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Fué al final de su estancia en París cuando Fabrizio Lupo encontró a Lorenzo; me lo contó detalladamente en la segunda conversación que tuvimos. Una importante exposición de sus obras, organizada por una galería de arte de la capital, había servido de pretexto a su viaje a Francia. Pese a su juventud y a cierta hostilidad que encontraba a veces su género de pintura en su propio país, Fabrizio Lupo no era por ello menos conocido en los medios de vanguardia europeos, y sobre todo en Francia, donde excelentes revistas le consagraban largos artículos y donde su fama iba en aumento. Mientras que en Italia los críticos que pontificaban, la jauría de los artistas más o menos agriados por el fracaso, los cenáculos y las torres de marfil esterilizantes en las que se encerraban los defensores de una pintura provinciana y literaria reprochaban al joven pintor el aspecto más señalado y más vulnerable de su carácter (aquella personalidad generosa, violenta, casi excesiva que le distinguía claramente de los demás), en París, la exposición de sus últimos lienzos, aunque suscitando alguna polémica, había acabado por encontrar la más abierta de las simpatías, de lo cual recibió el testimonio a lo largo de su estancia. E incluso, el propietario de la galería en que exponía tuvo empeño en que fuera su huésped en su residencia particular de la calle de Varenne, y puso a su disposición unas habitaciones confortables, dejándole así la más entera libertad. Desde los primeros días, Fabrizio tuvo algunas aventuras pasajeras que le dejaron, sin embargo, más insatisfecho y atormentado que nunca; a causa tal vez de que la espera (son sus propias palabras) "se hacía de día en día más ardiente, más precisa". Y esto hasta la mañana , precisamente en los últimos días de su estancia, en que recibió unas líneas de un crítico de arte a quien no conocía personalmente, pero que le había consagrado varios artículos en un gran diario. Juan Keller (éste era su nombre) le invitaba a almorzar para el viernes siguiente. Fabrizio, aunque tenía ya una cita concertada para esa fecha, lo arregló de modo que pudo aceptar, y a la hora convenida se encaminó a la dirección indicada, una pequeña galería del distrito VI, no lejos de la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. Fran-
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queado el umbral, tuvo la agradable sorpresa de verse recibido por un joven de cara inteligente, cuya mirada sensible se distinguía a través de esas gafas de gruesa montura de concha tan de moda en los medios intelectuales franceses. Juan Keller (era de origen alsaciano, y sus sutiles interpretaciones críticas eran acogidas con un interés no desprovisto de desconfianza) se presentó con mucha cordialidad e hizo conocer a Fabrizio a los jóvenes que se encontraban allí. Era evidente que la galería constituía un lugar de reunión, una especie de club que servía de lugar de cita a algunos jóvenes intelectuales.
"Él no estaba -me dijo Fabrizio Lupo, prosiguiendo su relato-. Yo tuve, sin embargo, la sensación precisa de que alguien tenía que llegar todavía . . . Esta afirmación a posteriori puede parecer demasiado fácil; yo no puedo hacer sino confirmarla, ya que el más insignificante de aquellos instantes ha quedado grabado en mi memoria. Por otra parte, se tiene con la mayor frecuencia la verdad por increíble. Así, pues, en aquella espera, me puse a observar el lugar en que me encontraba. La galería se componía de una sola pieza, bastante grande; tenía una escalera de madera, de caracol, que permitía el acceso al primer piso, en el cual debía encontrarse probablemente el despacho. Se trataba ciertamente de una organización de jóvenes, destinada a patrocinar manifestaciones artísticas de vanguardia; todos parecian familiares del lugar y discutían en voz alta, sosteniendo con ardor, aunque no sin humor, los puntos de vista más absurdos, en un tono de gravedad desconcertante. Exponía a la sazón un dibujante sueco, cuyos "gouaches" no ofrecían mayor interés, en mi opinión; pero todo el mundo hablaba de ellos, sin embargo, como de un verdadero descubrimiento, y el debate, lejos de circunscribirse al talento eventual del artista en cuestión, giraba en torno a la diversidad propiamente admirable de sus aspectos. Acababan de dar apenas las doce. Apoyado en la pared, yo intervenía también en la discusión pesando el pro y el contra; de hecho, sentía interiormente una extremada tensión, como un gato que se dispone a saltar.
Mientras hablaba, contemplaba el bulevar, los viejos árboles y su tierno follaje en el que el sol jugaba, los transeúntes que desfilaban lentamente por delante del escaparate . . . y de pronto, de repente, se abrió la puerta. Tuve el tiempo preciso para volverme; para darle la espalda, quiero decir, para no verle, y me puse a hojear nerviosamente un libro que había sobre la mesa. Pero, en cuanto oí su voz, me invadió una paz profunda.
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"Ya lo ves: todo esto es tan verdadero que parece increíble.
"La conversación giraba ahora en torno a un joven judío como de quince años. Era preciosista, se expresaba con dulce acento, hacía siempre caprichosas reverencias, que más bien parecían pasos de ballet, e iba sin descanso del uno al otro, exponiendo prólijamente sus experiencias y sus proyectos artísticos, en un tono mezcla de reto y de timidéz. Había ido a someter al juicio de Juan Keller, director de la galería, un pequeño album de su mano, en el que los desahogos líricios y proféticos de ambiente bíblico alternaban con extraños dibujos: obsesionantes visiones de pesadilla que, a causa precisamente de esto, atestiguaban a los ojos de todos un indiscutible talento. Por lo demás, nadie dejaba de burlarse de él, aunque con afecto; como quiera que sea, el joven pasaba al siguiente, se inclinaba y hablaba cada vez con más animación, contestando sin pestañear a las preguntas más incongruentes. Fué en ese preciso momento cuando él entró. No le vi, acabo de decirlo, porque algo me obligó a volverle la espalda; sin embargo, oí su voz y al punto la reconocí; y esto, desde luego, me colmó. Parecía conocer al joven israelita, a quien dirigió un saludo muy breve, pero en un tono extraño de intimidad casi cómplice; tras de lo cual, como si hubiese querido poner término a la chacota de que el pequeño era víctima, le preguntó pausadamente por la salud de su hermano. Pero el otro, si sacar el menor partido del socorro que se le ofrecía, respondió que su hermano estaba como siempre, y aun añadió que acababa de enseñarle como pasatiempo un juego extraordinario y muy divertido que se llamaba "el zurriago escondido". Esconde uno un objeto sobre sí mismo, y el compañero, para encontrarlo, tiene derecho a tocar donde quiera, aunque no más de tres veces . . . En aquél momento su voz interrumpió brutalmente este parloteo para preguntar al muchacho si se había decidido al fin a frecuentar el estadio. << Acabo de organizar un equipo con chiquillos de tu edad, y creo que el año próximo . . . >> Y habló extensamente del deporte, mientras los otros callaban. Yo seguía hojeando el libro, aunque con calma; pues se oía su voz, aquella voz que mis palabras no bastan para describir: una voz profunda, cálida, acariciadora, sobre todo acariciadora, y de una intensidad extraordinaria. Después, Juan Keller, se volvió hacia mí, diciendo: << Le presento a un amigo. Un joven escultor cuyo talento no se limita únicamente al rugby, como quisiera hacernos creer: Lorenzo Rigault. >> Entonces me volví, y él me sonrió.
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"Tuve la sensación de estar solo con él en la galería, solos en el mundo; de haber estado siempre con él.
"¿Podría describirle? Más alto que yo, con el pelo negro. Tenía el cabello espeso, bien implantado, peinado hacia atrás y brillante. Un tanto grueso, de carne mate, con unos ojos espléndidos, increíblemente jóvenes. Y no paraba de sonreir. Al hacerlo, descubría sus dientes, que eran fuertes y sanos, casi animales . . . En medio de la frente, precisamente en medio, tenía una cicatriz vertical, y otra más pequeña bajo el ojo izquierdo. Era fuerte, sólido, y tenía actitudes de rugbyman o de nadador; vestido con un traje azul, me parecía elegante en la medida en que los otros se volvieron desde aquel momento vulgares y ordinarios. Me pareció que tendría veintidós o veintirés años.
"<< ¿De qué es esa cicatriz?>>, le pregunté al fin, siéndome imposible añadir nada más.
"El me contestó en tono jovial: <<Me mordió un perro, siendo yo niño. Querían matarlo; pero, cubierto de sangre como estaba, grité que Flog tenía razón y que yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. ¡Fué una suerte enorme para mí, que desde entonces tuve algo que contar a mis amigos!>>
" Y, de pronto, rompió a reír a carcajadas, echando la cabeza hacia atrás. Y los otros reían también.
"No podré decir cuánto tiempo duró aquello. Al fin, Juan Keller anunció: << Es hora de que vayamos a almorzar. Lorenzo, ¿vienes con nosotros?>>
"<< ¡ Claro que sí! >>, dijo él."
Se dirigieron todos (eran cinco o seis) hacia un pequeño restaurante de la calle de l'Université. En Saint-Germain-des-Prés se instalaron en la terraza de un café para tomar el aperitivo; cada cual se esforzaba en colocar su frase ingeniosa, y las bromas se sucedían. Por su parte, Juan Keller hacía de cicerone con Fabrizio, mostrándole sucesivamente alguna muchacha extremadamente pálida y con el pelo largo y negro, o bien un adolescente ojeroso que exhibía un pantalón más que ceñido. . . Fabrizio le oía como en un sueño: adivinaba que Lorenzo Rigault evitaba dirigirle directamente la palabra, aunque charlaba sin cesar (se interrumpía únicamente para reír, y los demás le rodeaban de una tierna solicitud, una especie de consideración particular que parecía serle debida). Como si fuese el Benjamín, pensaba Fabrizio, o bien . . . Fué él, por lo demás, quien pagó la cuenta, y nadie protestó.
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(Había en él -me dijo Fabrizio Lupo- una facultad cuyo descubrimiento me impresionó: la de poder verterse totalmente, casi ciegamente, en cada uno de sus gestos o de sus´palabras. Esa facultad que los niños son los únicos en poseer. Y yo sentía que ese poder, en él, era como un reflejo, o una gracia . . . ")
Almorzaron, discutiendo de pintura, literatura y cine; salieron al fin del restaurante y regresaron lentamente hacia la galería. Fabrizio, como absorto, caminaba junto a Keller, sin prestar gran atención a lo que éste decía (Lorenzo los seguía a pocos pasos); y fué al llegar ante la galería cuando recordó haber sacado el abrigo de su casa aquella mañana. "Sin duda, lo ha dejado usted olvidado en el restaurante", declaró en voz alta Juan Keller; y entonces, por primera vez después de las pocas palabras cambiadas antes de la comida, Lorenzo se dirigió directamente a Fabrizio, a quien dijo: "Voy a buscarlo, espere aquí . . ." Y, cogiendo sin más, del brazo a una camarada que acababa de detenerse para estrecharle la mano, se la llevó consigo y desapareció corriendo con ella por entre la agitada muchedumbre del bulevar. Keller abrió la puerta y Fabrizo se encontró de nuevo en la galería.
( " Entonces comprendí -me confesó Fabrizio Lupo- lo que podía significar la palabra celos . . . " )
Pero Lorenzo volvió al cabo de unos minutos. Arrojó el ligero gabán sobre la mesa, y exclamó: "¡Aquí está!" Fabrizio le dió las gracias, apartando la mirada. "No me basta con eso -protestó el joven-. Necesito una recompensa: tengo algo de sangre judía en las venas y no hago nada gratuitamente. ¿Qué oculta usted con tanto misterio en esa carpeta?" "Unos dibujos", respondió con débil acento Fabrizio. "Muy bien. Precisamente era un dibujo lo que quería pedirle. ¿Me permite?" "¡Vamos, Lorenzo, creo que te excedes!", intervino Keller, con un tono de voz extraño en el que se revelaba la cólera. Pero ya Fabrizio había abierto la carpeta, sacando de ella un dibujo en el que se veían unas montañas, una casa, y delante de la puerta un adolescente disponiéndose a partir. "Tobías y el Angel -dijo-. Tome usted, se lo regalo.." El dibujo pasó de mano en mano. Keller se volvió a Lorenzo, diciéndole: "¿Te das cuenta? Es una pequeña obra maestra." Entonces, el otro tuvo una reacción de extraña violencia, y exclamó: "¡No! ¡No me doy cuenta! ¡Sabéis muy bien que jamás he comprendido nada, y quevuestro intelectualismo me da miedo!" Y en el silencio de asombro que siguió, cogió el dibujo y lo metió en su cartera.
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"Gracias", dijo, sonriendo, a Fabrizio.
"Tengo que marcharme", dijo éste entonces. Desamparado, miraba en torno suyo; algo iba a estallar en él y lo sentía. "Tengo que marcharme . . ." "Pero no es esto todo -volvió a decir Lorenzo, con el mismo tono violento y obstinado-. Quiero que almuerce usted en mi casa un día de éstos. Apunte mi número de teléfono . . ." Fabrizio, sin decir una palabra, lo apuntó apresuradamente, y apresuradamente también saludó y se despidió de todos.
"A la mañana siguiente, me levanté muy temprano. Había dormido bastante poco, y mi sueño no se había alimentado de su presencia, sino de su voz cálida y un tanto ronca. Subí al piso de mi huésped y le dije al ayuda de cámara que tenía que telefonear. Compuse el número con mano vacilante. Me contestó una voz de mujer, y yo indiqué su nombre. << Haga usted el favor de esperar. >> Esperé, oí sus pasos. << Hola. >> La calidad de su voz (su intimidad, su densidad) se encontraba aumentada por el receptor. << Soy yo >>, murmuré. Oí su risa breve. << ¡Buenos días! ¿Dispone usted hoy de un momento? Podríamos vernos en cualquier parte. >> Todo se desarrollaba con rapidez, de la manera más sencilla del mundo. << Claro que sí >>, contesté. << Sería mejor esta tarde -se apresuró a añadir-, porque realmente no puedo disponer de la mañana ...>> << Dígame usted dónde >>, pregunté. << Entonces, ¿en el "Deux Magots"? Si no tiene usted inconveniente; porque precisamente voy a almorzar en casa de una amiga que vive en ese barrio.>> Yo contesté que por mi parte estaba bien, tanto más cuanto que tenía una cita con una periodista en el "Flora". << ¿A qué hora? >>, preguntó Lorenzo. << A eso de las dos y media . . . >> << De acuerdo; y gracias por haberme telefoneado.>> Hubo un silencio. << No sé . . . >>, dije al fin; al punto le oí reir a carcajadas al otro extremo del hilo. << La cicatriz, sabe usted, ¡ me he dado cuenta! . Tobías, en su dibujo, tiene una cicatriz en la cara; la estuve mirando durante largo rato anoche...>> << Pero no fué un perro >> , murmuré. << No; fué el Angel. Para anunciarse, le mordió.>> Hubo un nuevo silencio. << ¡ Hasta pronto ! >> Y una vez colgado el auricular, me di cuenta de la fuerza con que me latía el corazón en el pecho.
" A las dos y cuarto estaba en el 'Deux Magots' después de haber logrado, no sin trabajo, desembarazarme de la corresponsal del periódico literario. Me había preguntado cuál era el pintor francés que yo prefería, y atenaceado por la inquietud (la perio-
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dista tenía una larga serie de preguntas que hacerme, y el tiempo pasaba), ¡yo contesté precipitadamente: << Modigliani!>> Sentado en la terraza del café, acechaba ahora su llegada. Oí dar la media. Una espesa multitud salía de la boca del metro; el bulevar estaba henchido de sol; pasaban jóvenes en grupos, charlando ruidosamente; una muchachita vestida de terciopelo negro pasó también, con una guitarra cruzada sobre la espalda y un perro blanco. Se respiraba un aire de fiesta; yo vigilaba la calle, agitado, ansioso . . . Cruzó por mi mente un pensamiento, que llegó a dominarme: << Es preciso que entre en la iglesia y rece un Ave María; si no, no vendrá. >> Una extravagancia, ya lo sé; pero mi vida de niño ha estado llena de extravagancias de ese género. << Bueno; ¿y si viene precisamente cuando yo esté en la iglesia? Al no verme, podría marcharse sin esperar . . . >> Esta incertidumbre aumentó; el dilema absurdo en que me encontraba cogido me hacía sentirme desamparado. Al fin, fuí incapaz de contenerme, me levanté y corrí a la iglesia. Estaba completamente desierta. << ¡ Espérame ! ¡ Espérame ! >> , suplicaba yo. Salí y corrí a instalarme de nuevo en la terraza, donde pedí un segundo coñac. Y mientras el mozo me estaba sirviendo (el sol jugueteaba en el borde de la copa), he aquí que llegó él. Apresurado, con su traje azul, y llevando una bolsa de lienzo de la que asomaba el mango de una raqueta, sonrió y avanzó caracoleando con su paso juvenil. << Como un lobezno >>, me dije yo. Se sentó junto a mí, un poco sofocado, y siguió sonriendo. << Me dispensará usted por mi retraso. ¡Ah, cuando intervienen las muchachas! >> Yo había preparado mis frases, pero estaba él allí, y lo olvidé todo; tan sólo dije: << He pensado mucho en usted, Lorenzo. >> El me miró fijamente a los ojos. << Por mi parte, yo que no sueño jamás, esta noche soñé con un ángel, que me mordía . . . >> Así; y luego, cambiando de pronto de tema, prosiguió: << ¿Tiene usted la intención de permanecer aquí, o quiere que vayamos a otra parte? Yo preferiría ir a otro sitio, pues aquí hay demasiada gente a la que conozco. ¿A dónde vamos? >> << Yo conozco un café -dije-: el "Marcusot". Un café muy agradable frente al "Dupont-Latin".>> << Pues vamos al "Marcusot" >>, dijo Lorenzo; y allí nos dirijimos."
En el "Marcusot", subieron a la salita del entresuelo. No había nadie. Se instalaron junto a una ventana, desde la que se podía ver la multitud abigarrada que animaba las aceras. Pidieron dos cervezas. Fabrizio se sentía sereno; "pero con una serenidad que
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hasta entonces no había experimentado más que una vez: el día anterior, cuando, sin verle, oía su voz. Y, tratando de formular mi pensamiento, lo hacía entonces espontáneamente en los mismos términos que los místicos, cuando la angustia de la espera se ha aplacado y han llegado al fin de la visión". Lorenzo se puso a hablar de sí mismo: había abandonado sus estudios de letras.
"Quiero ser escultor", dijo; y al fin se había inscrito en una academia libre dirigida por un maestro "muy conocido, que no esculpe más que niños. Tenemos los modelos más maravillosos de París: ¡yo tengo tal pasión por los niños! . . . Un niño, es un secreto que me transporta . . ." Confesó no haber comprendido jamás gran cosa de pintura; sin embargo, había causado en él una extraña sensación el dibujo que Fabrizio le diera; "y no, como podría haber sido, porque encierre elementos esculturales, sino por algo distinto; por la atmósfera de magia, de espera que emana de él. ¿Cómo explicárselo? Es como una especie de fórmula de encantamiento. Y porque está lleno de esperanza".
Fabrizio le confió entonces que había escrito un libro cuyo personaje era un Mancebo divisado un día en la calle: un libro que constituía precisamente (tal era su pensamiento) un conjuro dirigido a un objeto preciso.
Antes de referirme lo que antecede (en el curso de nuestra segunda entrevista fué cuando comencé a tomar notas, lo cual le satisfizo mucho), Fabrizio Lupo había hecho ya alguna alusión a aquella novela sin título, a aquel "sortilegio". Como pintor, veía sobre todo las cosas bajo el aspecto de colores y líneas; y en cierto momento, había sentido no obstante la necsidad de ponerse a escribir, precisamente después del encuentro que había tenido, hacía poco tiempo, a la salida de una escuela. Era un adolescente a quien había entrevisto por casualidad (me lo describía violento y osado y tierno como un ángel); "pero ignoro su nombre, jamás le he hablado, y no lo he visto más que dos veces". Había sentido la necesidad de transponer este encuentro en un testimonio escrito. "La voluntad me impulsaba a amplificar mi sentimiento de esperanza, tan fuertemente reanimado por aquel encuentro del mediodía; de realizar, ya te lo he dicho, un conjuro que fuese valedero para la mayoría de nosotros, invocar una realidad , obligarla a substituir la imagen. Yo pensaba que con la pintura, cuyos resultados no son accesibles más que a algunos, era demasiado difícil transmitir un mensaje." Ahora bien, en el "Marcusot", en el
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recogimiento de la salita, Fabrizio Lupo le hablaba precisamente a Lorenzo de dicho texto; y al hablar de él se exaltaba tanto, que las pocas personas que había allí acabaron por ponerse a escuchar hacía aquel lado, despierta su curiosidad. Mientras que él hablaba, Lorenzo le miraba fijamente sin decir nada. Tan sólo al final, lanzó un suspiro y pronunció esta frase pasmosa:
"Tenemos el mismo signo; lo presiento."
Y entonces (ante el enunciado de esta afirmación que, en labios de otro, en otro lugar, hubiese parecido tal vez pueril, ridícula), entonces fué cuando Fabrizio Lupo se sintió palidecer. Sintió que el momento había llegado. "Explíquese usted", le exhortó, mientras trataba de calmarse. Con toda sencillez, Lorenzo le pidió un cigarrillo. "Yo no fumo, ni acepto jamás un cigarrillo de nadie; de usted tendré un placer aceptándolo." No había en estas palabras (y Fabrizio estaba profundamente convencido de ello) el menor sentimiento de coquetería. Lorenzo encendió el cigarrillo, tosió, bebió un sorbo de cerveza y se echó a reír. Y explicó, en respuesta a la petición de Fabrizio, haber leído un libro que le dejó una impresión muy fuerte: el Demian, de Hermann Hesse; es precisamente en Demian donde se habla del signo. El experimentó la necesidad de escribir a Hesse, a Suiza, y el escritor le contestó conestas simples palabras: "Tengo la certeza de que estará usted dispuesto, dentro de poco, a realizar ese viaje a Oriente que hará de usted un hombre." "Lo cual quiere decir -concluyó Lorenzo con ardor- que ha descubierto en mí la presencia del signo; ¡el mismo signo que he adivinado yo al punto en la faz de usted! Pero, se lo ruego, no se burle de mí . . ."
"Y yo, en aquella circunstancia -me declaró Fabrizio- estaba muy lejos de poder reír; sólo podía... "
Cambiaron de tema. "Yo tenía la sensación de ser otro, me sentía sublimado. Comprendí en aquel momento, el verdadero sentido de esta palabra. Mirar a Lorenzo, era para mí como una oración. Y, sobre todo, me sentía limpio. Sólo el pensar que en otro tiempo había podido considerarme maldito, y sentir horror de mí mismo, me llenaba ahora de asombro. ¿Qué veía en él, en su cara? Tal vez no era más que una sonrisa; pero una sonrisa que negaba la angustia. Lorenzo encarnaba para mí la paz, el orden interior."
Se lo dijo, y Lorenzo se ruborizó; después, levatándose, declaró que tenía que ausentarse por un instante para llamar por teléfono. Una vez solo, Fabrizio tomó un papel, y escribió: " Ti
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amo, non abbandonarmi" , y firmó con su nombre. Dobló el papel y lo metió en la bolsa que Lorenzo había dejado sobre la mesa, debajo de la raqueta de tenis.
El joven volvió a su asiento. Su mirada quemaba, y sus cabellos estaban un poco despeinados. Refirió lo que había ocurrido la tarde anterior. "En la galería, ha despertado usted una gran simpatía en todos, y no lo ocultan; hablamos mucho de usted. Después de cenar, fuimos a pasearnos a lo largo del Sena, y como todavía no había vuelto a mi casa, llevaba aún su dibujo. Keller se entregó de pronto a la ironía, declarando que yo mostraba demasiada presunción al pensar que usted sentía amistad hacia mí; afirmó que al pedirle el dibujo como lo hice, me conduje descortésmente; sostuvo que le había puesto a usted entre la espada y la pared, que no le fué posible a usted negarse, etcétera, etcétera; ¡y que usted no es ningún campeón de basket-ball o de rugby! Finalmente, que le desagradaba, y esto desde siempre, que se aprovechara la gente así de sus amigos, y subrayó el posesivo; y los otros parecían de acuerdo. En cuanto a mí, estaba asombrado; pero como no comprendía muy bien lo que ocurría, no pude hacer sino callarme. Después, he aquí que Keller cambió de tono y dijo que otra cosa que le desagradaba soberanamente era que yo manifestase tanta indiferencia para con ellos y estuviera al mismo tiempo enteramente dispuesto a entusiasmarme con el primero que llegaba. . . En aquel momento, con el arrebato de sus propias palabras, me arrancó de debajo del brazo la cartera, la abrió, sacó de ella el regalo de usted, y sin darme tiempo a reaccionar, lo arrojó por encima del pretil. A mí me dieron unas ganas atroces de abofetearle, pero me contuve; los mandé al demonio a todos, y bajé a la orilla del río para buscar mi dibujo. Está un poco arrugado . . ."
Salieron del café y siguieron lentamente por el bulevar. Fabrizio caminaba junto a Lorenzo y hablaba poco. De vez en cuando, levantaba la cabeza y le miraba. Lorenzo no cesaba de hablar, con su voz intensa, secreta. "Lo importante -dijo, citando quizá a un autor- no es salvarse, sino saber cómo hay que perderse." Su lenguaje era fabuloso, rico en matices y en símbolos; y sin embargo bien apegado a la realidad, y sin complejos, sin temores. Fabrizio Lupo se sentía invadido por una sensación de debilidad, y le acometía un deseo de llorar. Abandonarse por completo, y seguir caminando así, sin objeto determinado . . . Como un río de
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ruido y de claridad, el buleverd se perdía en el horizonte que la luz de la tarde reavivaba en un rojo resplandeciente; una bruma ligera palpitaba en torno de las cosas. Encendiánse las primeras luces. "¡Qué bella es esta ciudad!", pensaba Fabrizio. "¿Y si nos acercáramos de un salto al Luxemburgo antes de que cierren?" La voz de Lorenzo lo impregnaba todo también. Fabrizio asintió con un gesto.
El jardín rebosaba todavía gente, sobre todo niños. "Ya ve usted -decía Lorenzo-, me gustaría tener muchos, muchos . . ." Un chiquillo le arrojó su pelota, y él la cogió al vuelo, la lanzó a lo alto, y luego la devolvió con el pie, con una carcajada. "Muchos y mecerlos en mis brazos ..." Un perro lobo joven se le acercó, y él lo acarició con ambas manos, con un gesto encantado, de cómplice. Fabrizio, taciturno, junto a él, le escuchaba. Dos estudiantes, niños aun, pasaron cogidos de la mano. Lorenzo les hizo un guiño, al cual respondieron los chiquillos. Al otro lado del estanque grande, el Palacio se perdía en el crepúsculo. Fabrizio declaró de repente: "Pienso en Florencia."
("De aquella tarde lo recuerdo todo -me dijo-. Cada una de ssus inflexiones me pertenecen; cada gesto, cada soplo ...")
Lorenzo se detuvo.
"Con todo, tendré que pensar en volver a mi casa, ¿verdad, Fabrizio?"
("Yo asentí: << Claro que sí, Lorenzo.>> Me di cuenta de que nos llamábamos por nuestros nombres, y que habíamos llegado a esto de manera natural.")
Le acompañó hasta la estación del metro. Rara vez le había sucedido permanecer callado durante tanto tiempo. Pero su deseo de llorar iba en aumento. Veía la ciudad bajo luces distintas: laa ciudad destartalada, ilimitada.
"Mañana es domingo -dijo Lorenzo, detenido ante la boca del metro-. ¿Quiere usted almorzar conmigo? Por la tarde querría ir a casa de ... (y nombró a un escritor muy conocido). He comprado un ejemplar numerado de su último libro y quisiera que me lo firmara. ¿Por qué no me acompaña usted? Es un hombre extraño: un ejemplo de lo que yo no querría llegar a ser ... ¡Vamos, Fabrizio, dígame usted que sí!"
Como se supondrá, Fabrizio aceptó.
De vuelta del paseo, escribió unas líneas a Mario, a quien había dejado en ssu país, sobre las colinas de Siena. "Mi querido Mario,
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París es muy hermoso, y, sin embargo, estoy inquieto ... ;no, soy dichoso (quizá)). Veo las cosas desde un ángulo diferente; creo que mi primera pintura va también a cambiar. No puedo escribirte más extensamente; y no porque esté fatigado, sino porque hay algo que quisiera decirte, algo que quisiera gritar y no puedo."
Cenó como de costumbre en compañía de su huésped, le pidió permiso para retirarse y salió. Después de haber caminado un poco por el bbulevar Raspail, volvió sobre sus pasos, se perdió en un dédalo de calles, y se detuvo un momento para escuchar una música de guitarra que salía de un café. Aal cabo, volvió a encontrarse en Saint-Germain-des-Prés, a la altura de la calle de los Saints-Pères. Había largas filas de coches parados delante de los bares y las tabernas en que se bailaba. Unos jóvenes pasaban llevando cogidos por la cintura a sus compañeras y hablando en voz alta; pero parecía como si no hicieran otra cosa que representar un papel, de lo cual se asombró Fabrizio, cuando muy pronto, se convenció de ello. Por delante de la iglesia, iluminada por los reflectores, alguien pasó a su lado, le rozó y le tocó en el codo. Fabrizio siguió su camino, y al cabo de algunos pasos, por el lado de la "Rhumerie Martiniquaise", sintió, sin embargo, que le rozaban de nuevo. Se volvió, y vió una cara sonriente. "¿Tiene usted lumbre?" A Fabrizio le impresionaron sobre todo los grandes ojos de mirar dulce, cercados de negro, los mismos ojos aterciopelados de Mario, y experimentó súbita nostalgia. Era un joven de rasgos puros y en modo alguno afeminado. Fabrizio le dió el fuego y observó una pulsera de oro en su muñeca derecha, así como sus labios carnosos; y que le miraba fijamente a la altura de la boca. "Conozco el sistema", pensó Fabrizio, aunque sin rencor, y prosiguió su camino. Pero el otro no le dejaba, y Fabrizio encontró en ello cierto placer: sus pasos resonaban a la par en la calle que se había ido quedando poco a poco vacía de transeúntes. Al llegar cerca del monumento a Dantón, y aun antess de darse cuenta, Fabrizio dijo en voz baja: "Lo siento; estoy enamorado."
Al punto, se sintió terriblemente en rodículo y su cara enrojeció en la penumbra.
El otro murmuró algunas palabras que él no pudo comprender, y se alejó inmediatamente, Fabrizio paseó largo rato antes de decidirse a volver a su casa.
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No pudo dormir. Jamás había experimentado una sensación semejante: imaginar a un ausente tan próximo, hasta el punto de poder hablarle. Le habló (en francés) durante toda la noche, y oía sus propias palabras desatándose en la sombra (pero ningún sonido, y él lo sabía, salía de su boca). Lorenzo estaba a su lado (Fabrizio comprendió plenamente esta expresión de un místico del Islam: "más cerca que la vena yugular"). Distinguía su sonrisa, veía el gesto rápido con que había devuelto la pelota; y sus dientes espléndidos y fuertes, y su cuello. Sobre todo su cuello, en el que descubrió un pequeño lunar. Y su mirada intensa. Y oía su voz ronca, tan sugestiva. Todo esto alcanzó al fin tal violencia, que Fabrizio tuvo que levantarse y apoyar la cabeza sobre la mesa en que se encontraban todos los dibujos que había hecho en aquellos días (al principio, había trabajado un poco). Volvió a llorar. Llorar le aliviaba; se oía sollozar a sí mismo en el silencio de la noche, y se abandonaba a la ternura. También tenía miedo. Murmuraba su nombre, Lorenzo, nada más; y se sentía hechizado por su presencia. Hubiese querido salir, correr a su casa, dejarse caer en el umbral , esperar a que amaneciera, esperar a que él apareciese. Decirle: "Ya ves, te he esperado." Cuando cesó de llorar, añadió algunas líneas a la carta todavía abierta dirigida a Mario. Empleó un lenguaje convenido. "Hoy he dejado de ser lo que era, y me he dado cuenta de ello esta noche. El que me abordó era guapo y no sé lo que hubiese dado, hace algunos días, por encontrármelo ... He pensado en él con agrado, y, sin embargo, lo he rechazado. Dispensa lo deshilvanado de esta carta, pero es muy tarde. Escríbeme pronto, Mario, te lo ruego." Pero cuando la luz del alba le sorprendió, con la frente sobre la mesa, rompió la carta: al ver la luz del día, se sintió reconfortado.
Llegó al "Madrigal", en los Champs Elysées, cuando no habían dado aún las nueve y media. La inmensa avenida conserva los vestigios del bosque a través del cual la abrieron los hombres. Inundada de sol, casi desierta, Fabrizio la sentía en su corazón. Pero tal poder de participación no le asombraba, porque conocía el mootivo. Los rótulos de los cines, un cartel de Carlos de Gaulle ... Se instaló en la terraza del café y pidió una bebida; el mozo le sirvió un pernod. Se lo tomó de un trago, y se fumó un primer cigarrillo, y luego otro. Dos chiquillos, con una caja en la mano, se acercaron a pedirle dinero en nombre de quien sabe qué institución; era evidente que estaban tratando de engañarle, pero
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lo hacían con tal sonrisa ... Y he aquí que al fin llega Lorenzo. Es extraño cómo camina, parece un perrillo ... No: un anadón. Tiene una manera de andar de judío (Fabrizio se siente acometido por la ternura), y es tan sólido, se le ve tan firme sobre sus piernas ...
En cada cosa, descubre Fabrizio una asombrosa novedad.
Toman juntos otro pernod, y al punto Lorenzo se excita, sus ojos brillan. Dice: "No hay nadie en casa, todos han salido. Yo creo que sería preferible que fuésemos a almorzar al restaurente." En aquel momento, Fabrizio se acuerda del papel que metió en la funda, y le acomete una nueva oleada de temor. Adivina que también Lorenzo vacila un poco. Entonces prueba a hablar.
"No he podido dormir -dice-. No estaba solo ..."
Lorenzo se echa a reír (no es su risa habitual). "¿Una aventura? ¿Una muchacha?" El tono con que lo dice suena a falso.
"No, una muchacha no, Lorenzo. ¿Cómo podría yo estar con una muchacha?"
"Entonces, ¿un muchacho?" (Pero esto después de una breve pausa.)
"Sí: tú." El tuteo surge espontáneamente: es la primera vez.
Un silencio. Lorenzo se toma el resto de su pernod. "¿Me da usted un cigarrillo?" Sigue hablándole de usted; sin embargo, en su pregunta ha vuelto a ser el de siempre, el de ayer, con la misma sencillez.
Pero no por mucho tiempo.
"Ho trovato il biglietto", dice aplicándose.
Fabrizio, que calla, se mira los dedos.
"¿Y si anduviéramos un poco -propone Lorenzo-. Tengo ganas de caminar, tengo gnas de ... " Se interrumpe, y grita:
"¡Déjese usted las uñas en paz, por favor!"
Caminan uno al lado del otro, codo con codo, al sol. Suben hasta l'Etoile. En silencio. Bañados por el sol. Ahora Fabrizio se siente muy sereno (pero es también otra cosa, una impresión como de volar; es maravilloso, estar allí al sol con él, y sentir cómo late su corazón). Le siente respirar. Siempre al sol, bajan por la avenida Hoche. Siempre en silencio.
Siempre su respiración. Y su corazón que late ... mi corazón.
Almuerzan en un pequeño restaurente, hablan de literatura, de arte y del extraño mozo que es Juan Keller. Una conversación normal, en suma, sin (aparentes) alusiones. Fabrizio piensa: Lo-
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renzo sufre la influencia de Keller. La sangre afluye a su cabeza, ahora detesta al joven crítico con todas sus fuerzas ... Saborean unas ostras y beben vino de Alsacia. Por otra parte, es evidente que ambos tratan de evitar determinado tema y que éste, cual amigo fiel, no les abandona. Por fin, Lorenzo propone ir a tomar el café a su casa. "Si", dice Fabrizio.
Fabrizio no se asombra ya:: las cosas más sorprendentes del mundo no son nada al lado de esta enorme novedad que acaba de entrar en él. ¡Pero el cuarto de Lorenzo, su taller! Sobre la gruesa alfombra gris que cubre el entarimado, se ven pull-overs multicolores, raquetas de tenis, balones, una flauta, una guitarra, libros; más libros sobre el mármol negro de la repisa de la chimenea y sobre el diván vestido de rojo; y ropa interior limpia y ropa interior sucia sobre el diván, en desorden, y una inmensa cabeza de niño de terracota, y una compotera llena de frutas, y una docena de croquis; y en las paredes centenares de naipes, una colección entera (algunos son muy bellos) clavada con chinches de todos los colores; y, en un rincón, otra serie de reproducciones de cuadros célebres con niños: niños desnudos y vestidos, rubios y morenos, pensativos, sonrientes, llorando; niños con una trompeta, niños jugando en la calle, niños camino de la escuela, niños charlando, niños ...
"Adoro a los niños -dice (o repite) la voz recogida de Lorenzo-. Quiero casarme para tener muchos: diez, doce .."
Fabrizio aparta algo y se sienta en el diván. "¿Podría yo ocultarle esta sensación de náusea, podría hacerle comprender ...?" En el otro extremo de la habitación, en un hueco practicado bajo la ventana, hay un zócalo, sobre el cual, envuelta en trapos húmedos, reposa una figura esbozada en arcilla.
Loranzo va a la cocina, y vuelve al cabo de un momento con dos tazas de café. "Acabo de hacerlo. He echado un poco de café molido en agua hirviendo. Hoy es domingo, mis hermanas han salido, y la criada... " "¡Demasiado dulce, este café!", se dice Fabrizio sin salir de su ensueño.
Así pues, tiene hermanas, y vive sobre la tierra.
"¿Qué es eso?", pregunta Fabrizio señalando con el dedo la figura esbozada.
"¿Eso? -y Lorenzo ríe a carcajadas-. &nbssp; No es nada ... Me cansé ... Quería representar una madre... No, no quiero que lo mire usted, no tiene importancia ..."
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Fabrizio se da cuenta de que sus cabellos no son negros, como él creía, sino castaños, y con extraños reflejos profundos (¿azules?). Tiene una nariz corta, de boxeador.
"Ya es hora -dice Lorenzo, aludiendo a la visita al escritor famoso-. Apresurémonos; si no, nos perdemos la ceremonia de las palomas."
Van a pie hasta el Arco de Triunfo, tuercen a la derecha, caminan en silencio. Hay una luz rojiza, y la muchedumbre va endomingada. Pasan cerca de un circo, del cual les llega una musiquilla. "¿Cuánto tiempo (se pregunta Fabrizio) me queda de estar en esta ciudad?"
Echan por una callejuela desierta. Se oye el ritmo acompasado de sus pasos. "Tengo casi sueño -se dice Fabrizio-. Esta noche no he cerrado un ojo ... No, digo mal, a eso del amanecer ..."
"Aquí vive", dice Lorenzo.
Entonces, Fabrizio le agarra de un brazo.
"¿Encontraste mi papel? -dice (pero ¿no es más bien un grito?)-. Te amo, te amo ..."
Lorenzo, inmóvil, cierra los ojos.
"¡Cuidado! -dice, con repentina violencia-. Conmigo, es distinto. En lo que a mí respecta, nada ha ocurrido aún: la luz y el deporte me han protegido. En lo que a mí respecta, nada podría ocurrir."
Después, violentamente, tira del llamador de la puerta.
"De esta visita dominical estoy viendo de nuevo los detalles más insignificantes, pero no el conjunto. Sé que sufría. Sentía compasión hacia mí mismo (pero esta compasión se trocaba en una cólera sutil que me devoraba, obligándome a pronunciar palabras cortantes, a herir). Me veía a mí mismo (él no me miraba nunca), a los demás, a él sobre todo, naturalmente... El espectáculo de fondo se desarrolla de acuerdo con unas reglas que se dirían preestablecidas. El escritor da de comer a dos palomas que vienen a posarse en el borde de la ventana; la mano del escritor es muy flaca, llena de venas; es la mano dde un obispo. Su voz es también de obispo, y diserta con ella sobre las panteras con una inteligencia de matices. ¡Las panteras se comen a los hombres porque son malas, o bien porque el hambre las incita a ello? He aquí el tema. Cada cual desarrolla sus argumentos, y el escritor los resume, los evalúa, agita sus manos
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de obispo, expresa al fin con su voz de obispo su opinión personal, y un intelectualoide de faz lunar se apresura a anotarlaa en un cuadernito con tapas de cuero (¿qué entrará en la historia?). Después de las panteras, una anécdota encantadora, según creo. Parece ser que, encontrándose en casa de Cocteau, este eminente escritor con aspecto de obispo ha visto en manos de alguien la estilográfica que algunos días antes le había sido robada por un seductor personaje encontrado por casualidad en la calle; y que entonces ... Bajamos a un jardín minúsculo para tomar una taza de té. Aparece (agitación en la concurrencia, suspiros de admiración, ojos en blanco, que es el no acabar) Mme. Fulana, la grande, la célebre amiga de André Gide. Lleva gafas oscuras y tiende la mano como una reina de Oriente para que cada cual pose en ella sus labios con solicitud. Me presentan a una señora que dice haber vivido en Florencia y conocer un pequeño lugar tranquilo, un hotel encantador que tal vez fuese oportuno recomendar al maestro. ¿Es cierto, se informa el Maestro, que todas las tardes, en los Cascine ...? Pero todo el mundo acaba por confesarme su asombro: ¿cómo los italianos, tan bellos, tan adorables, pueden ser tan acerbos y malos como yo tiendo a demostrar? Me doy cuenta de que un señor de edad corteja asiduamente a Lorenzo, quien le trata con una ironía torpe. Está allí también la masajista de Mme. mengana, la esposa del Maestro; la cual acaba por confiarme que cuando su libro de recuerdos conyugales se publique, tendrá seguramente que refugiarse en un convento o, concede, en un rincón cualquiera. El Maestro va envuelto en una larga túnica azul, con el cuello cerrado por una cinta amarilla; y un joven de rostro caballuno y labios viscosos exclama: <<Querido Maestro, cuando veoesa cinta, me dan unas ganas locas de desatarla con mis propios dedos ...>> El Maestro se vuelve todo sonrisas, y dice: <<¡Pues hágalo, pequeño! ¡Hágalo!>> Lorenzo se vuelve hacia mí y me dice en voz baja: <<¡Vigílese, por favor. Está usted exagerando.>> El tiempo transcurre así en medio de tanta necedad (entre tanta angustia y tedio). <<¡La muerte, antes que el escándalo!>>, proclama en un momento dado el Maestro con una violencia inesperada, y los concurrentes aplauden y se declaran de acuerdo con él. Lorenzo me dice con una seña que es hora de que nos marchemos."
Apenas franqueado el umbral, Lorenzo dice a Fabrizio:
"¡Ha estado usted detestable, odioso!"
Y luego agrega: Sin embargo, tal vez tenía usted razón."
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Pensamiento que Fabrizio confirmó por estas palabras (que, en adelante, iban a ser su justificación habitual):
"Porque sufría."
A las ocho están citados cerca de la estación del Este con los jóvenes de la galería, para ir a tomar juntos una sopa de cebolla. Lorenzo propone andar un poco; todavía es temprano, y podrán ir por los muelles. Sse empareja con Fabrizio, y al punto comienza a hablar.
La noche cae sobre la ciudad, los muelles están desiertos. En algún lugar suena una campana. La voz de Lorenzo se eleva inexorablemente. Y he aquí que su presencia, su ser real, todo en él se transforma en voz. ¿De qué habla? Fabrizio comienza por oír su voz; sólo después, tal vez, comprenderá sus palabras.. No, no las comprenderá: se limitará a sentirlas. Lorenzo habla de la amistad entre hombres. Habla de Walt Withman; habla de Saint-Just, de Robespierre. Habla a veces muy de prisa, a veces lentamente; hay momentos en que se diría que canta, hasta tal punto su voz es contenida... Diríase que arrulla. No hay casi nadie en los muelles. El río discurre lentamente; Lorenzo dice que le gustaría tener una barca, y dejarse llevar por las aguas. "Tenerle junto a mí", dice abiertamente a Fabrizio. Fabrizio siente nuevamente deseos de llorar. "Saint-Just -dice Lorenzo- amaba a Robespierre; pero esta tarde, en la casa en que hemos estado, no había una sola persona capaz de comprender un amor." He aquí, en el muelle, un barco cuyo pabellón desconoce. Un hombre duerme sobre el puente, con la cabeza apoyada en su brazo. "Yo haré de usted un gran artista -dice Lorenzo con voz opaca-. Todo el mundo hablará de usted; ¡pero tenga confianza!" Un vapor violeta envuelve ahora la ciudad. "Compraremos un barco -dice Lorenzo-, y nos dejaremos mecer ppor las olas; y usted ya no tendrá miedo; porque yo estaré junto a tí. Afirmaremos que la vida es bella, que creemos en los hombres, en el trabajo, en la amistad entre los hombres, que creemos en el mensaje de Whitman." Pasan bajo un puente; el silencio (más allá de su voz) es total: llena el espacio entero. "No se muerda usted así las uñas; quiero que se serene usted, que trabaje. Si he pronunciado las palabras que le han angustiado, es porque somos distintos de todos los demás; usted comprende bien que tenemos un signo, ¿verdad? Entre nosotros y los que hemos visto esta tarde en esa casa no hay relación posible. Mire
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usted al cielo en este momento, y deje de roer esas pobres uñas: entre el rey y el mensajero del rey, ¿quién prefieres ser? El rey, ¿verdad, Fabrizio?"
Siguieron así hasta el puente Saint-Michel.
("Tomamos un taxi, y él dió la dirección del restaurante en el que nos esperaban los demás. El coche arrancó. Entonces, me cogió la mano y declaró: << ¡Me siento tan dichoso de estar contigo!>>)
Al día siguiente, al amanecer, Fabrizio Lupo entró en una iglesia y se puso a rezar. Dijo así:
"Padre, no he venido ni para pedirte perdón ni para darte gracias. No puedo pedirte perdón sino por las faltas que he cometido, y Tú sabes que en lo que respecta a la elección no soy responsable. No he venido para darte gracias: tan fuerte es el gozo que me embarga, que parece estarme fatalmente destinado, haber nacido conmigo, para mí, desde los siglos de los siglos. He venido por el contrario, Padre, para atestiguar que he oído tu voz y recogido tu signo. He venido para pedirte que no permitas que me vuelva indigno de él. He venido a decirte -a decirte a ti, que eres Padre- que, cuando miro a Lorenzo, te descubro de nuevo; porque entonces ya no te siento invisible, difuso, indiferente, sino vivo, activo, consolador: padre de amor, en el sentido más amplio; fuente de amor: el Amor mismo. Ayúdame, pues, Tú que eres amor, a amar. Ayúdame a consumirme en el amor, a no temer su llama, a no temer el ridículo, a no tratar de entibiarlo, a no envilecerlo, a no traficar con él, a no perderlo al paso de los días, a no dar participación en él sino a los más dignos. Ayúdame a distingir el verdadero amor del falso amor, el hilo blanco del hilo negro, ayúdame a no creer en las palabras de los enemigos del amor, ayúdame a soportar el asalto de los sacerdotes que no conocen del amor sino los nombres, de los jueces que lo miden con unas reglas falseadas, de los poetas que cantan sus atributos y no su sustancia, de los moralistas que lo aprisionan en sus dogmas, de los hacedores de guerras que tratan de sacrificar su objeto, de los hacedores de paces que no soportan su glorioso heroísmo. Ayúdame, Padre; porque si Tú eres (como en efecto lo eres) amor, ahora que tu tiempo ha llegado, estás obligado a escuchar mi voz ..." |
Fabrizio Lupo me entregó esta oración, que había transcrito en un pedazo de papel de dibujo.
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"Naturalmente, cuando fuí a confesarme, se me declaró que era imposible darmelaabsolución. Porque se me preguntó si tenía la intención de desprenderme de ese amor, y yo contesté que no tenía derecho a repudiarlo. Me preguntaron si estaba arrepentido, y yo contesté que no lo estaba; si estaba triste, y yo dije que mi alma estaba henchida de gozo. Así, mientras que al conocer a Lorenzo yo había vuelto a encontrar el tiempo de Dios, salí por primera vez del confesionario sin aquella absolución que me había sido generosamente concedida en el tiempo del desorden. Esto no me entristeció demasiado: del mensajero al rey, como decía Lorenzo, yo prefería al rey."
"Me marché algunos días después. Durante ellos, no hicimos otra cosa que vagabundear por París. Una noche, Lorenzo cantó durante largo rato. Decía que el tiempo no había llegado por completo. Tenía una moral propia, hecha de símbolos. La víspera de mi partida le propuse (y todo pasó sencillamente) que marchara conmigo. El me contestó: << Iré dentro de cuarenta días, pues he firmado un pacto con el tiempo.>> Salí a las ocho de la mañana para Lausanne, y él me acompañó a la estación. Bajé el vidrio de la ventanilla, y le miré. Cuando el tren arrancó, él me lanzó un: <<Ti voglio bene>> La noche anterior, yo le había escrito las siguientes líneas: 1 <<Te he hablado de plenitud; ahora quiero decirte lo que veo en tus ojos. Cada uno de nosotros poseía un paraíso y después lo perdió; la nostalgia de ese paraíso nos hace vivir, y a veces nos hace morir. Esto, Lorenzo, si quieres, es literatura; pero cuando te miro a los ojos y tú me miras un instante, no es literatura, es el tiempo de Dios. Yo vuelvo a encontrarlo en ti. Y vuelvo a encontrarme. Anoche (íbamos en el metro) miraba tu piel, y me decía: es mi piel. De tus manos, decía: son mismanos. ¡Me siento tan exaltado ante este descubrimiento! Te amo. Ya no tengo miedo. Eres grande y bello como el sol; y cuando ríes, es como si saliera de ti un rayo de sol. ¡Te amo! >>
"Las otras cartas, excepto algunas, se las escribía en italiano, como él mismo me había pedido que hiciera"
1 Esta carta fué escrita en francés.
Enlace recomendado:
Un breve resumen de Elementos
de Cultura Homosexual.
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