EL GRITO

Bruno Kampel


    Penélope se levantó de la cama con la impaciencia imponiéndole el ritmo. A pesar del temblor ingobernable que no paraba de sacudirle cada uno de los músculos de su cuerpo, y del incontrolable temor que dominaba a cada uno de sus sentidos, aún así trotó alucinadamente hacia el otro lado de la habitación, donde estaba el armario de la ropa.

    Estaba resuelta a elucidar el gran misterio que la atormentaba, y dando el primer paso en dirección a la respuesta que buscaba, se paró frente al guardarropas, al mismo tiempo en que cerraba los ojos y abría la puerta, actuando con la urgencia que agobia a los que por razones variadas y casi siempre de desconocido origen, necesitan comprobar asuntos de vida o muerte, temas inaplazables, situaciones intransferibles, o decisiones irreversibles.

    Cuando Penélope consideró que estaba bien posicionada respecto al espejo - el cual ocupaba toda la parte interior de la puerta izquierda - se decidió, y con una lentitud que semejaba mucho la sinuosidad letárgica del caracol - quizás porque lo que ella realmente quería era posponer " sine die " la llegada del momento crucial - fue abriendo los ojos poco a poco, hasta que estos quedaron literalmente desorbitados, y entonces, fijando la mirada en la imagen reflejada en el espejo, sus pobres y debilitadas piernas - frustrando todos los pronósticos médicos - consiguieron sostener el peso de la enorme aflicción que la invadió, ya que el mensaje que el espejo le enviaba era clarísimo, confirmándole que sus miedos tenían fundamento, porque la pesadilla, maldita pesadilla, aún continuaba.

    Sí. El espejo, ciertamente en complicidad con sus dramas más profundos, le devolvía - como única respuesta a su presencia frente a él - una bien dibujada imagen de perfil de un patético grito de dolor pungente, el cual, mientras galopaba sobre la superficie del cristal en actitud abiertamente provocativa, se burlaba de la mirada febril que lo seguía, yendo y viniendo, sin prisa ni rumbo, emitiendo una sonoridad repulsiva, dilacerante y arrítmica, que apenas los silencios más profundos suelen ejecutar con tal maestría.

    Al comprobar que la desesperación sin freno aún era la dueña y señora de su destino, Penélope se dejó invadir por una sensación de impotencia que no le era desconocida, y que, como en otras tantas y tantas ocasiones, le borró de un solo trago el brillo de sus ojos, dejando impresa en las retinas una opacidad monocromática y aterradora, de pánico sin fronteras.

    Penélope, esclava del miedo irracional que el grito le inspiraba, y consciente del hecho de que sería la víctima y no la heroína del último capítulo de la novela de su propia vida, vislumbró cómo la perplejidad - recién nacida del estupor que la dominaba - se sumaba al monólogo en blanco y negro que desde el espejo el grito desafinadamente declamaba.

    Casi vencida, y convencida de la certeza de la derrota inminente, Penélope resbaló hacia dentro de si misma, hundiéndose definitivamente en la ciénaga de la locura más profunda, mientras la aguda penumbra circundante se empapaba hasta las raíces con lágrimas de dolor insoportable, y el grito, desde el último rincón de su intolerancia - y exigiendo el protagonismo que juzgaba merecer - le contestaba entonando una angustia cruda y áspera, mientras recitaba un discurso gutural y delirante que no dejaba margen para la duda con relación a cuál sería el resultado final de esa lucha desigual y sin cuartel entre Penélope y sus miedos.

    Las lágrimas de hiel - elaboradas con la más pura, cristalina y legítima angustia existencial - iniciaron una carrera ciega y sin freno por la pendiente de sus mejillas, y el grito infame, por no ser menos, escupía desde el espejo sus acústicas lágrimas de vidrio y rabia, mientras la desesperación, asombrada ante la escena que presenciaba, oficiaba la ceremonia nupcial que unía para siempre a la demencia y el abismo.

    Mientras tanto, el alba, que por allí pasaba en su ronda diaria, espiaba por la ventana sin darse por aludido.

    Penélope, empapada en llanto, ensayó un último y desesperado gesto de autodefensa, cerrando los ojos, tratando así de escapar de la emboscada que la vida le había tendido, pero, para no defraudar al destino que gobierna las circunstancias de todas las tragedias, cuando lo intentó ya era demasiado tarde, porque el grito indigno, dando un salto acrobático, le alcanzó la garganta y allí se instaló soberano, rompiendo en pedazos mil gemidos sin sentido, cuyos restos sonoros mancharon para siempre el silencio antiséptico del amanecer en la habitación 22 de la clínica psiquiátrica.

    Penélope murió gritando - una muerte totalmente afónica - y como es de esperarse de todos los crímenes que pretenden ser perfectos, las impresiones digitales del grito asesino se desvanecieron silenciosamente, instalando en el aire el eco conocido y habitual de la impunidad, mientras que el nuevo día, cumpliendo religiosamente su horario de funcionamiento, se desperezaba despreocupado sobre las paredes de la habitación, y la enfermera de turno, ajena a todos los dramas que no fueran los propios, ordenaba el cambio de sábanas, a la espera de la llegada de un nuevo paciente.





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