LA HORA DEL CUENTO

Inés González


    Según mi padre, la única cosa que podía ser potencialmente perdurable era la palabra. Por eso una vez, alarmado por la omnipresencia de las pantallas en nuestro tiempo, decidió que todos los días, luego de la cena, las apagaríamos todas y nos sentaríamos un rato en la sala a contarnos historias. Él añoraba los días cuando las sillas salían de las casas y se recostaban en las fachadas para ser testigos mudos de los chismes, verdades o ficciones de la gente sencilla. Hacía tiempo que papá huía de las imágenes, añorando el sonido y la incorporeidad de las cosas dichas, que no necesitan ser salvadas en bits de memorias. El primer día, no habían transcurrido ni diez minutos de su amena narración cuando, de pronto, su rostro adquirió una cuadratura necesaria, su voz susurraba con un matiz metálico y todos notamos su alta resolución de 600 por 800 píxeles. Él, por supuesto, no se dio cuenta de nada hasta que estuvo desenchufado por completo.





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