Por Germán Sucar
Resulta llamativo comprobar, si se tiene en cuenta la impresionante profusión de bibliografía sobre Nietzsche, que la polémica que se suscitó al aparecer su primer libro, El nacimiento de la tragedia, apenas haya recibido un comentario en el contexto de la biografía de su autor, o como anecdotario del "trágico" nacimiento del libro.
No hay prácticamente estudios que aborden de manera específica el tema. Éste siempre ha sido esquivado con la excusa, por parte de los filósofos, de que escapaba a su dominio, y por parte de los filólogos, por considerar que Nietzsche nada tenía que aportar a su tarea científica. Desde el primer momento se lo consideró, y para siempre, muerto para la ciencia filológica.
Nietzsche se convirtió en el filósofo que había incursionado provisionalmente en la ciencia como resultado de una vocación no decidida que finalmente tomó el rumbo adecuado, y Wilamowitz, en el filólogo, en el hombre de ciencia genial que nada sabía de filosofía. A todo esto también ayudó el hecho de que en gran parte los escritos que conforman esta polémica posean excesivas citas griegas y un manejo de fuentes especializadas, que desde el comienzo limitaron el círculo de sus lectores.
Pese a ello, sería un grave error reducir los márgenes de esta polémica al ámbito de la mera discusión erudita acerca de la corrección o cientificidad de la interpretación que Nietzsche se vale para fundamentar las osadas teorías que propone sobre los más diversos aspectos del mundo griego. También lo sería pensar que las ideas de Nietzsche carecen de todo valor filológico.(1) Si bien siempre se le asignó un valor filosófico a El nacimiento de la tragedia, tal carácter le fue sistemáticamente negado a la polémica. Nuestro objetivo es precisamente destacar el interés propiamente filosófico de esta querella.
¿Puede acaso pensarse que el tono agresivo y panfletario de la discusión se debiese simplemente a diferencias en la interpretación de las fuentes griegas?
¿Acaso el hecho de que con posterioridad a esta disputa Wilamowitz y Rohde no volvieran a hablarse ni a citarse en sus respectivos libros, a pesar de haberse convertido ambos, con el tiempo, en dos de los más grandes filólogos del siglo XIX, tanto uno como otro, objeto de consulta obligatoria para cualquiera que aborde los temas por ellos tratados, puede interpretarse como una mera cuestión de diferencias académicas?
¿Pueden entenderse la alegría y el furor de Wagner y seguidores ante la aparición del libro de Nietzsche como fruto de la conquista de una novedosa especulación científica?
¿Puede acaso creerse que en su respuesta a Wilamowitz, un filólogo, Wagner, un músico, simplemente intentó poner en su lugar a alguien que estaba equivocado en la apreciación de un libro? ¿O quizá entenderla como la solidaria defensa de un amigo? No. Wagner defendía ideas de su propio peculio, que El nacimiento de la tragedia expresaba por primera vez de una manera tan magistral. Y éstas no versaban acerca de la crítica textual o acerca de las reglas de derivación de las palabras.
Lo que estos hombres discuten es mucho más que la validez científica de un libro o las capacidades de su autor. Lo que aquí está en juego, principalmente, es el establecimiento del significado del concepto de cultura, una toma de conciencia de la dimensión histórica del hombre moderno, una puesta en cuestión del valor del arte y la ciencia para la vida, y concomitantemente, la cuestión de cómo reconstruir el pasado histórico de nuestra civilización occidental, de cuáles son los instrumentos o medios a través de los que hay que apropiarse del pasado para comprender el presente. En suma, lo que late en el fondo de esta áspera e intrincada polémica, aun en sus partes más eruditas, es el establecimiento del objeto y límites de una ciencia -la filología-, la consideración del valor de los conocimientos científicos para la vida y, en definitiva, la postulación de un tipo de existencia y de un modelo de civilización.
Esto, y no otra cosa, es lo que justifica el tono encendido de la confrontación, el registro entre erudito y panfletario de la disputa, el odio y el silencio en que se sumieron con posterioridad los contrincantes, las palabras ardorosas que Nietzsche expresa en una carta a Rohde: "¡Me derrito, lucha, lucha, lucha! Necesito la guerra".
Para comprender la conexión íntima de este conjunto de problemas es necesario remontarse a los procesos y transformaciones de la cultura europea y particularmente alemana, en los siglos XVIII y XIX. Pero antes de abocarnos a esta tarea haremos una recensión de la aparición del libro de Nietzsche, así como de la polémica y sus partícipes.