III
A lo largo del siglo XIX asistimos a un proceso de cientifización tanto de la historia como de la filología. Por su parte la estética alcanza un grado de desarrollo y profundidad inusitado. La historia y la filología existían desde la Antigüedad como disciplinas que poseían sus propios ámbitos de estudio así como sus propias técnicas de investigación. Pero es en el siglo XIX que se hace manifiesto el ímpetu de estas disciplinas por convertirse en un discurso inteligible con pretensiones de verdad acerca de un ámbito definido de la realidad, y por constituirse en saberes autónomos. Para ello necesitaban legitimar su propio discurso con relación a otros saberes contemporáneos. Ya por oposición, ya por integración, debían definir sus límites respecto de la filosofía, el arte y las ciencias de la naturaleza. Este proceso de cientifización y autonomización de la historia y la filología está atravesado por la oposición entre positivismo e idealismo. Trazar sus respectivos límites y tomar posición respecto de estas dos corrientes filosóficas fundamentales fue el gran esfuerzo que debieron emprender para definirse como disciplinas científicas. La tarea no era fácil. En primer lugar, en el interior de ambas había diversas escuelas. En segundo lugar, tanto una como otra reclamaban para sí ámbitos de la realidad que entendían como de su exclusiva competencia, y que delimitaban de distinto modo según las orientaciones de las escuelas. Había, además, una inclinación en la historia por considerar a la filología una mera disciplina auxiliar. Y, finalmente, tanto la historia como la filología, si bien se concebían a sí mismas como disciplinas cognoscitivas y no artísticas, seguían estableciendo distintos tipos de relaciones con la estética. Todo ello produjo un clima de divergencias teóricas que trajo como consecuencia más de una áspera polémica, entre las cuales la suscitada en torno al Nacimiento de la Tragedia de Nietzsche sólo fue un ejemplo. Pero las raíces de este proceso que se consolida en el transcurso del siglo XIX deben ser buscadas en la segunda mitad del siglo XVIII . Hacia allí tenemos que dirigir la mirada.
La nueva dimensión histórica de la vida que se llama historicismo fue un proceso que se dio generalizadamente en toda Europa, pero alcanza verdadera madurez y expansión en la Alemania del siglo XIX. El gran movimiento alemán del cual surgirá el historicismo, tiene sus raíces en la segunda mitad del siglo XVIII. Podemos apreciar en él dos vertientes de influencias como fuerzas formadoras del mismo. Por un lado, una tendencia hacia determinados ideales estéticos, que preparó su camino elevando la vida espiritual alemana. Por otro lado, la búsqueda de la individualidad en la vida y en la historia. Son representativos de la primera Lessing, Winckelmann y Schiller; de la segunda, fundamentalmente Herder. Es gracias a este último que la historia deja de ser una simple colección de sucesos para convertirse en una construcción "del drama interior de la humanidad".
Herder tuvo, en efecto, la idea de hacer una historia del alma humana en general, atravesando épocas y pueblos. Lo atrajo lo mudable de la vida del alma humana con sus enigmas. Pero el hombre protagonista de la filosofía de la historia de Herder no es el sujeto cuyo obrar la historiografía anterior comprendía en sus conexiones causales. Para ser objeto de la ciencia histórica, las acciones humanas deben ser comprendidas en la interioridad de su voluntad. De otro modo resultan totalmente incomprensibles. Pues el alma humana, que está indisolublemente unida a la naturaleza, es una totalidad sensitivo-espiritual. Por ello elevó al rango de conocimiento lo que llamó método de la penetración empática (Einfühlung), la apropiación subjetiva de las obras humanas a través de una actitud espiritual de aprehensión. Toda comprensión del otro emana, para Herder, del conocimiento de sí mismo, pues "en el grado de profundidad del sentimiento de nosotros mismos estriba también el grado en que sentimos a los demás; [...] sólo a nosotros mismos podemos, por así decirlo, sentirnos en los demás". Como explica Meinecke en El Historicismo y su Génesis: "Una comprensión del otro sólo era posible si desaparecía la rígida separación entre sujeto y objeto, cuando todo tenía conexión con todo y se influenciaba recíprocamente, no sólo de un modo causal-mecánico, como la ilustración se imaginaba, sino mediante una interna comunidad de vida y armonía del todo, que sólo aproximadamente se puede captar mediante conceptos, pero que se capta inmediatamente por la intuición y el sentimiento".(22)
Así, dice Herder que: "Si en algún campo de la ciencia hubiesen de reinar sentimientos humanos sería precisamente en el campo de la historia, porque ¿no relata ésta acciones humanas? y, ¿no son éstas las que determinan el valor del hombre y fundamentan la felicidad o la desgracia de nuestro género?.
"Dícese que 'la historia relata acontecimientos', y casi nos sentimos inclinados a considerar a éstos como siendo tan arbitrarios, más aún, tan inexplicables como en los siglos más oscuros se consideraban, con asombro, los fenómenos de la naturaleza. Para la historia corriente, una guerra desencadenada o una rebelión equivalen a una borrasca, o a un terremoto; los que la desencadenaron se consideran como azotes de Dios, como magos poderosos, y ¡con esto basta!... No podemos, pues, prescindir del sentimiento humano cuando escribimos o leemos historia. Su más elevado interés, su valor reside precisamente en dicho sentimiento humano...".(23)
Al abordar la historia desde el sentimiento humano se hacen patentes las individualidades propias de cada pueblo y de cada época. "¿Cuál es la principal ley que observamos en todos los magnos fenómenos de la historia? Me parece ser ésta que en cualquier parte de la tierra se realice lo que puede realizarse en ella, ya sea de acuerdo con la situación y necesidad del lugar o de acuerdo con las circunstancias y oportunidades de la época y también de acuerdo con el carácter congénito de los pueblos o el que se forma en ellos. Poned sobre la tierra fuerzas humanas vitales, en determinadas condiciones de lugar y tiempo, y se producirán todas las manifestaciones de la historia de la humanidad. Aquí, cristalizan imperios y estados; allá, disuélvense y llegan a tomar formas diferentes; aquí, una horda de nómades llega a constituir Babilonia; allá, un pueblo ribereño asediado, Tiro; aquí, en el África, se forma Egipto; allá, en el desierto de Arabia, un estado judío; y todo esto en una misma región de la tierra, los unos en vecindad inmediata de los otros. Sólo épocas, lugares y caracteres nacionales, en una palabra, la acción simultánea de las fuerzas vivas, en su individualidad más determinada, deciden del mismo modo que todo lo que produce la naturaleza, así también sobre todos los acontecimientos en el reino de los hombres. Destaquemos como corresponde esta ley que rige la creación: "Las fuerzas vitales de los seres humanos son las propulsoras de la historia humana". Y dice un poco más adelante: "Lo que en el reino de la humanidad puede suceder, dentro de las condiciones dadas de nacionalidad, época y lugar, sucede realmente en él. Grecia brinda para ello las pruebas más abundantes y bellas". "La historia humana toda es pura historia natural de fuerzas, actos e impulsos humanos, según el lugar y el tiempo".(24)
Había que comprender la historia de la humanidad como una unidad de interna vitalidad y necesidad, entender las formaciones históricas, como por ejemplo la poesía, como productos de la más interna necesidad vital. Debían buscarse en cada pueblo las múltiples simientes que hubieran podido producir las artes y las ciencias. Ésta es la fuente de la doctrina herderiana del "espíritu creador del pueblo". El genio expresa en su obra de arte, más allá de su individualidad, la individualidad del pueblo y de la cultura a que pertenece. Ligado a estas consideraciones hay que tomar el axioma herderiano de que lo individual es incomparable. El hombre primitivo es incomparable al civilizado; un pueblo, incomparable respecto de otro, así como la oda horaciana es incomparable a la poesía moderna. En este sentido decía Herder que el alemán no debía esforzarse por conseguir los cedros del Líbano ni la vid y el laurel de Grecia, sino gozar del manzano Silvestre de sus bosques sagrados.(25) Para él, las tragedias de Sófocles y las de Shakespeare sólo tienen en común el nombre. Las primeras actúan como génesis de las segundas, pero el género transformado que deviene es otro completamente distinto.
Como todas las cosas en el mundo, la naturaleza de la tragedia griega también se transformó. Cambiaron las costumbres, la religión, las formas de Estado, y hasta la música; y con ello se modificó sustancialmente lo que bajo el nombre de tragedias produjo la Europa moderna. A pesar de los esfuerzos de imitación del pasado griego nada pudieron hacer Corneille, Racine o Voltaire para revivir un género que ya no existía. Lo que ellos hacían no era lo mismo que hacían los griegos y nunca, pensaba Herder, una pieza francesa lograría la finalidad que Aristóteles atribuía a la tragedia griega. El mérito de Shakespeare consiste para Herder, justamente, en haber creado tragedias de acuerdo con su historia, y no a partir de la servil imitación de otra, en haber recreado el espíritu de su propia época.
Herder polemiza con Lessing y Winckelmann en cuanto éstos consideraban que el arte griego era lo eterno e insuperable a imitar. Consecuente con el valor propio que asignaba a cada pueblo y a cada cultura, rechazó la canonización de una forma artística o cultural como patrón de medida para evaluar las producciones históricas. No obstante, más allá de la diferencia señalada, hay que mencionar a Winckelmann, como predecesor y contemporáneo, entre las influencias duraderas de que se nutrió el pensamiento de Herder. Éste quería llegar a ser el "Winckelmann de la literatura".
Fue Winckelmann con su "sentido interno" el que le había enseñado a ver de nuevo lo bello del arte griego. También fue él quien le mostró al arte griego como un desarrollo gradual históricamente condicionado. Sólo que Herder, comprendiendo la individualidad incomparable de cada época o pueblo no canonizó, como Winckelmann, la etapa de madurez del arte griego, atemporalizándola, como modelo para todos los tiempos, ni elevó la civilización griega al rango de valor supremo y modelo ideal de toda cultura, aunque siempre consideró a los griegos como un bien eterno e inapreciable. Sin embargo, las individualidades históricas no son para él compartimentos estancos. La historia es un proceso dinámico. Todo lo que sucede está ligado a lo que ha sucedido. Pero el presente no se liga al pasado mediante la idea de un progreso universal e infinito, según el cual las épocas posteriores son una superación respecto de las anteriores. El presente es una culminación del pasado, no su superación. Mediante la evolución resulta que un mismo hombre no permanece el mismo hombre, y un pueblo no permanece el mismo pueblo. Pero más allá de la singularidad del espíritu de cada época debe dirigirse la mirada por sobre la "cadena de variaciones" para entrever el "hilo ininterrumpido de la cultura del género humano, que pasa por pueblos y épocas" y que, comenzado desde los tiempos primitivos, aún no se ha roto en nosotros. Este "hilo conductor" es la idea de humanidad. El sentido y la meta de la historia es la realización de la humanidad. Este concepto de humanidad surge de la armonía entre la belleza y la moralidad, comprende todo lo elevado del hombre. Elevación que no es dada de antemano al hombre sino que debe adquirirse con esfuerzo. Pero sólo el hombre tiene aptitud para alcanzarla, "aunque no está educado, todavía, para la humanidad es, sin embargo, educable para ella". Desde el comienzo, nuestra alma tiene la tarea de alcanzar la configuración interna, la forma de la humanidad.
Herder creía descubrir siete propiedades de disposición innata y natural de la idea de humanidad. Dos pertenecen a la naturaleza física en sentido estricto: la constitución del hombre hecha más para la defensa que para el ataque, y el instinto genético, no puramente animal, orientado hacia el beso y el abrazo. En la esfera moral-espiritual encontraba la sociabilidad humana como consecuencia de su simpatía; las ideas de justicia y verdad gravadas en su corazón; su organización para el decoro (que implica el ideal de belleza) y la producción, por medio de la razón, de la religión como suprema humanidad.
A pesar de su concepción acerca de la individualidad e incomparabilidad históricas Herder no cae en un desenfrenado relativismo, que renuncia a todo criterio de valoración. La idea de humanidad, como norma universal que da sentido y unidad a la historia, es la que permite que las distintas etapas de la historia, más allá de su diversidad, estén dirigidas hacia una misma meta. Esta disposición genética para alcanzar la humanidad se realiza en el hombre, actor de la historia, en grados y fases individualmente diferentes. Así, "... el arte griego es escuela de humanidad [...] no nos da una manifiesta lógica y metafísica de nuestro género en sus más nobles formas, de acuerdo con edades, caracteres, inclinaciones e instintos, sino que, al describir éstos con sentido y selección, nos dice sin palabras, cual segunda creadora: '¡mira en este espejo, oh, hombre, éste debe y puede ser tu género! Así, la naturaleza se ha manifestado en él con dignidad y simplicidad, con inteligencia y amor [...] De las obras de los griegos puede hablarnos, pura y comprensivamente el genio de la naturaleza humana [...] El arte griego conocía, veneraba y amaba lo humano en el hombre. Habíase esforzado por variados y penosos caminos, en aprehender su concepto más puro [...] En todas las generaciones y en cada una de las situaciones más notables de ambos sexos, obtuvo la flor de la vida desarrollada en ese tronco; pues los griegos poseían todavía la simplicidad de espíritu, la pureza de visión, y el valor y la fuerza suficientes para representar y perfeccionar en sus obras, esta idea perfecta, existente por sí misma [...] La resistencia de la materia estaba superada [...] y con los grandes prototipos dados, de toda clase y especie, se establecieron categorías duraderas de la existencia más noble y hermosa del hombre [...] Vosotros, griegos, habéis conocido y dignificado nuestra naturaleza; vosotros sabíais qué es la vida humana en sus escenas pasajeras, al representarla en más de un sarcófago, de modo tan acertado y verídico como sencillo y conmovedor. Percibíais la flor de cada escena fugaz y la consagrábais con inmarcesible corona de la madre del género humano...".(26)
Como se ve, Herder, al igual que Winckelmann, calificaba a la cultura griega de "arquetipo y modelo de todo lo bello, de toda gracia y sencillez", pero declaraba que ella era irreproducible, y a tal extremo individual que apenas si el hombre moderno podría sentirla con la plena adecuación del griego. El arte de la comprensión histórica habría de servirle para vivir idealmente el mundo de los griegos y romanos y así, en un renacimiento de los estudios de la antigüedad, intentaba construir un mundo ideal que se alimentara de ese pasado recreado, no con la mera intención de conocer, sino de educar y hacer feliz al género humano.
Para Alemania, el siglo XVIII fue revolucionario también en materia estética. J. J. Winckelmann no sólo revitalizó el interés por el arte antiguo, sino que plantó los cimientos para una nueva filosofía del arte, creando un ideal de belleza que se impuso como canónico. En primer lugar, Winckelmann arrancó la consideración de las obras de arte de los secos registros y descripciones en que consistía la historiografía de aquel entonces. A través de su conocimiento directo de las obras de arte antiguas, primero en Dresde, y luego en Italia, concibió un acercamiento intuitivo, sensible y plástico hacia las esculturas y pinturas. Se oponía con esto a la estética clasicista del siglo XVIII, que a través de la oposición que mantenía entre regla y genio, conocimiento e intuición, entre lo racional y lo sensible, imponía un tratamiento científico de la estética que trataba de buscar con rigurosa objetividad las normas que debían aplicarse a los distintos géneros artísticos, a fin de expresar la verdad de la obra de arte. Ésta debía, según Winckelmann, aprehenderse por intuición empática. Además, contra la concepción ahistórica de la imitación de lo antiguo y contra la tendencia normativista de la estética clasicista, Winckelmann introduce la consideración histórica de los fenómenos artísticos. El arte, según él, debe ser comprendido como manifestación de la cultura de un pueblo, en su especificidad, que él intenta expresar mediante explicaciones geográficas y climatológicas. Con estos principios escribe una Historia del arte en la Antigüedad, con la que pretende, en un sentido amplio, "ofrecer el compendio de una sistematización del arte", y en un sentido más estrecho, "realizar" la historia de las vicisitudes que el arte ha experimentado con relación a las diferentes circunstancias de los tiempos, principalmente entre los griegos y romanos, aclarando que "el objeto de una historia del arte razonada consiste, sobre todo, en remontarse hasta los orígenes, seguir sus progresos y variaciones hasta su perfección; marcar su decadencia y caída hasta su desaparición y dar a conocer los diferentes estilos y características del arte de los distintos pueblos, épocas y artistas, demostrando todas las afirmaciones, en la medida de lo posible, por medio de los monumentos de la Antigüedad que han llegado hasta nosotros".(27)
De acuerdo con esto, la evolución del arte puede reducirse a leyes. Así, éste comienza por lo útil, luego tiende a lo bello, lo rebasa y se dirige a lo superfluo, al exceso, a la superabundancia. La perfección del arte se encuentra en los griegos, cuyas obras, y no la naturaleza –según Winckelmann–, son lo que hay que imitar. Pero, como lo expresa en el prólogo, también pretende "como principal objetivo de toda la obra tratar de la esencia misma del arte". Por ello, su "historia" es al mismo tiempo una filosofía del arte. Esta dualidad ya se encuentra expresada en su artículo "Ideas sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y en la escultura", de 1755, donde expresa: "El buen gusto que se extiende cada vez más por todo el mundo comenzó a formarse por primera vez en el cielo griego".(28) Es indudable que "el buen gusto" tiene un carácter normativo y generalizador, en tanto "el cielo" alude a caracteres históricos y particularistas. Esto es lo que va a producir la incompatibilidad que se da, en la interpretación winckelmanniana del arte, entre la comprensión de la especificidad histórico-geográfica y la exigencia de un arte moderno como imitación del antiguo elevado a ideal canónico.
El aporte fundamental de Winckelmann a la posteridad fue su interpretación neoclasicista de la belleza griega como modelo absoluto de imitación del arte y principio estético, expresado en la célebre sentencia de "noble sencillez y serena grandeza" que él explica de este modo: "Así como el fondo del mar siempre está tranquilo no importa que la superficie pueda agitarse, así también en las figuras de los griegos muestra la expresión un alma reposada y grande en todos los sufrimientos. Tal alma se pinta en la cara del Laocoonte, y no sólo en ella, pese al más vivo dolor. El sufrimiento que se manifiesta en todos los músculos y tendones del cuerpo y que por sí solo y por entero se muestra sin necesidad de considerar el rostro y otras partes del cuerpo, cree uno mismo sentirlo metido dolorosamente cerca del bajo vientre; este sufrimiento –digo yo– se expresa, sin embargo, sin ninguna rabia en el rostro ni en toda la actitud. El sacerdote no profiere ningún grito horrible, como canta Virgilio de su Laocoonte, pues la abertura de la boca no lo consiente ni lo presupone; antes bien se trata de un angustioso y ahogado gemir, como lo describe Sadoleto. El dolor del cuerpo y la grandeza del alma están distribuidos y, por expresarlo así, equilibrados con igual fuerza por toda la estructura de la figura. El Laocoonte sufre, pero sufre como el Filoctetes de Sófocles: su desdicha nos llega al alma, mas, dado el caso, quisiéramos poder soportar nosotros tal sufrimiento así como lo hace ese hombre". "Todas las acciones y posiciones de las figuras griegas que no denotaban este carácter sereno de la filosofía, sino que eran demasiado briosas y en exceso arrebatadas, incurrían en una falta que los artistas antiguos llamaron parentirso". "Cuanto más sosegada la actitud del cuerpo, tanto más apropiada es para expresar la verdadera fisonomía del espíritu. En todas aquellas posturas que se desvían excesivamente de la postura de reposo, no se encuentra el alma en su estado normal verdadero, sino en una situación violenta y forzada. El alma es más reconocible y resulta más característica en las recias pasiones; pero únicamente es grande, noble y serena en el estado de unidad, paz y quietud".(29)
El pensamiento de Winckelmann puede considerarse como precursor del historicismo, si bien con grandes reparos. Su influencia es más bien mediata y no tiene la importancia que posee el pensamiento de Herder, cuya influencia fue mucho más decisiva y directa. La importancia de Winckelmann reside más bien en el interés renovado que despertó por el arte griego y su ideal clásico de belleza que impulsó gran parte de los estudios de la Antigüedad. No puede negarse que la sucesión de estilos en el arte, la conexión de la vida artística con la vida de los pueblos en general y con sus destinos políticos son aportaciones importantes para el desenvolvimiento del pensamiento histórico. Pero tomadas en sí mismas no salen del marco de la ilustración. Vio también que hay potencias espirituales creadoras que actúan en la vida de los pueblos y que deben comprenderse como un interno acontecimiento vital, pero no explicarse simplemente por sus causas. Sin embargo, esta sensibilidad histórica no alcanza para tenerlo por un iniciador directo del historicismo. En el fondo, domina en Winckelmann un pensamiento ahistórico, pues su "historia" se refiere a un valor absoluto de belleza; las causas le sirven sólo para explicar cómo se dio en Grecia, y solamente en Grecia, la suprema belleza, pero no para explicar por qué no se dio en otra parte; en concreto, no desarrolla las ideas de individualidad y de evolución características del historicismo. La "evolución "del arte que él ofrece permanece en los límites de la idea de perfección, que lograda de una vez y para siempre, debe anhelarse como algo irremediablemente perdido.
Como precursor indirecto del historicismo, en cambio, puede decirse que su contribución más importante es su teoría del "sentido interno", esto es, la entrega del alma a la forma histórica que se quiere aprehender. Como la idea de belleza no es aprehensible, según él, por la razón, sino que se forma por impresiones, debe experimentarse, entonces, la compenetración anímica en el acontecimiento histórico. Esta idea de la compenetración histórica que, como hemos visto, también se encuentra en Herder, fue una reacción del pensamiento alemán contra la filosofía ilustrada francesa que imponía una única e invariable naturaleza humana, y unas reglas universales de las formas artísticas.
En estas circunstancias estaban dadas las condiciones para que en el siglo XIX se consumara el historicismo, cuyos representantes principales fueron Niebuhr y Ranke. Esta corriente histórica se caracterizó por sustituir una consideración generalizadora de las fuerzas humanas, por una consideración individualizadora, que está intrínsecamente ligada a la idea de evolución, pues la última sólo se manifiesta a través de la primera. También por atender a lo irracional en la historia. Pero su mayor mérito fue la utilización del método crítico como medio de arribar a la verdad histórica. Ésta debía fundarse sobre los testimonios que fueran estimados y considerados como válidos por la crítica, que otorgaba la certidumbre probatoria necesaria. Lo que se pensase como acaecido históricamente, sólo se transformaría en verdad cuando las informaciones reconocidas por la crítica lo confirmaran como realmente acaecido. Cuando faltasen esas informaciones, pero existiesen razones para admitir que pudo haber acaecido, nos encontraríamos en el campo de lo verosímil. A la crítica le competía distinguir en los escritos del pasado lo auténtico de lo adulterado y lo original de lo derivado.
El historicismo se caracterizó también por la utilización del método hermenéutico como modo de comprender de manera justa el discurso de otro. Y ligado a él sostuvo el modelo estético del conocimiento histórico: el historiador debía representarse la unidad de los sucesos, extrayendo del pasado lo que está realmente en su esencia. La historia tomaba el método crítico-hermenéutico prestado de la filología. Y es justamente cuando los historiadores se valieron de los métodos filológicos para desarrollar sus concepciones, que aparecieron las sólidas bases de la historia científica. Por ello tenemos que dirigir ahora la atención al proceso de constitución de la filología como ciencia.
Los orígenes de la filología como ciencia rigurosa hay que buscarlos hacia fines del siglo XVIII, particularmente en Alemania, donde el estudio de la civilización griega entra en una nueva era. Después de la desaparición de la gran escuela de eruditos del renacimiento a fines del siglo XVI, los estudios griegos decayeron rápidamente. Posteriormente la renovación de tales estudios se debió a la escuela holandesa, que tuvo respecto de los griegos un limitado interés filológico y muy poco afán por la historia, el arte o la filosofía. Asimismo, resulta imperioso destacar en esta época la persona de Richard Bentley, que dio un impulso regenerador a la languideciente filología. Dedicado especialmente a la crítica de los textos, siguió un método rigurosamente lógico, que unió a una intuición genial y a una vastísima erudición. Puede ser considerado el primer crítico de su época. Siempre se atuvo al principio de que la objetividad y la razón valían más que cien códices. Puede decirse que fue el precursor del método creado posteriormente por Lachmann.
Hacia mediados del siglo XVIII, las excavaciones de Herculano y Pompeya imprimieron un nuevo interés a la arqueología clásica. Siguiendo este impulso, Winckelmann redescubre el interés por el arte griego como algo esencial de su espíritu, tan elocuente demostración de él como la literatura.
Hacia el 1800, la Universidad de Gottinga, la más representativa del iluminismo germano, se convirtió en el centro más importante de los estudios griegos en Alemania. Allí se desempeñaba en la cátedra de filología clásica, desde 1763, Heyne, quien impulsó e hizo progresar los estudios clásicos de su tiempo. Él fue el primero en tratar de entender a la filología como un conjunto en el que se reunían los intereses de la mitología, la arqueología y la religión, no limitándose a la explicación gramatical de los textos, sino recurriendo para su interpretación a las artes y a otras ciencias auxiliares. Una de las ideas dominantes de Heyne fue la de vincular el pensamiento de la Antigüedad con la cultura moderna, ideando para ello una ciencia, la filología, que permitiera la recuperación integral de la Antigüedad. De sus clases surgieron magníficos discípulos, entre ellos los Schlegel, Wilhelm von Humboldt, Lachmann, Voss, Niebuhr, y otros. Pero de todos ellos el que cobrará especial importancia para los estudios filológicos es Friedrich A. Wolf. Éste introdujo a la filología a la senda de la ciencia rigurosa. Pretendió dar una fundamentación científica y sistemática a los estudios clásicos. La filología se convertía con él en ciencia de la Antigüedad, en un conocimiento que surge de la observación de los restos antiguos. Ésta debía ser "el conjunto de los conocimientos que nos ponen en relación con las acciones y los destinos de los griegos y romanos, con su vida política, científica y doméstica, con su idioma, sus costumbres, su religión, su carácter nacional, su civilización entera: un conjunto de conocimientos que nos sitúa en condiciones de comprender a fondo y de saborear sin reservas a aquellas de sus obras que han sido conservadas hasta nuestros días, así como de establecer una comparación entre la vida de entonces y nuestra vida actual". Ella comprende tres partes fundamentales: la gramática, la hermenéutica y la crítica. Además comprende veinticuatro disciplinas auxiliares que versan sobre los objetos concretos e individuales. Imbuido de las ideas de Winckelmann, Wolf pretendía una filología que abarcase la totalidad del mundo antiguo. Su principal legado a la ciencia filológica consistió en la conexión esencial entre crítica e historia. La filología venía a ser para él el estudio histórico y documental del contenido espiritual de todas las naciones. En su obra Prolegomena ad Homerum (1795), intentó demostrar, esgrimiendo sólidos argumentos, que no fue un único poeta el que escribió la Ilíada y la Odisea, sino una serie de rapsodas. Wolf se disponía a publicar una edición crítica del texto homérico, y para ello debía realizar previamente un seguimiento histórico de sus sucesivas ediciones, a fin de obtener una base sólida sobre la cual poder juzgar sobre el valor de los manuscritos. Habiendo llegado a la conclusión de que era imposible restituir el texto original, creyó sin embargo posible restablecer el texto "alejandrino" del siglo III a.C.. Fue en el curso de esta ardua tarea de rastrear la historia del texto homérico desde la época en que fueron compuestas la Ilíada y la Odisea hasta las ediciones de la Biblioteca de Alejandría, al adentrarse en la investigación sobre el origen de los poemas homéricos, que surgieron los reparos sobre su autenticidad y sobre la unicidad de su autor. Con el tiempo muchos de sus argumentos quedaron refutados. Pero el valor permanente de la obra consistió en la novedosa aplicación del método crítico, y en la investigación de tipo histórica.
Gottfried Hermann, contemporáneo de Wolf y algunos años más joven que él, tuvo también una profunda influencia en el curso de la historia de la filología. Este filólogo vino a representar a la vieja escuela, que sólo atendía a los autores y a sus textos, a los que pensaba que no era posible comprender sin un sistema gramatical. Por ello fue el primero en dar impulso a la gramática como ciencia independiente. Fue un continuador directo de la vieja tradición de la erudición filológico-anticuaria, ligada a los intereses filológicos de los eruditos ingleses y holandeses de los siglos XVII y XVIII, especialmente al modelo establecido por Richard Bentley; sin embargo, cabe aclarar que no le fue del todo ajena la sensibilidad estética que se iniciaba hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX. El lugar preferencial que dio a Esquilo y Píndaro en sus estudios, y la inteligencia con que interpretó y restituyó sus textos, que antes de él eran relativamente poco conocidos y comprendidos, así lo prueban.
Desde este momento la filología clásica quedó escindida en dos bandos antagónicos, que representan los puntos de vista histórico y formal.(30) En esta división podemos distinguir dos cadenas representativas de estas posturas: en el punto de vista histórico, a Heyne, Wolf, Boeckh, Müller, Welcker y Jahn. En el bando formal, a Hermann, Lachmann, Lobeck y Ritschl.
En la línea de la crítica textual reviste gran importancia la figura de Karl Lachmann. Discípulo de G. Hermann, a quien llamó su "pater studiorum", fue especialmente famoso por su método para fijar las relaciones entre los manuscritos. Este método consistía en trazar, en primer lugar, un árbol genealógico (stemma codicum) que establecería cuáles códices derivan de otros (por sucesivas copias), basándose para ello en los errores semejantes que los manuscritos pudieran presentar, señalando así su procedencia de un antepasado común. De tal suerte podía elegirse una variante tan parecida como fuese posible al texto original. Su importancia consistía, pues, en que hacía realidad el sueño de todo crítico de textos: les daba una serie de reglas que podían aplicarse mecánicamente, ahorrándoles así, en la medida de lo posible, el arduo trabajo de comprender e interpretar el texto corrupto para proceder a la restitución del original. En sus consideraciones sobre la Ilíada, continuando los estudios empezados en los Prolegomena de Wolf, dividió el poema en 18 cantos, contradiciendo con esto la creencia, procedente del movimiento romántico, de que la epopeya de Homero pertenecía a las canciones épicas que se habían ido formando por sí solas, haciéndolas remontar a las escuelas de poetas y rapsodas.
En la corriente histórica, August Boeckh, por su parte, vino a realizar uno de los intentos más importantes de fundamentación metodológica de la filología como ciencia. Alumno de Wolf en filología clásica, compartió con él el esquema de una ciencia de la Antigüedad que debía comprender al mundo antiguo como un todo, así como la idea winckelmanniana de que los principios de la mentalidad creadora y el modelo de belleza se habían originado en los griegos y que nosotros teníamos que imitarlos. Pero a diferencia de su maestro, y a fin de darle mayor rigor a la ciencia filológica, procuró reemplazar unas reglas de interpretación meramente prácticas por leyes fijas basadas en una teoría general, que desarrolló especialmente en sus lecciones sobre La enciclopedia y la metodología de las ciencias filológicas, dadas entre 1809 y 1865 durante 26 semestres. Para Boeckh, la filosofía es la ciencia del conocimiento a diferencia de la filología que es la ciencia del re-conocimiento de un conocimiento ya producido en el pasado. La filología, si quería superar el lugar de ciencia auxiliar, debía proceder a una totalización, convertirse en una teoría general de la comprensión. Esta comprende, por un lado, la "hermenéutica" o interpretación, y por otro, la "crítica" como puesta en práctica del juicio. A su vez, esta última se divide en crítica gramatical, histórica, individual y genérica. La crítica posee una triple tarea. Debe, en primer lugar, investigar si existe conformidad o no entre una obra de lenguaje dado –o una de sus partes– y el sentido gramatical de las palabras en la lengua, la situación histórica, la individualidad del autor y el carácter del género. En segundo lugar, para no para operar de manera puramente negativa, debe, cuando aparece una irregularidad, indicar el lugar para volver a la norma. En tercer lugar, es necesario analizar si lo trasmitido es original o no. De esta manera la actividad filológica en su conjunto, como re-conocimiento de lo conocido, como comprensión, incluye tanto la interpretación o hermenéutica como la crítica o juicio. Pero estas dos funciones filológicas parciales subsumidas bajo el concepto de comprensión no son elementos meramente yuxtapuestos, sin relaciones entre ellos, ni pueden ser entendidas como desempeñándose independientemente una de otra. Por el contrario, se implican mutuamente de manera indisociable, y constituyen juntas el "organon filológico". En este sentido, entiende Boeckh que la hermenéutica vuelve cada vez a considerar oposiciones y relaciones, pero no lo hace más que con el fin de lograr una comprensión del objeto en sí mismo. La crítica, por el contrario, debe presuponer cada vez la operación hermenéutica, la explicación del detalle para poder cumplir con su propio trabajo, que es el de extraer la naturaleza de las relaciones que mantienen el detalle y la totalidad englobante de la condiciones. Para juzgar algo, se lo debe haber comprendido en sí; la crítica presupone, por lo tanto, la consumación del trabajo hermenéutico. No se puede comprender en sí el objeto que se interpretará si no se ha formado previamente un juicio sobre su carácter. De ahí que la hermenéutica presupone, a su turno, la consumación del trabajo crítico. Así, cada vez aparece un nuevo círculo que nos obstaculiza en todo el trabajo hermenéutico y crítico que comporte alguna dificultad, y que no se puede romper más que por aproximación.
De lo expuesto se desprende que el término filología no designa para Boeckh una disciplina particular, un dominio de estudios especializados al lado de otros, como historia, arqueología, etc. El término equivale a ciencia histórica del espíritu, y el dominio del que se ocupa no es el de una disciplina especial entre las ciencias del espíritu, sino el del mundo histórico del espíritu en su conjunto, todo lo que ha sido producido en la historia, todo lo que puede ser comprendido en el sentido amplio del término. Para que algo sea comprendido, es decir re-conocido, según Boeckh, no es necesario que revista la forma de expresiones de lenguaje. Puede tratarse de acciones fuera del lenguaje siempre que conserven algún tipo de manifestación perceptible. Pues para Boeckh, toda acción es producción, es decir, puesta en circulación, representación de "ideas", y por lo tanto conocimiento. Y puesto que todos los "hechos históricos" contienen "ideas", todo lo "producido en la historia", debe valer, de manera general, como lo que es "conocido". De este modo, la concepción de la filología como conocimiento de lo conocido, se confunde, por definición, con la historia, y ya no puede ser una disciplina particular orientada hacia el lenguaje. Antes bien, es la ciencia global (histórica y empírica) del espíritu. Para Boeckh, el "conocimiento" propio de un pueblo no está solamente consignado en su lengua y su literatura, sino también por el conjunto de su actividad no física, moral espiritual. En todo ello se encuentra la huella de una representación o una idea. En este contexto es que Boeckh puede decir que: "La vida y la actividad en su totalidad constituyen, pues, el dominio de lo conocido, y la filología tiene, por consiguiente, la tarea de representar para cada pueblo su desarrollo espiritual en su conjunto, la historia de la cultura en todas sus orientaciones".
Es importante destacar que con esta concepción se hacen ingresar las expresiones extralingüísticas en el dominio de la hermenéutica y de la crítica. Y por ello el filólogo que desee explorar la tradición de las obras lingüísticas no puede limitarse a la comprensión de lo que surge del propio lenguaje. El filólogo debe arribar al "saber contenido en el lenguaje", para lo que se torna necesario acudir a representaciones que están fuera del lenguaje.
La filosofía y la filología, en Boeckh, no son términos contrarios, sino que remiten el uno al otro. Poseen la misma relación de interdependencia, la misma estructura circular, o más bien en espiral, que el conocimiento posee en todos los niveles, y en particular en las fases del trabajo filológico-histórico, como relación del todo con la parte. Escribe en la pág. 17 de su Enzyklopädie: "La filología y la filosofía se condicionan mutuamente, ya que no se puede conocer lo conocido sin conocer a secas, y, por otro lado, no se arriba estrictamente a ningún conocimiento sin conocer los que otros han conocido. La filosofía procede a partir del concepto; la filología, en el tratamiento de su materia, que no es más que una mitad del objeto de la filosofía (siendo la otra la naturaleza), a partir de un dato contingente. Pero si la filosofía quiere construir conceptualmente lo que hay de esencial en todas las situaciones históricas dadas, le es necesario concebir el contenido interno de las manifestaciones históricas, lo que requiere absolutamente el conocimiento de esas manifestaciones que son la marca externa de este elemento esencial. Ella no puede, por ejemplo, construir el espíritu del pueblo griego sin que ese pueblo le sea conocido en sus manifestaciones contingentes. Entra entonces en juego la reproducción concreta de la tradición, operación puramente filológica y en la que no se ve sino demasiado fácilmente la deficiencia de la filosofía. Además, para mostrar lo que las manifestaciones históricas contienen de esencial, la filosofía debe arribar a esas manifestaciones; es claro, entonces, que tiene necesidad de la filología. Aristóteles ha escrito así las constituciones como fundamento histórico, y por tanto filológico, de su reflexión filosófica. Pero, a la inversa, la filología tiene necesidad de la filosofía. Ella construye de manera histórica y con conceptos, pero su fin último es el de volver manifiesto el concepto en la historia; ella no puede reproducir el conjunto de los conocimientos de un pueblo sin que una actividad filosófica participe en la construcción; ella desemboca, entonces, en la filosofía, ya que, evidentemente, no puede conocer el concepto en la historia si no se ha tomado desde el comienzo la dirección que lleva allí. Si es verdad que Aristóteles tenía necesidad para su Política de la investigación filológica de las Constituciones, el filólogo, en su investigación histórica, tiene necesidad de hilos conductores que son los conceptos de la filosofía política tales como Aristóteles los ha dado en su Política. Si la materia histórica, y con ella, la filología deben ser algo más que un simple agregado es necesario que la materia sea puesta en orden por los conceptos, como en cada disciplina: de ahí que la filología, a su turno, presupone el concepto filosófico, queriendo también engendrarlo."
La obra mayor de Boeckh es probablemente La economía Pública en Atenas , publicada en 1817, revisada en 1851 y aparecida en una tercer edición aumentada en 1886. La vida económica de Grecia había sido totalmente descuidada por los estudiosos, y esta obra venía por primera vez a poner frente a los ojos de los modernos la vida cotidiana de un Estado de la Antigüedad, revelando todo su organismo económico. Veinte años después publicó un volumen, que puede considerarse una continuación de aquél, sobre los pesos y medidas de la Antigüedad. Al estudiar la colección de monedas del museo de Berlín, descubrió una relación inesperada entre los diversos países del mundo antiguo. Asimismo, al escribir La Economía Pública en Atenas encontró una de sus más valiosas fuentes en las inscripciones. Consciente de la imposibilidad de los esfuerzos de un solo individuo, propuso a la recién fundada Universidad de Berlín la tarea colectiva de elaboración de un plan de una colección de inscripciones griegas, dado el estado en que se encontraban en ese momento las colecciones. Como cuenta G.P. Gooch: "Las inscripciones del cercano oriente habían sido copiadas por los viajeros desde Ciriaco de Ancona, en el siglo XV, en adelante; pero su número era pequeño, y las colecciones de Gruter y sus sucesores eran sobre todo latinas. Documentos auténticos estaban a menudo imperfectamente copiados, y las falsificaciones eran comunes. Fourmont, enviado por la academia de inscripciones a Grecia, falsificó mucho de lo que encontró, destruyendo o enterrando los originales para evitar su descubrimiento. Los emisarios de la sociedad de Diletantti fueron más concienzudos. Pero no surgió ningún Eckhel para separar el grano de la paja, haciendo que las inscripciones dispersas en innumerables publicaciones pudieran utilizarse para las necesidades de la erudición".(31) Se creó así una comisión dirigida por Boeckh, cuya finalidad era coleccionar, clasificar y explicar las inscripciones conocidas. En 1825 apareció la primera parte y en 1828 estaba terminado el primer volumen. La erudición de este volumen fue duramente criticada por G. Hermann. Desde la perspectiva de la filología que seguía la tradición de las escuelas holandesa e inglesa, acusó a Boeckh de haber descifrado mal un gran número de inscripciones, manifestando que no podía aceptar, sin verificación, ninguna parte del trabajo. Éste replicó que no había nada útil en aquella crítica excepto algunas sugestiones respecto a las lecturas que, de todos modos, seguirían siendo dudosas. En realidad la polémica iba más allá de estos dos eruditos, y tenía un alcance más profundo. Estaban comprometidas las distintas posiciones de escuelas que eran rivales y lo que se ponía en juego era el concepto mismo de la filología como ciencia. El profesor de Leipzig sostenía que la interpretación de lengua y los textos escritos era el trabajo medular de la filología, pues los otros problemas sólo pueden plantearse a partir de la correcta comprensión lingüística. Para éste, la filología tiene la misión de interpretar el pensamiento y la forma de un texto, la manera como se narra un hecho histórico, la estructura de una composición, sus virtudes y defectos. Para el profesor de Berlín, en cambio, era imposible explicar las palabras y el pensamiento de un autor si antes no se conoce la historia. Y conocer la historia significaba conocer las instituciones y el pensamiento, de las cuales el lenguaje y los textos escritos son algunos de los instrumentos que los da a conocer. Resultaba, para éste, primario una "filología de las cosas". Para Hermann, que poco conocía y le interesaban la política, el arte, la religión y la filosofía del arte antiguo, consideraba que el conocimiento de estas era irrelevante para la fijación y comprensión del texto. No poseía concepto alguno del desarrollo histórico, y el conocimiento de la historia era, para él, algo tan sólo encaminado al conocimiento del escritor. No aceptaba la concepción de Boeckh según la cual había que elaborar un nuevo concepto de la Antigüedad mediante el estudio histórico de sus diversas manifestaciones. Veía en ello el peligro de que la filología se subordinara a otros estudios. Por esto defendía calurosamente una "filología de las palabras". Con el mismo espíritu en los años 1830 Hermann criticó la concepción que Karl Ottfried Müller, alumno de Boeckh en la Universidad de Berlín y discípulo suyo, había expuesto en el prefacio a su edición de Las Euménides, donde expresaba que el editor de una tragedia antigua debía dominar los múltiples nexos históricos en que se enraíza la obra y atacaba a Hermann por su erudición meramente prosódica. Desde la óptica de una visión histórica que buscaba los vínculos que unían las diversas manifestaciones de la vida antigua, entendía que era deber del filólogo plantearse problemas más amplios y de mayor alcance que los puramente gramaticales y formales. Para Hermann, la interpretación histórica se agotaba en el estudio de la palabra y la lengua. Éstas eran simple objeto de gramática, de métrica. Por el contrario, Müller pensaba que éstas eran una energía, un vehículo y un testimonio de toda la vida y la conciencia humanas. Müller poseía una viva sensibilidad para el arte y para la literatura, así como un vastísimo conocimiento de los elementos históricos y culturales de la Antigüedad. A los 19 años escribió su tesis doctoral sobre Égina, donde trazaba la historia de la isla hasta la conquista franca, e iniciaba una nueva era por la atención que prestaba a la cultura, realizando un extenso examen de la topografía, seguido de un estudio de la raza, la religión, las antigüedades, el poder marítimo, la industria, el arte y el gobierno. Posteriormente, en 1819, cuando Welcker se fue a Bonn, Müller se marchó, con la aprobación de Boeckh, a la Universidad de Gottinga, donde trabajó asiduamente en el estudio de las razas y los Estados griegos. En 1824 apareció su obra Los Dorios, pueblo griego que desempeñó un papel primordial en la historia de Grecia, y en el cual Müller veía el verdadero helenismo. Esta obra y Los Minios fueron, según las orientaciones, tanto alabados como criticados por el modo de tratar los problemas de mitología. Así, a modo de réplica escribió sus Prolegómenos al estudio de la Mitología (1825). Allí definía su posición y se diferenciaba tanto de Voss como de Creuzer. Rechazaba totalmente el complicado sistema dogmático que éste último elaboraba con sus mitos, y le parecía ridícula la idea de que los sacerdotes ocultaran las ideas religiosas en símbolos cuyas claves se habrían perdido. Pero se negaba también a adoptar las tesis negativas de Voss, quien sostenía que los Misterios no ocultaban ningún secreto y que sólo trataban de fábulas acerca del nacimiento, los amores, y las disputas de los dioses. Müller se negaba a admitir que éstos carecieran de significado simbólico o alegórico, o que no tuviera fundamento el universal testimonio de su carácter sagrado. En particular, completó y profundizó sustancialmente las ideas de Creuzer sobre el orgiasmo dionisíaco, resaltando en contra de Voss que el factor originario en el culto de Dioniso no era el vino sino el orgiasmo.
En esta época, predominaba en esta materia como en otras, el espíritu racionalista de los antisimbolistas. Especialmente las ideas de August Lobeck, que fue quien asestó el primer golpe al "simbolista" Creuzer y prosiguió luego la lucha en unión de Voss. En las antípodas de esta corriente, el movimiento romántico pretendía encontrar las fuentes primitivas de toda inspiración poética. Friedrich Schlegel reclamaba una mitología nueva y Friedrich Creuzer pensaba que para crear tal mitología había que penetrar primero en la esencia de los mitos por medio de un estudio histórico, en el que se revelarían la vida más profunda del espíritu. Su Simbólica concibe la historia de todas las literaturas como dominadas por las castas sacerdotales. Para él, toda emoción literaria surge de la emoción de lo sagrado, y toda forma literaria surge de las formas rituales en las que esta emoción se recoge y por las cuales se propaga. El sacerdocio inventa y guarda los símbolos que encierran una gnosis, es decir, un conocimiento acerca de los secretos últimos, relativo al nacimiento de los dioses y del mundo.
Lo cierto es que la concepción de Lobeck apenas encontró una resistencia seria hasta fines del siglo XIX, salvo por parte de Müller, que iba a preparar el terreno para un reconocimiento de los símbolos y mitos religiosos urdidos en el culto, de su realidad, sus relaciones mutuas y su significación ritual. En sus Prolegómenos, Müller se preguntaba cómo había que hacer para arribar a un concepto de la esencia y el contenido del mito. Excluye la posibilidad de encontrar un concepto semejante a priori, afirmando que sólo podemos encontrarlo por la experiencia. Pero no por la experiencia directa de nuestra vida de hoy, dado que en la vida moderna ya no hay nuevos mitos, sino de la experiencia de la investigación histórica. Es ésta la que dará el concepto de esta realidad tan alejada de nosotros que es el mito en su naturaleza primitiva. Müller veía aún otra dificultad: el mito griego, tal como nos llega por los textos, no es el mito griego primitivo, viviente, auténtico, sino una elaboración posterior. Entonces se pregunta: ¿cómo es posible, pues, el conocimiento histórico, si el propio mito es, por cierto, la única fuente del concepto de mito y, sin embargo, aparece en una forma que es distinta del contenido del mismo?. A lo que responde que es necesario, antes que nada, interpretar, explicar los mitos, es decir, los mitos tal como nos han llegado en su forma tardía, alejados de su contenido, antes de que podamos llegar al conocimiento de su contenido, y que es necesario hacer esto en muchos casos particulares antes de que podamos asir la esencia del mito en tanto que concepto genérico. Y, entonces siempre nos enfrentamos a la pregunta de si el conocimiento hallado a través de un concepto, es tal como nos vino y nos fue dado, o si puede expresarse como una mera combinación de conceptos; de si es posible hallar a partir de nuestros conceptos, algo heterogéneo, cuya conceptualización esté basada en un modo de pensar que se aparta notablemente del nuestro. Según Müller, nos enfrentamos aquí con una concepción del mundo que es extraña a la nuestra y en el interior de la cual, a menudo, nos es difícil transportarnos. Y el fundamento de ésta, cree, no incumbe al estudio histórico de los mitos, sino que de esto debe ocuparse la más alta de las ciencias históricas, la historia del espíritu humano, de la cual no se presiente aún la conexión interna. Esta historia del espíritu humano que debe tener una conexión interna y revelar el fundamento de los fenómenos históricos, puede denominarse también, en este autor, filosofía. Y ésta es, en su concepción, la que, provista de los medios que le aporta la filología clásica, penetra en el interior del espíritu humano, en el organismo total de su vida, en sus etapas evolutivas con sus leyes, en la naturaleza y la esencia de todas las actividades espirituales superiores, de un modo incomparablemente más profundo de lo que permite la experiencia de la vida, limitada y unilateral, o la elección arbitraria de los fenómenos particulares de la historia. Müller concuerda con Boeckh en que la investigación filológica tiene necesidad de conceptos que no nacen de la investigación filológica misma. Pero mientras que Boeckh piensa que esos conceptos previos a la investigación deben ser provistos por la especulación, por la filosofía, concluyendo así que la filología no podía prescindir de la filología, Müller no se preocupa demasiado por el origen de estos conceptos. En todo caso, no le parece que deriven de la filosofía, y les atribuye un rol estrictamente funcional, el de instrumentos de investigación. Para él, la filología es un gran sistema de conocimiento humano, íntimamente conexo, con lo cual da a ésta su carácter autónomo y la distingue de la historia, con la que, no obstante, mantiene estrechísima vinculación. La filología, con su actividad, nos abre las puertas de la historia, y la ayuda a abarcar, en una imagen perfecta, la vida espiritual, ya abordada y penetrada por ella, mediante el estudio de los documentos y los monumentos.
Ocupa un lugar prominente en la historia de la filología Friedrich Gottlieb Welcker. De la misma edad que Boeckh, cursó estudios de teología, aunque siempre cultivó paralelamente la filología clásica. En 1805, después de una conversación con Voss, el joven Welcker concibe el proyecto de publicar los fragmentos de los poetas líricos griegos, evidenciando con ello un interés por el descubrimiento de la Grecia arcaica. Entre 1806 y 1808 visita Roma, donde además de disfrutar de la contemplación de la naturaleza, del arte y de las antigüedades, mantiene un estrecho contacto con W. von Humboldt, que era en ese entonces el embajador de Prusia ante la Santa Sede. Cuando regresa a Alemania en 1808, ya es un filólogo clásico con oficio, rebosante de ideas originales. De aquí en adelante, se compenetra con el estudio de la religión, la poesía y el arte griegos que, a sus ojos, son expresiones de un único espíritu, el espíritu del pueblo griego, que debe ser estudiado en su totalidad. De este modo asimila al plan de investigación histórica especializada la concepción neohumanista del "espíritu" del pueblo griego. Por esta época también expone a Creuzer un plan de trabajo que consistía en una historia de las religiones antiguas en la que utilizaría, entre otras cosas, los resultados de las investigaciones etnográficas concernientes a las costumbres y las leyendas de los pueblos germánicos del presente, de la Antigüedad y del Medioevo. En estas investigaciones sobre la religión griega, que prosiguió hasta el momento de su muerte, Welcker tuvo mucho en común con la Simbólica de Creuzer. Pero él concentra su atención especialmente sobre Grecia, a diferencia de Creuzer, que también atendía a los hechos orientales, evitando con ello mezclar la cultura griega con otras que en esa época eran pobremente conocidas. Él considera la religión griega en relación estrecha con sus expresiones en el dominio de la poesía y del arte, cosa que en Creuzer no jugaba ningún rol importante. También, a diferencia de Creuzer, sentía la exigencia de hacer la crítica de las fuentes relativas a la religión griega, de establecer las condiciones históricas en las cuales las diferentes fuentes han nacido, y distinguir la naturaleza de las mismas fuentes. Así, sus investigaciones sobre la religión griega van mucho más allá de las posiciones alcanzadas por Creuzer. Estas investigaciones constituyen una contribución decisiva para la superación de la interpretación simbólica, según la cual las religiones paganas expresaban imperfectamente, bajo el velo del mito, una primitiva sabiduría filosófico-religiosa propia de la humanidad en sus comienzos. Aunque todavía bajo la influencia de la interpretación simbólica, Welcker es el primer filólogo que comienza a comprender "históricamente" el verdadero simbolismo de la religión griega arcaica. Welcker no redujo la religión griega a sus expresiones artísticas y poéticas. Por el contrario, se esforzó por comprenderla en tanto religión, yendo más allá de sus expresiones artísticas y poéticas, estudiando el culto y la fe. Concentraba su atención en la recopilación y el estudio crítico de las fuentes relativas a la religión griega. En el dominio de la poesía griega, contribuyó fundamentalmente al estudio de la lírica, de la tragedia, y del ciclo épico. Aunque en el dominio de la crítica textual no se destacó en gran medida, arrojó mucha luz sobre aquellas regiones en las que Hermann y sus discípulos, competentes en la crítica formal, no veían absolutamente nada. Nunca se interesó demasiado en la filosofía, estando tan absorbido por sus trabajos especializados. No aceptaba la aplicación acrítica de conceptos filosóficos para el estudio empírico de la historia. Así, en el prefacio a su última gran obra Doctrina de los dioses griegos, ataca a la "filosofía de la mitología" de Schelling, por introducir subrepticiamente en la mitología griega sus propias ideas filosóficas. Para él, el filólogo tenía que ser ante todo filólogo, es decir, trabajar de una manera diligente y crítica sobre los datos empíricos. Con esta condición aceptaba que se emplease en el trabajo filológico la filosofía de un modo general. Pero lo que no admite es la postulación de un sistema filosófico.
H. Herman criticó muy duramente la interpretación simbólica de los mitos, pero en su crítica no supo ver la diferencia entre el modo de pensar de Creuzer y de Welcker. Se equivocaba al no ver que Welcker era justamente uno de aquellos que intentaban superar la interpretación simbólica. Con este espíritu, escribe una carta a Welcker para criticarlo el 2 de septiembre de 1826: "Yo inicié mis estudios con los antiguos mismos, y sólo con ellos: por ello creo tener un sentimiento razonablemente seguro de cuándo un elemento moderno se entremezcla. Por el contrario, me parece que otros salen con ideas que, como es sabido, fueron expuestas por primera vez en los tiempos modernos, y las introducen en la Antigüedad. Entonces, naturalmente, las encuentran allí. Quién de los dos tiene razón, no viene al caso decidirlo: pero todos me reconocerán que el camino que yo he recorrido es el más simple y natural. Quien siga el opuesto, debe primero y antes que nada, probar que los antiguos ya tenían en mente, y por ende podían pensar, aquello que pretenden encontrar en ellos. Pero al menos a mí me parece que este extremo será más postulado que demostrado: igual que ha ocurrido con la Biblia".
En este contexto tenemos que situar la famosa disputa entre Ritschl y Jahn, conocida como "la guerra de los filólogos" en los claustros de la Universidad de Bonn, que terminó con la retirada de Ritschl a Leipzig. Aunque en aquel entonces Nietzsche había dado la razón a Jahn, que además de filólogo era historiador de la música, famoso por su biografía de Mozart, y que por ello contaba con la simpatía del entonces joven alumno, éste terminó por irse a Leipzig con Ritschl. Lo cierto es que Nietzsche tenía decidido irse a Leipzig. Quería abandonar Bonn, donde ya no se encontraba a gusto. Que Ritschl se fuera a Leipzig reforzaba la idea y le daba una excelente excusa ante la familia. Allí se hizo discípulo de Ritschl, y con él, del método crítico. Según éste, todos los textos que nos habían sido transmitidos por la Antigüedad Clásica han quedado adulterados a causa de la misma transmisión, es decir, por las transcripciones de que han sido objeto en el curso de los siglos. La tarea principal de la filología consiste en restablecer el texto original mediante el estudio minucioso de los manuscritos, la investigación de las circunstancias de la época y el pleno conocimiento de la obra del autor. No debía el filólogo preocuparse de la interpretación e integración de los textos en la historia de las ideas. Así se eliminaban pasajes falsos, se formulaban conjeturas sobre lo que debió contener el texto correcto. Y allí finalizaba la tarea.(32) Se proponía de este modo la aplicación del método experimental de las ciencias naturales en la filología. Lo que para las ciencias naturales era el experimento, constituiría para la filología clásica la crítica del texto.(33)
Resulta evidente que el proceso de constitución de la filología como ciencia estaba lleno de dificultades. Entre la aspiración al ideal de una ciencia positiva que contase con los métodos fiables y objetivos de las ciencias de la naturaleza, y la exigencia de la filosofía idealista romántica de una comprensión espiritual de los pueblos en sus particularidades que imponía como método la intuición y la penetración empática, la filología se hallaba atravesada por una doble tendencia de difícil conciliación. Por un lado, pretende ser ciencia de los textos, y por el otro, una ciencia de la cultura. Esta situación es la que le plantea la gran dificultad de delimitar claramente su objeto y métodos de estudio, pues, como ciencia del lenguaje, puede aspirar a una neutralidad valorativa y a una aplicación mecánica de sus métodos similares a los de las ciencias de la naturaleza con sus consiguientes resultados de objetividad y demostrabilidad, en tanto que, como ciencia de la cultura, necesita de métodos aproximativos de interpretación que, dependiendo en gran parte de la intuición y la creación imaginativa, no permiten arribar a los mismos resultados.
Por otra parte la filología, desde su constitución ha estado sometida a un dualismo poderoso: de un lado, su mirada se detiene en el detalle para intentar desentrañar la verdad, de donde extrae su rigor metodológico, que tiende a la objetividad; de otro, se pretende universal a un doble título: se plantea como una e indivisible (no hay más que una filología, aunque se aplique a objetos diferentes, pues siempre posee el mismo método y técnica) y aspira a una visión totalizante que pretende englobar al conjunto de la cultura. Es éste un dualismo del detalle y la síntesis, de lo particular y lo universal.
La filología debía también resolver la tensión existente entre los dominios vecinos de la filosofía y la historia. Como ciencia positiva, debía ser un conocimiento distinto de la filosofía. Sin embargo, necesitaba de un fundamento filosófico que le otorgase su validez como ciencia. Como ciencia de los textos, tenía de antigua data su técnica y su metodología, que diferían grandemente de los de la historia. Pero para comprender cabalmente un texto debía situarlo históricamente. La historia a su vez, en tanto disciplina autónoma que relata hechos y acciones ocurridos en el pasado, no se ocupa de la crítica de textos. Pero cuando quiso lograr el rango de ciencia objetiva, tuvo que basarse en un sistema de pruebas que requería la comprobación empírica de los hechos y acciones relatados por medio de fuentes y documentos auténticos. Y la autenticidad de éstos la daba la filología. Es más: sólo ella nos dice lo que éstos verdaderamente expresan, fijando su significado.
Es importante observar, además, en la historia de la filología clásica un desajuste entre el proyecto originario de la disciplina, tal como lo formularon Wolf o Boeckh, y los trabajos concretos que lo han seguido o acompañado. La atomización de la investigación no ha permitido construir una imagen unificada del mundo antiguo tal como lo pretendían la ciencia de la Antigüedad de Wolf y la filología de Boeckh. Y el fracaso de este proyecto de aproximación global al mundo antiguo no ha dejado lugar más que a una "filología de palabras" o a una filología histórica atomizada.
Avanzando el siglo, estos problemas no se superaron totalmente, y tampoco han encontrado solución en los tiempos presentes. Puede decirse que las dos tendencias principales, la de la crítica textual y la histórica, se mezclan con variadas alternativas, aunque la nota histórica es desde entonces la predominante. Así, a partir del siglo XVIII y atravesando el XIX, la filología clásica se fue constituyendo como ciencia, entre el método de crítica de textos y la investigación histórica. Por una parte, se separó de la teología, de donde había extraído los métodos de la crítica y la interpretación textuales; por otra, enarboló un ideal para la formación cultural y la creación artística, por medio de una regeneración del clasicismo griego. Por último, intentó comprender históricamente las peculiares características de cada pueblo.(34) Por ello pudo decir Nietzsche que la filología clásica era "un trozo de historia, un trozo de ciencia natural, un trozo de estética".(35) En esta intelección, Nietzsche no sólo describía los componentes de la filología clásica, sino que proponía, a través de la interpretación propia que él daba a cada uno de ellos, una nueva concepción de ésta como ciencia, otra manera de aproximarse a la Antigüedad, y con ello, otra visión de Grecia y otro modelo de cultura.
Ante todas estas dificultades, no resultan sorprendentes las tentativas de Nietzsche de establecer un nuevo concepto de filología clásica, así como tampoco la polémica que se inició con el feroz ataque de Wilamowitz a esta tentativa. Como se ha visto, el ambiente cultural y académico de la época eran de lo más propicio para las cruzadas teóricas. La Polémica sobre el Nacimiento de la tragedia de Nietzsche tenía ya suficientes precedentes, y no era, con mucho, la primera. Sin embargo, por los problemas que plantea, la profundidad con que se los trata y la calidad de sus protagonistas, ocupa un lugar de privilegio entre los debates que ocuparon al siglo XIX.