; casado antes de cumplir los veinte años, me tuvo al poco tiempo; de niño, sentía a menudo envidia de mis camaradas cuyos padres eran más viejos que los míos.   No hay duda de que hubiese experimentado un afecto profundo por mi padre de habernos separado una mayor cantidad de años ... Sobre mi primera infancia podría extenderme cuanto quisiera apelando a mi memoria:  cuando nació Elisa, mi única hermana,
yo no tenía todavía tres años, y sin embargo me acuerdo no sólo de la mañana en que nació (una mañana gris, lluviosa), sino también del delantalito a cuadros blancos y azules que llevaba yo aquel día.   Pero ¿a qué vienen estos detalles?   A los seis años, me mandaron a la escuela; vivíamos por entonces en una aldea siciliana cuya escuela elemental estaba a cargo de unas cuantas religiosas.   La hermana maestra me colocó detrás de un niño que se llamaba Marcelo.   Todavía lo estoy viendo:  más pequeño que yo, rechoncho, con el pelo rizado, era indócil y huraño, no tenía amigos, se entregaba a la satisfacción de interminables caprichos y casi nunca hacía las tareas que se nos fijaban.   Me enteré de que vivía no lejos de nuestra casa (lo cual me produjo un extraño contento), e incluso que nuestros dos jardines no estaban separados más que por una tapia, aunque ésta, por su altura, constituía un obstáculo insuperable.   Marcelo (todavía experimento un sobresalto, cuando oigo pronunciar este nombre de improviso), Marcelo, digo, llevaba el pelo revuelto.

"Entonces era incapaz de explicarme lo que me sucedía; después me he dado cuenta de que le amaba.   Pensaba en él durante

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días enteros, pasaba largas horas inmóvil pegado a la tapia del jardín, imaginando su presencia al otro lado, y a menudo soñaba con él, de noche.   Un día, al salir de la escuela, ya no recuerdo por qué motivo, se arrojó sobre mí y se puso a pegarme; yo hubiese podido defenderme fácilmente y vencerle, pero no hice nada, y soporté su colera ciega sin un gesto.   Por el contrario, aquello me hizo quererle más.   Después pasaron los años, y con los años los Marcelos se multiplicaron en mi vida.   Yo lo sentía fuerte, riguroso, seguro de sí; y, a pesar de todo, inconsciente de mi temor así como de mi odio.   He dicho de mi odio, pero le quería naturalmente, con un amor que no hace sino aumentar mi temor ... Mi madre, por el contrario, era para mí una dulce compañera, y lloraba abundantemente cuando mi padre me pegaba, cosa que éste hacía a menudo, con furor.   Crecí así, insensible y tímido.   Hasta los doce años tuve dificultad para pronunciar ciertas consonantes, como por ejemplo la "r"; también tenía algunas fobias, entre otras la de la oscuridad, así como la de los grifos:  no conseguía dormirme si se me ocurría que un grifo de la casa podía estar dejando correr, en la oscuridad, algunas gotas de agua.   Había no pocas cosas que me conmovían hasta hacerme llorar:  un burro maltratado por un amo brutal, un chiquillo con las piernas demasiado flacas, o la muerte de nuestro jilguero.   Leí mi primer libro cuando tenía diez años; una novela sacada a escondidas de la biblioteca de mi padre; la lectura me apasionó como a otros los deportes, razón por la cual no tardé en organizarla.   Suplicaba a mis camaradas que me prestasen sus libros, y ahorraba, céntimo a céntimo, para comprarlos de ocasión a los libreros de viejo, cuyos nombres y cuyas manías conocía yo mejor que nadie ... En clase, me revelaba bastante inteligente; decían de mí que tenía excepcionales dotes para el dibujo.   Me acuerdo que un día me llevaron al circo; al volver a casa (tenía diez años), cogí mis lápices de colores y llevé a un papel las impresiones maravillosas que el espectáculo me había procurado.   Nadie quiso creer que yo era el autor.   Así pasó el tiempo:  leía, dibujaba, y devoraba increíbles cantidades de pan, durante horas y horas.   Mi pubertad fué normal aunque precoz; descubrí por mí mismo el palcer, y en la primera experiencia que hice, me puse de pronto a sollozar, pues creí que iba a morir.   Así tuve, a la vez, la revelación del amor y la de la muerte.   A partir de entonces, comencé a enflaquecer y sufrí incesantes dolores de cabeza;  a tal grado, que un médico, amigo de la familia,

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me llamó y me endilgó un discurso interminable, cuyo horror creo que no me abandonará jamás.   Como las funciones de mi padre nos hacían cambiar de residencia a menudo, el círculo de mis amistades se extendió.
Tenía doce años, creo, cuando uno de mis compañeros de clase tuvo la ictericia; era un muchachito rubio, bastante tímido, con el cual, después de todo, y a pesar de la atracción que siempre había ejercido sobre mí la dulzura de su carácter, jamás estuve ligado por una verdadera amistad.   Sin embargo, fuí a verle una vez, y volví con frecuencia, llegando incluso a pasar todo mi tiempo libre a la cabecera de su cama.   Esto duró quince días, y fueron los primeros de verdadera felicidad que tuve ocasión de gozar; una felicidad que prescindia de razones, que ignoraba el porvenir.   Charlábamos cariñosamente de nonadas, jugábamos a las damas y a las cartas, o cantábamos; yo le hablaba a Silvestro de mis lecturas (por entonces me apasionaba Julio Verne), y, de cuando en cuando, la madre del enfermito entraba en la habitación, le arropaba y me daba las gracias con una sonrisa por tanta y afectuosa asiduidad. ¿Qué hubiera dicho de haber podido adivinar que yo no estaba allí sino para acechar el momento en que ella levantaba los cobertores?   Pues entonces entreveía las piernas de Silvestro; y, al mirarlas, me sentía de repente otro, me exaltaba ...   Desde entonces, aún antes de comprender mi verdadera índole, me sentía aterrado (éste es el término adecuado) por la nobleza, por la pureza de lo que experimentaba; y si aportaba a ese sentimiento cierto pudor, se debía tan sólo a que los otros, y de esto me daba cuenta, no habrían podido hacer otra cosa que deformarlo y envilecerlo.   También comencé a experimentar el tormento de la soledad y el orgullo que la acompaña.   En cuanto a lo demás (dejando aparte mis aptitudes para el dibujo y la precocidad que me distinguía en clase), yo llevaba la misma vida que todos los muchachos de mi edad; para precisar más, he de añadir que era algo cobarde en el dominio de los ejercicios físicos, lo cual se manifestaba por una actitud de timidez hacia algunos de mis camaradas menos inteligentes, pero más fuertes y mejor dotados que yo para los juegos.

"A los trece años, a favor de una nueva mudanza de casa, tuve la suerte de efectuar una larga travesía con mi familia.   Nos embarcamos en Nápoles, a primera hora de la tarde, con un sol de primavera.   Era un gran paquebote, o al menos a mí me lo pareció.   Los preparativos de la salida, los viajeros que embarcaban, el ir y venir de los botes en los que iban los comerciantes enfebrecidos,

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la animación y los gritos de la tripulación, todo ello me excitó hasta un punto que no podría describir.   Pero si hablo de ello es porque sucedió algo.   Y lo que sucedió fué que, impulsado por el deseo de descubrir el resto de las secretas maravillas que el navío parecía tener que ocultar aún, me aventuré hasta el extremo del castillo de proa.   Como la actividad de la tripulación se concentraba en aquél momento en otra parte, el lugar se encontraba desierto; y allí, inclinado sobre el empalletado, esperé, con la mirada fija en las olas, a que el navío aparejase al fin.   El sol me daba de lleno en la cabeza, pero apenas si me preocupaba por ello.   En las ondas profundas y azules, soberbiamente hendidas por la elevada proa que avanzaba, me parecía encontrar como un presagio de aventura:  de esa aventura que iba, al fin, a sacarme del mundo de los otros y a conducirme al mío (aun bajo formas instintivas, la distinción se acentuaba).   Entonces fué cuando, al levantar la cabeza, vi a un muchacho de mi edad sentado no lejos de mí sobre un montón de caddenas, con la nuca apoyada en el empalletado y las piernas extendidas.
Según supe más tarde, se llamaba Sergio.

"Nos hicimos amigos.   De ese viaje he conservado el recuerdo de sus piernas.   La familia de Sergio se dirigía al mismo lugar que la mía, y así tuve la ocasión de volver a verle.   Coleccionaba sellos de correos, y yo invertia mis ahorros en adquirirlos repetidos, pudiendo así ir a su casa con el pretexto de ofrecérselos a cambio de otros.   La timidez me devoraba ... Sergio era un muchacho alto y rubio, de ojos azules risueños; el tipo del boy-scout que nos mira fijamente a los ojos y nos exije lealtad a cambio de la suya.   Pero una tarde en que me dirigía a su casa en bicicleta, con los bolsillos llenos de sellos de Persia, pasé, sin detenerme, por delante de las ventanas de su habitación y levanté los ojos.   Vivía en el piso bajo, por lo que me fué fácil sorprenderle.   He de añadir que aquel día, cediendo a una premeditación infantil, había bebido algunas copas de licor, jurándome a mí mismo pronunciar al fin las palabras que venía preparando en secreto desde hacía tanto tiempo ... Pero quiso el destino que sorprendiese a Sergio, por la ventana, y Sergio no estaba solo en su habitación.   De la criada de sus padres, sólo vi la cabeza:  la había apoyado sobre el pecho de él, quien con sus manos fuertes la acariciaba tiernamente.   Sin bajarme de la bicicleta, di la vuelta a la casa y no volví más.

"Al poco tiempo me dijeron que Sergio había muerto.   Mi padre quiso que fuese al entierro, pero yo me negué, y, por primera vez, venciendo mi temor, mantuve firme mi decisión.   Un día

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(tenía yo ya dieciséis años y estaba en mi último año de liceo), habiéndome encontrado por casualidad con un antiguo compañero de clase, recayó la conversación en Sergio.   Entonces me enteré de que desde la época de su pubertad hasta su muerte, Sergio se había entregado con algunos de sus amigos a prácticas que entonces todos (todos, pero yo no) juzgaban con una sonrisa de indiferencia.   Después de haber escuchado hasta el fin a mi compañero, sin hacer el menor comentario me separé de él y me volví a casa.   Allí, después de encerrarme en mi habitación, dominado por una fría cólera, me puse a desgarrar el viejo pañuelo, destruyéndolo metódicamente; y abandonándome por fin al llanto, comprendí por primera vez que Sergio había muerto, y que no volvería a verle jamás.

"Yo era, en aquella época ya lejana de mi vida, un muchacho coleccionador de sellos, apasionado de la bicicleta y del cine, y que sabía de memoria el nombre de todas las estrellas de Hollywood ... Era en apariencia un ser semejante a muchos otros; pero que llevaba, en lo más secreto de sí mismo, un deseo violento, que era como un sentimiento de espera.   ¿Fué tal sentimiento el que, unido al azar de las circunstancias, me incitó al anochecer de aquél día de invierno a hojear el grueso volumen de la Enciclopedia Italiana?   En el artículo sexo descubrí de repente la primera explicación de mí mismo.  Todo se encontró designado con un nombre; llegué al fondo de la estupefacción y del horror; pero éste es un detalle inútil.   Es, por el contrario, más importante decir que no quise, a ningún precio, resignarme ..."

"¿Conoces Si le grain ne meurt de Gide? -prosiguió poco a poco Fabrizio Lupo-.   Yo he leído ese libro hace apenas unos meses, y en algunas de sus páginas, sobre todo en las últimas, he encontrado en parte, con una claridad atroz, mi propia historia.   Hablo del Gide que luchaba, del Gide que se negaba ... ,  del Gide que despreciaba la sumisión fácil a un estado de hecho, del cual, sin embargo, no era responsable.   Del Gide que, en África, buscaba la mujer capaz de proporcionarle, aunque fuese de un modo pasajero, esa paz que podía procurarle fácilmente y con plenitud el primer adolescente que hallaba al paso.   He encontrado también una parte de mí mismo, tú lo sabes, en el Alberto Ortognati de tu

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libro El cielo y la tierra (tal vez a él le debo estar hoy aquí hablándote); ese Alberto atenaceado por la necesidad de un orden que va a buscar en el cielo y sobre la tierra, y del cual se cree excluído, rechazado; que se siente en pecado, y que por eso se niega a vivir.   Creo deber precisar en este punto, con el fin de volver más claras numerosas situaciones y de disipar el menor equívoco, que, a pesar de todo y de todos, y en contra de toda fórmula preestablecida, he sido siempre cristiano, y que sigo siéndolo.   Por lo demás, he de volver después a este punto, que es para mí de extremada importancia; que es de todos, tal vez, el más importante.

"Por otra parte, no tengo de ningún modo la intención de extenderme en lo relativo a mis luchas y a mis sufrimientos.   Ni en lo que se refiere a la estupefacción (ya he empleado éste término) que experimentaba al verme como era.   Porque todo esto podría parecer bien trivial; hasta tal punto son numerosos los que, en este mismo momento, podrían hacer un relato semejante al mío, palabra por palabra:   la larga historia de sus tentativas en los prostíbulos, sus exaltaciones, sus desalientos . . .   Sin embargo, debo ahora hablarte de algo, de una realidad que me distinguía de los demás, y que yo sentía: la realidad que atribuía a la palabra amor . . . ¿Quieres darme otro cigarrillo?"

Lo encendió y comenzó a fumarlo, con sus gestos graves de mancebo.

"Siempre he soñado con el amor -prosiguió inmediatamente, en un tono natural-.    ¿Lo creerías?  Casi siento vergüenza al decirlo, pues sé que puedo parecer ridículo: ¡<<He soñado con el amor>>!, lenguaje de modistillas.   Y sin embargo ésta es mi característica más profunda, de lo cual me di cuenta bien pronto.   Me di cuenta a partir del momento en que, rechazando los límites de mi condición, me puse a imaginar, con todas mis fuerzas, cómo sería la muchacha a quien yo habría amado; y llegué casi a construirla poco a poco, rasgo por rasgo.   Pretendíala serena, sólida, diferente, por lo tanto, de mí mismo, un poco misteriosa, protectora, con unos tiernos ojos expresivos; y asimismo me puse a esperarla.   Y los años pasaron.   En los últimos meses de la guerra fuí soldado; y una vez desmovilizado, tuve que pasar  por las vicisitudes comunes, sufriendo como los demás el hambre y las humillaciones de la derrota;  pero si bien desesperaba de todo, no desesperaba jamás, sin embargo, del amor. Amor, que yo pronunciaba mentalmente con mayúscula, y al que consideraba como

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una fuente de nobleza y de trabajo creador, el único bien terreno que era verdadero, la posibilidad de creer en Dios, de rezar . . . Y un día conocí a una muchacha, algunos años más joven que  yo;  y habiéndola encontrado por casualidad, comencé a frecuentar su trato con asiduidad, sin darme, no obstante, cuenta, al principio, de que personificaba mi ideal secreto.   Vivía en el campo, y yo fuí a menudo a verla, llegando a  hacerme  muy amigo de su madre.   Pero hasta que un camarada me confió  haber intentado, sin éxito, besar a Teresa (que así se llamaba la muchacha), no comprendí, por los celos que experimenté, por ese nudo que con frecuencia me oprime la garganta . . . , que la esperada era ella, era Teresa.   Así comenzó una aventura que me robó dos años de mi vida; y ¿sabes lo que ocurrió?  La cosa más extraña, la más paradójica que pueda suceder:   yo, que siempre había soñado con poder amar a una mujer, descubrí, el mismo día en que llegaba a mi objeeto, que existía otro problema:  el de hacerse amar.   Y no lo logré, he aquí el absurdo.   La prueba, como te he dicho, duró dos años:  luché por ser amado durante dos largos años, del mismo modo que durante seis había luchado ya a fin de llegar a amar un día de acuerdo con la norma.   Fuí vencido, y en esta derrota perdí mi última posibilidad de ser un hombre normal.   Y digo normal, ya que entonces creía en estas palabras . . . Cayendo así en la angustia, en la confusión mental, en la neurosis, conocí en todo su horror las angustias de la soledad.   Tal vez convenga que diga, en este lugar, que hasta entonces, de hecho, no me había aproximado a un ser del mismo sexo que el mío.

"Cuando tuve la certeza de no poder intentar nada más, y cuando Teresa estuvo perdida por siempre para mí, decidí quitarme la vida.   Después de haber fríamente (pero, según creo, sin complacencia) premeditado mi muerte, comencé a organizar mi suicidio, llegando hasta el punto de confesarme y comulgar la misma mañana del día fijado para poner en ejecución mi proyecto.   Hice todo esto sin temer por un soslo instante cometer un sacrilegio:  la certeza de no ser responsable de mí mismo había llegado a convertirse en una realidad profunda, realidad que daba un sentido a mi vida.   Desde la época de la resistencia, conservaba un revólver;  y como careciera de municiones, al salir de la iglesia me puse en busca de una armería.   Al fin, vi la muestra de una, y entré en el establecimiento.   Allí fué donde conocí a Roberto; lo vi al franquear el umbral, y sentí que al fin se conmovía algo en mi interior.   Estaba detrás del mostrador, con un blusón de lus-

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trina; me dió los buenos días sin levantar la cabeza, y después, irguiéndose de pronto, me miró a los ojos.   Es posible que fuera yo quien lo hiciera, no lo sé . . .  Un día leerás la historia de aquel hombre que, encontrándose en una zapatería sin preocuparse de la gente que le rodeaba, declaró <<te amo>> a un joven dependiente. 1   Esto fué lo que hice yo entonces, escapando así del suicidio.

"Evité el suicidio; pero, evidentemente, al hacerlo, aceptaba, Me aceptaba ; y esto, ya ves, yo creo que jamás llegarás a comprenderlo realmente; jamás podrás llegar al fondo de esta idea, aunque pongas a contribución toda la fuerza, la simpatía, el ardor de que eres capaz, así como la compasión que podrías experimentar.   Quiero decir con esto que nunca sabrás lo que puede significar, para un ser como yo, el aceptarse.   Por este motivo, necesitaría hablarte aquí largamente . . .  Hablar . . . Pero, ¿podrías creerme si te dijera que, hasta mi encuentro con Roberto, yo no había dicho jamás una sola palabra de mí, sobre mí, a nadie en la tierra?  ¡Oh, si supieras el sufrimiento que es tener que callar siempre!   Escucha:  me conoces desde hace poco, y no puedes saber, por lo tanto, hasta qué punto es exuberante mi temperamento, cuán sano soy en el fondo, cuán impulsado me siento hacia los demás por una cordialidad que es en mí un instinto, que es una fuerza de la naturaleza . . . , cuán inclinado soy a la palabra, a las efusiones, a las confidencias.   Soy así, y sin embargo, he tenido que violentarme durante años:   ¡ callar y callar !   Me acuerdo de que un día tuvo mi padre que efectuar un corto viaje, y como mi hermana Elisa se encontrara por su parte en casa de unos amigos, nos quedamos solos en la casa mi madre y yo.   Y mi madre, en el curso de nuestras veladas, me miraba;  y yo, evitando su mirada, buscaba mil pretextos para salir,  para escabullirme . . . , para no ser vencido, quiero decir, por la tentación acuciante que me devoraba, que me susurraba interiormente sin cesar:   <<Debes hablarle, debes confiarte a ella, debes . . . >>    Después, por la noche, lo hacía en sueños;  tenía la sensaicón de que mi madre me comprendía, de que me sostenía, saboreando así el bien más precioso, el goce más intenso del mundo.   Pero, me dirás, ¿por qué no le hablaste?   A fin de cuentas,  ¿quién te lo impedía?   Y yo te contestaré que entonces era un monstruo.   ¿Captas el sentido de esta palabra?   Un monstruo: un 

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ser raro, fabuloso, objeto de horror a los ojos de todos; un horror que yo mismo era el primero en experimentar; y de la mañana a la noche, desde el momento en que me acostaba hasta el amanecer, un compañero hasta tal punto inseparable que con frecuencia llegaba a acostumbrarme a su presencia, a olvidar que me seguía;  y yo vivía así, como en un sueño.   Un sueño interrumpido, sin embargo, por pesadillas espantosas, cuando, después de haberme concentrado con todas mis fuerzas en la frase << Soy un homosexual, soy un homosexual, yo, sí, yo . . . >> acababa por descubrir, de nuevo y con claridad, la fuente de la infamia que me marcaba entre los otros; y volviendo a encontrar por entero ese horror de que te hablo, esa inagotable fuente de repugnancia y de miedo, tenía entonces la sensación de que me deshacía, de que me desvanecía, literalmente, en la angustia.

"Pero vas a comprenderme.   No hace mucho tiempo tal vez un año,  al regresar a mi casa a mediodía, entré en una librería y di por casualidad con La metamorfosis de Kafka, de la cual había oído hablar ciertamente, pero que no había leído hasta entonces.   Compré, pues, el  libro y recorrí las primeras páginas en el tranvía que tomaba habitualmente.   Pues bien (te permito que te rías y me llames histérico o loco):  cuando me apeé del tranvía, vacilaba sobre mis piernas de tal manera que tuve que apoyarme contra un muro, para vomitar.   Al leer la historia de aquel hombre que, al despertar, se encuentra convertido en un insecto repulsivo, volví a encontrar de golpe el espanto que se había nutrido de mi sangre, como una garrapata, durante años y años; volví a encontrar esa sensación de horror contra la que me había opuesto, esa sensación que había rechazado el día en que, al encontrar a Roberto, adopté al fin la desición de aceptarme.   Tal es el sentido de nuestra acpetación.   Es un primer paso, y debe ser (estoy seguro) común a todos:  aceptamos nuestra realidad, abdicamos ante la lucha. Después viene el segundo paso, con el orgullo de ser lo que se es:   cuando podemos llegar a decidirnos que son los otros los que se equivocan, que son ellos los anormales.   Si no me hubiera propuesto ser breve, podría referirte con detalle los diversos estados psicológicos  de este proceso;  habría materia para una novela, que, por otra parte, ofrecería tal vez un interés mayor que el de cualquiera monografía abstracta sobre el tema.   Porque, puedo asegurártelo, ningún tratado ha podido hasta ahora hacerme decir << Este autor nos ha comprendido >>,  probablemente por el hecho de que nosotros somos, para los demás, como unos ciegos con respecto a los

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 que ven, o inversamente.    Una mutua incapacidad de interpretación nos separa.    Mientras que,  por el contrario,  en las páginas de Proust de Sodoma y Gomorra , las primeras páginas  . . ."

Al llegar aquí, Fabrizio Lupo se levantó y se acercó a la ventana, permaneciendo por un instante silencioso, mirando fijamente a través del vidrio.

"Sin embargo -prosiguió, sentándose de nuevo-, quiero ahorrarte una disertación sobre la homosexualidad y sus senderos.   Y esto por una razón precisa:  la de que me veo forzado a usar un lenguaje cuyas categorías no quiero aceptar.   ¿Qué significa en efecto, homosexual?   Tal vez éramos todos iguales originalmente, pero después el tiempo nos fue diferenciando, hasta el punto de que puedo sin temor negar la existencia de un tipo homosexual.   Existen diversos tipos, tal es la verdad; y a menudo, del uno al otro, no hay más relación que entre mí mismo y el primer heterosexual con el que pueda encontrarme en la calle."

El tono resuelto de esta afirmación me asombró un poco.   Tendí el brazo hacia Fabrizio para interrumpirle, y le dije:

"¿Puedo saber a qué tipo perteneces tú?   Esta pregunta, me parece, no se debe en absoluto a mi curiosidad . . . "

Fabrizio Lupo sonrió.   "Te contestaré sin dificultad:   yo soy sencillamente, con respecto a los de mi género, lo que puede ser por ejemplo Pablo, el Pablo de Virginia, con respecto a tu vecino de piso;  o el Romeo de Julieta,  o el Dafnis de Cloe, a ese primer heterosexual de que acabo de hablarte.   En una palabra, y en otros términos,  yo soy, en el más alto grado, un tipo de hombre capaz de amor."

Esperé un instante, y luego pregunté:

"¿Una excepción, acaso?"

"No -respondió sin la menor afectación Fabrrizio Lupo-.   O no enteramente una excepción.   Digamos más bien, una voluntad."

Sin embargo, he de añadir -prosiguió con una sonrisa en la que había una especie de humildad- que se trata de una especie poco común.   Constituímos, probablemente, casis límites, precisamente de la misma especie que los ejemplos que acabo de citar . . .   Sin duda habrás de preguntarte cómo puedo hablar de mí mismo con tanta certeza.   Si me conocieras como yo me conozco (tan implacablemente, tan fríamente), no podrías sino darme la razón, estoy seguro . . .  1

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Fabrizio Lupo calló; después se puso a morderse las uñas distraídamente.   Tenía aún cierto aspecto infantil, un poco ausente.   Muy pocas cosas son susceptibles de asombrarme, y sus palabras no provocaron en mí el menor gesto de sorpresa.   Por otra parte, tenía que admitir que en las afirmaciones de mi visitante sentía algo que hubiera retenido hasta la sonrisa.

"Debo, pues, concluir de todo eso -observé al cabo de un momento- que el caso que acabas de exponerme, tu caso, es casi único:  un caso hasta tal punto excepcional que tú serías en suma su único representante.   En otros términos:   Fabrizio Lupo no puede tener un valor de ejemplo.   En este momento, se entiende, hablo sólo como escritor, como curioso de toda situación particular, pero que trata sin embargo de extraer de ella una generalización, un principio universal . . . "

Fabrizio hizo entonces un ademán violento con el brazo, y exclamó:

" ¡No!   Caso límite, si quieres, sí;  ¡ pero no caso único !   Porque de eso a suponer que no pueda servir de ejemplo . . .  ¿Te has preguntado por qué he tratado de verte, por qué estoy aquí, en esta habitación, hablándote?  ¿Crees, pues, que se trata de una necesidad corriente de confesión, de justificación?"

" No creo nada ", observé con calma.

"Pues bien, tendrás que creer esto:  que al venir a verte,  traía mi plan;  dicho de otro modo,  que tengo la intención de servirme de ti.   ¡ Oy                                                                                  eme bien !  (Y Fabrizio Lupo me cogió un brazo,  casi suplicante)  Quiero que los otros, y todos los que son como yo, comprendan,  ¿entiendes?  Quiero que . . . "   Su voz se quebró.

" ¿Que comprendan el qué? " , insistí sin darle tregua.

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" ¡Que comprendan -replicó el joven elevando la voz- la nobleza, la dignidad, el orden moral de un amor como el mío!  La posibilidad de ese amor.  Su belleza, su autenticidad, su gloria.   Su verdad, en fin:  su verdad ante Dios . . .   Quiero, por medio de ti, aportar este testimonio;  y en este momento, con toda la humildad, con todo el ardor de que soy capaz, te suplico que me prestes tu ayuda, que me comprendas.  ¡ Ah !   ¿Podrás sospechar siquiera alguna vez cuánto he reflexionado antes de dirigirme a ti?   Durante largo tiempo he vacilado;  no me atrevía;  lo quería con todas mis fuerzas, y sin embargo era incapaz de ello,  hasta el momento . . . ¡ Quiero proclamar a los que son como yo que existe la posibilidad de un orden, también para nosotros, en esta tierra, y una justificación en el cielo;  y a los otros, que somos también, como ellos, ni más ni menos, dignos de la vida ! "

Fabrizio se expresaba ahora con fuerza y pasión; su mirada era ardiente; sus manos se tendían hacia mi a cada uno de sus gestos.   Pero mucho más que por las palabras que pronunciaba, mucho más que por la fe ciega que les imprimía, fué al ver temblar su labio, cuando, de repente, me sentí conmovido:  emocionado por aquella confesión de debilidad, que era un llamamiento a la ayuda.   Sin embargo, logré contenerme y le hice, con una sencillez desprovista de afectación, la pregunta que me estaba repitiendo a mí mismo desde el comienzo de su relato.   " ¿Qué motivo tienes para creer que yo pueda comprenderte? -le dije-.   Y, aun admitiendo que sea así,  ¿por qué pensar, en tu ardor por atestiguar, que yo esté dispuesto a ayudarte?"

"Tus libros", replicó Fabrizio en el mismo tono de sencillez.

Guardamos silencio durante unos instantes.

Yo no le había preguntado cómo podría ayudarle, sino por qué razón creía que yo quería y podía hacerlo.   Y al mirarle, en el silencio que ahora nos separaba, me decía yo que quizá su respuesta era suficiente.   Me sentí humilde.   Al escribir novelas (en especial las que habían provocado en el joven pintor tan intensas y singulares reacciones, no había obedecido sino a simples razones de amor.  De amor; y sin preocuparme de efectos literarios, sin preguntarme cuál podría ser el juicio que les mereciera este amor objeto de mis libros a mis lectores eventuales.   Siempre he estado persuadido de que es injusto juzgar a un hombre por lo que ama, y que se trata más bien de saber cómo ama, qué parte de sí mismo (de su corazón, de su alma) aporta su amor.   Y siempre he

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creído (porque mi obra literaria no obedece al azar) poder reconocer el amor, saber distinguir sus caras y su poder, descubrirlo, en fin, en cualquier lugar en que pudiera encontrarse, incluso bajo las máscaras y los afeites, incluso oculto bajo la infamia de ciertas apariencias.   Ahora bien, al contemplar a Fabrizio Lupo recogido y como apaciguado después de la violencia de sus últimas palabras, tuve la certeza de que llevaba en sí la marca misma del amor, el signo de una presencia fuerte, heroica, significativa.   Y esto bastaba para mí.

No nos conocíamos, después de todo, sino muy poco; pero yo sentía que la causa de Fabrizio Lupo era noble y justa.   Bajo una inquietud, que se manifestaba a veces por la angustia, adivinaba hasta qué punto su lenguaje, así como su aspecto, era normal; sin dejar de ignorar que la angustia es a menudo propia de quien sufre en silencio las persecusiones del prójimo y de sí mismo.   En cuanto al caso particular que acababa de serme expuesto, yo no veía en él, necesito recordarlo, nada que fuese monstruoso.   Para mí, era simplemente un sentimiento de amor, profundamente sufrido, experimentado y magnificado en un solo impulso de la carne y del corazón.   Y (tal era mi esperanza)  del alma.

Me acerqué a la ventana y durante algún tiempo contemplé la ciudad y, hasta el anillo de colinas, la perspectiva de los tejados que acogían, abandonándose fervientes y dulces, el sol que el invierno les daba.   Dejando vagabundear por un instante mi imaginación, llegué a considerar aquella luz envolvente y tibia como la imagen misma del amor; amor omnipotente, libre de penetrar en el corazón de todas las cosas; y, a causa de esto, no implicando jamás la responsabilidad de aquellos a quienes arrebata.   Pero mientras permanecía así, con la frente apoyada en el vidrio, no pude dejar (aunque sin experimentar por ello la menor amargura) de considerarme un poco ridículo, y me vedé en secreto sacrificar demasiado a los sentimientos. Sabía, por otra parte, que de este modo trataba de defenderme contra la emoción.

Entonces, volviéndome hacia Fabrizio Lupo, le animé a que continuara.   Sin embargo, añadí:

"Te lo agradezco"

"Con esto, llego a Roberto -prosiguió pausadamente el joven-; pero el amor que le tenía, aunque me hizo derramar lágrimas de ternura y me condujo a la aceptación de mí mismo de que te he hablado, no fué en definitiva sino un monólogo estéril,

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sin eco;  Roberto carecía en absoluto de ciertas posibilidades, y él mismo me lo confesó con franqueza.   Sin embargo, me quería mucho, e hizo cuanto pudo por ayudarme:  dábamos juntos largos paseos, y el hecho de sentirlo junto a mí me calmaba.   Pero no hubo nada más.   Mi primera experiencia sexual la hice con Mario, a quien encontré muchos meses más tarde en casa de un anticuario;  Mario, que es más joven que yo, que es más bajo que yo, rechoncho, con los ojos negros y brillantes, con negras ojeras; el tierno Mario, indoliente y escéptico, que se enamoró de mí y a quien (lo confieso) soporté sin pasión aunque con gratitud.   Huyendo de la ciudad, nos refugiamos en un pueblecillo de Umbría, y allí, durante tres días, nos amamos con todo el ardor de que fuímos capaces.   Llorando.  Yo salí trastornado, transformado:  recuerdo que después de la primera noche que pasamos juntos, al franquear la puerta me quedé estupefacto, sobrecogido podría decir, al descubrir que el mundo, el cielo, los caminos, los hombres . . . habían conservado el mismo aspecto que la víspera.   Entré entonces en una iglesia.   Estaba desierta; tan solo había un gran cricifijo en lo más alto del altar.   Serenamente, con mis brazos tendidos hacia él, le pedí entonces que me ayudara a ser digno de lo que, hasta entonces, me había sido revelado y que yo sentía no ser aún más que un anuncio.  Hice esto sin vergüenza y sin exaltación.  <<Siempre he creído en Ti, dije, y Tú sabes que no soy yo el responsable>>  Comenzaba, en aquel mismo momento, a testimoniar.

"Había conocido a Mario en noviembre; y de noviembre a mayo viví una aventura tras otra.   Encuentro tras encuentro.   Mi taller, situado fuera de la ciudad, me permitía llevar una existencia ignorada por los demás.   Los instintos, reprimidos durante tantos años, amenazaban arrebatarme; pero logré, sin embargo, mantener la promesa hecha ante el altar a la mañana siguiente de aquella primera noche.   Durante seis meses interminables, cada noche que caía sobre la tierra me veía con un compañero nuevo; pero si bien pensaba poder ser comprendido, sí al menos podía esperarlo, habré de añadir que, pese a todo, en cada uno de los muchachos que la casualidad ponía a mi paso no he amado sino el amor, abandonándome a cada uno de ellos como al primero y al único.   En cada uno de ellos, quiero decir, veía el signo de aquél a quien esperaba.   A fines del mes de mayo último marché a París con una intención precisa y secretamente declarada: encontrarlo, obligarle a venir a presentarse a mí.   Sentía que el tiempo era

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llegado.   ¿Por qué a París?   No lo sé:  hay más cosas entre el cielo y la tierra . . ."

Fabrizio Lupo calló y miró.   Un sobresalto de su mano le hizo tocar mi brazo, y vi temblar de nuevo su labio.

"En París lo encontré, naturalmente -prosiguió en voz alta-.   Se llamaba Lorenzo; le conocí en una galería de arte.   Pero es ya muy tarde, hoy . . . "

Sin embargo, aquella mañana, antes de dejarme y poner término a nuestra primera entrevista, Fabrizio Lupo me hizo otras confidencias.  Son las únicas que me es difícil referir.   Me habló de Dios.

Me es difícil repetir las palabras que me dijo; porque, de Dios, pensándolo bien, no me habló en absoluto.   La conclusión de lo que me dijo (permaneciendo, pálido, de pie junto a la puerta, como si tuviera prisa por acabar) fué en resumen ésta:  que jamás, en ningún momento, aun durante los largos años que le condujeron al fin a aceptarse, incluso cuando, despreciándose a sí mismo, justificaba el desprecio ajeno, jamás se había sentido responsable de encontrarse en ese camino y no en otro.   Jamás se había sentido en pecado.   "No he sido yo -me declaró Fabrizio Lupo- quien se ha escogido; no he hecho sino encontrarme."

"He podido hablarte de dolor, de bergüenza secreta -agregó-; pero no de una vergüenza del alma.   Cuando tuve claramente conciencia de ser un homosexual, vivía dentro del catolicismo; sin embargo, aquella revelación, por terrible que fuese, y aunque alteró y trastornó mi vida, no alcanzó en modo alguno a mi alma, a mi conciencia.   Iba, sin embargo, a una iglesia y comenzaba por hacer mi pregunta.   Porque se suscitaba una pregunta, yo lo sentía; no a Aquel que me había creado tal como yo era, sino más bien a quienes, obligándome a vivir según las reglas de una moral que no era la mía, trataban de falsificar mi alma.   Hablé con sacerdotes, de los cuales unos comprendieron y otros no; sin embargo, sus conclusiones coincidían en no ver para un caso como el mío solución alguna posible.   En suma -¡y esto es, como comprenderás, lo inverosímil, lo insensato!-, la Iglesia no tenía previsto prácticamente un caso de mi especie:  dicho de otro modo, no había recibido instrucciones a tal efecto . . . No hay que decir que me dirigí ante todo a aquellos que afirmaban que yo tomaba lo blanco por lo negro, acabando así por dejar que me convenciera de que tenía que soportar mi propia naturaleza (digo bien:  sopor-

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tar) y vivir, en la medida de lo posible, de acuerdo con la naturaleza ajena, o bien no vivir.   Así, pues, me arrodillaba y rezaba con toda la fuerza de mi alma (pero sin convicción real, lo sé) para que se me concediese ser como los demás y poder amar a una mujer; es decir, que pedía ser cambiado, ofendiendo con ello, en la criatura, al espíritu del Creador.

"Mi pregunta quedó, pues, sin respuesta:  se me declaró que la Iglesia de Cristo, dispensadora de misericordia, disponía de la absolución, a la cual debía en adelante contentarme con aspirar.   Es evidente que acomodándose a esta regla se puede vivir sin demasiada dificultad:  encuentras por la noche un amigo ocasional, te arrepientes a medianoche, y por la mañana estás absuelo:  la carne es flaca y hay muchos otros pecados además de ése.   Tal fué la regla que seguí durante los meses de dispersión de que te hablado; al final de los cuales, por el hecho mismo del absurdo que se me quería imponer, me encontré tan limpio como el primer día, hijo arrepentido y por consiguiente bienamado.   Hijo, en una sola y terrible palabra, absuelto; porque, al dar cada noche un nuevo rostro a mi amor, me encontraba a fin de cuentas sin amor, y evitaba, en cierto modo, comprometer en un amor verdadero mi corazón de hombre y mis días.

"Y así fué, hasta el día en que conocí, en París,  a  Lorenzo."

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Notas a pié de página para este capítulo acordes a la primera edición en español:

[28]  1  Para la transcripción lírica de este episodio, véase el párrafo 114 de la "novela" de Fabrizio Lupo.

[30]   1 Ni en el curso de esta primera conversación, ni en las siguientes, me hizo Fabrizio Lupo la "disertación sobre la homosexualidad" a la cual había hecho alusión, no sin ironía. No obstante, respondiendo a una pregunta directa, me declaró que, en su opinión, por el hecho mismo de su origen y por sus tendencias (así como por sus carácteres psico-físicos), los homosexuales deberían ser verosímilmente clasificados en homosexuales por hipervirilidad y homosexuales por hipovirilidad: debiendo entenderse hiper e hipo en relación con el número de elementos machos que caracterizan al macho heterosexual, el cual podría ser considerado en este caso (y únicamente en este caso) como norma. Semejante hipótesis que personalmente encuentro poco clara, debe corresponder sin duda, grosso modo, a la distinción bastante vulgar establecida entre activos y pasivos. En cuanto a Fabrizio Lupo, debo repetir aquí que su aspecto, sus actitudes, sus gestos y su lenguaje eran absolutamente normales, aparte de cierta nerviosidad y el carácter apasionado propio de su temperamento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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