TALAVERA DE LA REINA.
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Historia de una plaza de toros
Lo que ustedes están viendo es un primoroso grabado a pluma del que fue un excelente artista talaverano, pintor y ceramista de clase, Florencio Martínez Montoya. Representa una plaza de toros. La de Talavera de la Reina.
Obsérvenlo minuciosamente, merece al pena. Vean junto al tufillo mudéjar inevitable en este tipo de locales, el seco contraste de la afilada torre y la gracia casi andaluza de su campanario. Una Ermita (ahora Basílica) y una plaza de toros unidas codo con codo. La fe y la explosión emocional. El silencio y el griterío. La oración recogida y el insulto bárbaro. ¿No estamos, ante un símbolo hispánico cien por cien, de valor casi arquetípico?.
En esta plaza, en este lugar, han pasado cosas. Cosas bellas y cosas para poner los pelos de punta. Esta plaza ha sabido de valentías casi heroicas y de miedos pegajosos y negros. De triunfos resonantes y de fracasos dolorosos. Aquí, en esta plaza, ha reinado la muerte con su carátula de huesos mondos, y un asta de toro en lugar de guadaña. Y también aquí, comenzó la ascensión meteórica de ese esputnik del toreo llamado Manuel Benítez.
Es pues una plaza con historia Con una historia pequeñita y poco importante, si nos ponemos las gafas de la trascendencia; pero entrañable y caliente, emotiva y cargada de bellos momentos si sabemos penetrar en esa dulce y amarga parcela lírica y contradictoria, que es el corazón, del hombre.
No voy a relatarles ningún hecho histórico importante. No es mi intención el hablarles de la Historia de Talavera, ni de nuestro buen corregidor Fernando de Rojas y su inmortal tragicomedia, ni de los fantasmas de Calisto y Melibea que uno puede ver en las noches de luna, si tiene sensibilidad para ello. Ni de nuestra cerámica. Ni de cualquier otro tema erudito. No, mi propósito es mucho más ambicioso porque trato de contarles, nada menos que la historia íntima y entrañable de una serie de hombres que fueron protagonistas o testigos de una serie de momentos estelares, que ocurrieron precisamente dentro de nuestra Plaza de Toros.
Verán: todo comienza hace ya muchos años cuando el Rey Liuva, godo él, sobrino de don Rodrigo, el de los amores no lícitos, construye una ermita sobre los cimientos de un viejo templo dedicado a la diosa Palas. Nuestro buen cristiano de pro, manda construirla para Nuestra Señora del Prado, santa patrona del lugar, tenga si debido culto. Pasan los tiempos y ya en mil cuatrocientos y pico el Cardenal Cisneros ordena una reforma a fondo, convirtiendo en un templo suntuoso lo que antes fuera una sencilla ermita rupestre. En huerta anexa se construye un corral idóneo, para que los caballeros talaveranos puedan matar sus ocios alanceando toros. Esta es la prehistoria de nuestra plaza.
En 1880, tal vez para seguir olvidando los desastres coloniales, una sociedad anónima llamada pomposamente "La Lidia" construye en la antigua huerta una plaza de toros elemental. Pero la sociedad se viene abajo prematuramente y un grupo de cinco prohombres talaveranos compra los derechos y termina la construcción. El 29 de semtiembre de 1890, con toros de Enrique de Salamanca, es inaugurada por los matadores Fernando Gómez "El Gallo" y Antonio Arana "Jarana". En 1913 se la añaden en la sombra unos cuantos palcos cubiertos, para que la gente bien no se mezcle con la chusma, y en ese momento la plaza adquiere mayoría de edad permaneciendo así hasta 1952, fecha en que don Antonio Vera, un taurino de posibles, compra la plaza y la reforma a fondo, hasta lograr un aforo de 8.700 localidades con una cierta suntuiosidad visual y un discreto confort. Ya no estamos en una plaza de pueblo, esto es evidente; pero nuestro coso ha perdido aquella dulce ingenuidad pueblerina de sus tendidos sin rematar con racimos de hombres encaramados a los álamos curcundantes, para ver la corrida gratis.
Nuestro coso ya no huele a pantalón de pana. Nuestro coso, en la actualidad huele más bien a turista sueca de barrera, a electrodoméstico, a coche utilitario.
Pero sigue ahí. Con sus fantasmnas dentro. Con toda su carga apretada de recuerdos. Vamos a recorrerlos, siquiera sea un poco al trote para que usted nos conozca un poquito. Y para que cuando pase por Talavera no nos cosidere como a unos extraños, sino como a unos viejos amigos con quienes dtenerse a charlar un rato.
Los felices años veinte
Talavera, por aquel entonces, es un pueblo destartalado y reseco con vocación andaluza. Calles mal empedradas y albañales al descubierto. Patios llenos de flores, slenciosos y burguesitos, y patios de vecindad, vocingleros y sucios. Se vive del secano y los señoritos bien sueñan con cortijos blancos y con negros caballos de raza mora. Por la mañana los zahajones y la guayabera, por la noche el casino para jugarse las pestañas a la ruleta y al bacarrat. Algunas zarzuelitas y los bailes en los carnavales. Tedio. Miradas ardientes a los tobillos de las señoritas. Cafés de camareras. Algún fandanguillo, más o menos intencionado en los barrios pobres.Excepto en las ferias, Porque Talavera, durante sus ferias de mayo o de septiembre, explota bruscamente en luces y en gentío. Comercialmente son las más importantes del país y llegan gentes de todos los sitios y de todas las calañas. Talavera vive entonces plena de excitación y de ilusiones. Es la época para conseguir el novio soñado o para hacer el negocio del año. Se compra, se vende todo y el dinero corre con alegría.
Y además hay corrida de toros. Estamos en 1920 y la primavera está amaneciendo en las flores de su parque. Y en la cara de sus mocitas. Y en el azul de sus cerámicas. Hay que ir pensando en la corrida y surge un empresario: don Venancio Ortega que quiere lucirse ante sus paisanos lidiando una corrida de su hierro. La ganadería de la Sra. Vda. de Ortega ha debutado con buen son en septiempre de 1919, en la plaza de Alcalá de Henares, y desde entonces estos toros tienen un buen cartel a Sánchez Mejías; pero Ignacio no muestra un excesivo interés en venir a Talavera y Ortega se desanima. La primavera está en pleno apogeo y la feria es a mediados de mayo.
Pero llega abril y cae por Talavera un tal señor Villar, muy amigo de los Gallos, que pide la plaza organizar la corrida de feria con uno de ellos y Sánchez Mejías, mano a mano, si se le subvenciona con la cantidad de 5.000 pesetas. Se consulta al comercio y éste cubre dicha subvención en 24 horas. Se piensa en Rafael para el mano a mano; pero José, el gran José, el mítico Josélito; aquel de quien se decía con admiración "que parecía que le había parido una vaca", tal era su conocimiento del toro, decide ser él quien venga a ocupar el lugar de su hermano en el cartel. Alega para ello su personal interés en torear como homenaje a la memoria de su padre, Fernando Gómez, "El Gallo", que había inaugurado la plaza. ¿Eran estas las verdaderas motivaciones? ¿Fue, más bien, un deseo de dar de lado al público de Madrid, injusto y agresivo con los dos monstruos sagrados del momento?.
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