No te muevas
Iván Montaño
No hubiera querido dejarte allí sola, pero tuve que seguir el dictámen del hielo que vive en mi cabeza. Estoy seguro que tu hubieras hecho lo mismo. Aún lejos, ejercitando el verbo huir, contemplo en una repetición infinita el motivo de nuestra posteridad.
He aprendido a aceptarlo como "las cenizas del juego".
Los dos sabíamos el riesgo latente...
Pido la llave del cuarto, y tu mirada cómplice choca con la mía en un par de muecas ficticias, igual que nuestros nombres. El hombre en recepción nunca existe, y es casi imposible imaginarlo en una vida normal (¿qué se puede definir como normal en esta era donde somos presas de nuestros deseos, siempre justificados?). En nuestra historia él sólo cuida de la llave que nos libera de la cotidianeidad.
Después de tantas incursiones en este viaje de experimentación mental y carnal, a veces extraño la inocencia antes presente en tus mejillas. No el rubor que ahora logro extraerte a base de caricias secretas, sino el que venía acompañado con un poco de vergüenza. Esa inocencia es ahora material de recuerdo, y hay que aceptarlo, fué brutalmente asesinada por la malicia contagiosa del pecado compartido.
Cuarto 232, el de siempre, y como siempre, cumplo con el ritual satírico de una noche de bodas. Pero al cargarte cruzando el umbral de nuestra odisea, mi lengua hurgándote se encarga clarificar la parodia. Ni es la primera ni será la última vez.
Nuestro silencio marca el inicio del juego, e inmediatamente pasa a mejor vida al inundarnos de música electrónica. El erotismo que está oculto en toda la materia se desperta abruptamente a la invocación de nuestro ritual. Bienvenida sea la ilimitada explosión de deseos urgidos, porque el pudor se quedó encerrado en el exterior.
Se apaga la luz, y agradezco nuevamente a la tecnología por permitirnos controlar en lapsos al azar los focos del cuarto y sus intensidades. Un minuto la luz es fuerte, luego por un instante se apaga completamente para después variar su intensidad al ritmo de la música. Vestidos y luego desnudos nos mostramos el uno al otro idolatrándonos en la sorpresa, madre de nuestros impulsos.
Nos besamos rápidamente sin tocarnos más de un segundo. Corremos alrededor del cuarto, primero tan cerca como lo permite nuestro cálido aliento, luego a varios metros de distancia. Pero siempre fundidos y enfocados en la misma dirección satisfactora.
Un arañazo en la oscuridad, y la ligera humedad roja que corre por mi espalda, me anuncia tu nueva sorpresa. No me excito más porque mi cuerpo ya no lo permite, pero mi mente y mi deseo obsesivo descubren un nuevo terreno para explorar.
El perfume que emana de tu prontitud nos acosa y da pie al siguiente nivel. Cierro los ojos y aun asi un breve momento de luz fuerte me eriza la piel. Me guío por el sendero de tus olores. Mis manos te buscan, y te encuentran en un rincón al sentir el ligero toque de tu pezón en mi palma.
Tanto placer debería ser ilegal. De pronto, me humillas cuando al surcar el aire tu mano se topa con mi rostro. Pongo mi otra mejilla con la sensación de nuca haber recibido tanto amor. Entonces mis dientes se cierran en tu hombro descuidado, y en el mismo momento en que gritas se abren mis ojos a la conciencia extremadamente patente de amarte.
Y al haber descubierto la danza antigua del sufrir y el amar, nos fundimos en un diluvio de agua con sal, tuya y mia. Fuera del tiempo y la realidad aprendemos a distinguir la verdadera diferencia entre felicidad y éxtasis, seguros de que la experiencia había sido reservada sólo para los dos.
Nos disponemos a redefinir el concepto de exceso en concenso. Nos amamos luego con una suave modalidad de furia. Cada acción sabemos derivará en una marca de piel, que tal vez ocultaremos pero sabremos presente en cada uno, y nos diluímos en tormento para el cuerpo pero panacea en el alma.
Nos convertimos en escultura de dioses; yo erguido en la vertical de mis fantasías recurrentes, tú sumergida en una almohada víctima de tu mordida salvaje.
Súbita e intempestivamente me das posada en ti, en toda tú, y se escuchan poemas en el lenguaje de los animales, como epílogo de nuestra sinfonía secreta, asincopados en un ritmo sólo nuestro.
-No te muevas- te dije rompiendo con el fraseo de nuestra melodía y obedeciste complaciente.
...¡ Era tanto amor el que se tradujo en tanta fuerza !.
Te lloro todos los días, de lejos. Y, ¡ ah !, todavía tan fresco tu olor. Y sin embargo, me queda el consuelo de sabernos cómplices en el accidente que te arrancó de mi. Enero de 1998
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