PROFECÍAS
Evaristo Rodríguez
Cuando después de desayunar salió a la puerta de su casa para ver si se ponía o no la campera, observó que su vecino lo saludaba desde el porche de su chalet. No eran lo que se dice amigos, ya que la familia se había mudado hacía menos de un mes, pero a veces solían charlar sobre temas de actualidad cuando se encontraban en la puerta los fines de semana. Después de observar el horizonte y el movimiento de las hojas de los árboles, se dispuso a entrar nuevamente en la casa, cuando de improviso vio algo que lo hizo estremecer.
El cuerpo de su vecino parecía haberse despojado de su carne, y sólo podía observar su esqueleto. O mejor dicho lo que quedaba expuesto de su esqueleto. Sobre el cuello emergía un blanco cráneo con anteojos de sol, y por los puños de las mangas de su camisa sobresalían dos conjuntos de huesos con forma de manos. Sin poder creer lo que estaba viendo, se metió en su casa rápidamente sin mirar otra vez hacia el chalet de al lado, tratando de recuperar el aire, que parecía haberse escapado de sus pulmones, y obligándose a pensar que lo ocurrido había sido fruto de su imaginación.
Cuando por la tarde regresó del trabajo, todavía estaba impresionado por lo que había visto esa mañana, pero lo que no entraba en sus cálculos era que todo aquello no iba a terminar allí.
Esa noche lo despertó la sirena de la unidad coronaria, y al mirar por el visillo de la ventana del dormitorio pudo ver a la ambulancia detenida en la casa de al lado. Un momento después su vecino era transportado en una camilla por el personal de emergencias, seguido de cerca por su atribulada esposa.
Al día siguiente se enteró de que el hombre había muerto de un ataque cardíaco, y que lo velaban en una funeraria del centro.
Dos semanas después volvió a ocurrir un hecho similar en la estación del subte. Mientras esperaba la llegada del convoy, un muchacho que estaba sentado en uno de los bancos trastocó sus facciones, y parte de su esqueleto asomó entre sus ropas. La repetición de la situación anterior lo trastornó de tal manera que se quedó como petrificado al lado de una columna, y sólo el chillido de los frenos del subte y el infernal griterío de la gente lo hicieron volver a la realidad. Se subió a un banco vacío, y desde allí pudo observar el cuerpo destrozado del joven, al que nadie osaba acercarse.
Contó lo ocurrido a su mejor amigo, y éste fingió creerle, aunque le recomendó consultar a un sicólogo de su conocimiento.
Luego de tres meses y cerca de diez sesiones en las que no sólo habló de los últimos acontecimientos sino también de su vida, de su infancia, de la relación con su madre y de su matrimonio, el problema de los esqueletos pareció quedar atrás, y a partir de allí se propuso retomar su pacífica y feliz vida anterior, que como resultado de la terapia realizada revalorizó en toda su magnitud.
Tiempo después la empresa en la que trabajaba decidió enviarlo a Sao Paulo a realizar un curso de especialización, y entonces se dispuso a disfrutar del viaje lo mejor posible.
Esa mañana lo encontró en pleno vuelo hacia Brasil sentado cómodamente en su mullido asiento, cuando se encendieron los carteles indicando colocarse los cinturones y se escuchó la voz del comandante de la nave informando que estaban teniendo un problema técnico.
Recién comenzó a preocuparse seriamente cuando al consultar la hora pudo apreciar el contraste de su moderno reloj pulsera con los huesos de su mano izquierda.
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